Swann asiste a una velada en la casa de la marquesa de Saint-Eveurte, y después de una descripción de los "gigantescos lacayos, que dormían aquí y allá sobre banquetas y cofres y que, alzando sus nobles perfiles agudos de lebreles, se levantaron y formaron un círculo" (p.340), se nos cuentan las particularidades del modo de vestir y la personalidad de varios de los presentes. Una de las invitadas es la princesa Oriane Des Laumes, que más adelante se convertirá en duquesa de Guermantes (como la encontramos en "Combray",
páginas 180-189), y asistimos en torno a ella a una escena de las tan reiteradas en esta parte de la novela y relativa a los gustos musicales de la aristocracia parisina.
Swann, embargado por una ironía melancólica, las contemplaba escuchando el intermedio de piano (San Francisco hablando a las aves de Liszt), que había sucedido al aire de flauta, y seguir el vertiginoso juego del artista: la Sra. de Franquetot con ansiedad, con ojos extraviados, como si las teclas que el pianista reocrría con agilidad hubieran sido una serie de trapecios a una altura de ochenta metros de los que podía caer y no sin lanzar a su vecina miradas de asombro, de denegación, que significaban: "Es increíble, nunca habría imaginado que un hombre pudiera hacer algo así"; la Sra. de Cambremer, como mujer que había recibido una sólida educación musical, marcando el compás con su cabeza transformada en balancín de metrónomo, cuyas amplitud y rapidez de oscilaciones de uno a otro hombro (...) habían llegado a ser tales, que los solitarios se le enganchaban constantemente en las presillas del corpiño y se veía obligada a atusarse las uvas negras que llevaba en el pelo, sin por ello interrumpir su aceleración. (pp.345-346)
Más adelante,
...cuando el pianista concluyó el fragmento de Liszt e inició un preludio de Chopin, la Sra. de Cambremer lanzó a la Sra. de Franquetot una sonrisa enternecida de satisfacción competente y referencia al pasado. En su juventud había aprendido a acariciar las frases -de largo cuello sinuoso y desmesurado- de Chopin, tan libres, tan flexibles, tan táctiles, que comienzan buscando y tanteandu su lugar fuera y muy lejos de la dirección de su arranque, muy lejos del punto en que era de esperar su contacto, y tan sólo se entregan a esa digresión de fantasía para volver deliberadamente (...) a clavársenos en el corazón. (pp.348-349)
Sin embargo,
La Sra. de Cambremer lanzó una mirada furtiva tras sí. Sabía que su joven nuera (...) despreciaba a Chopin y sufría cuando lo escuchaba. Pero la Sra. de Cambremer, lejos de la vigilancia de aquella wagneriana, situada más allá con un grupo de personas de su edad, se abandonaba a impresiones deliciosas. También las experimentaba la princesa Des Laumes. Sin estar dotada por naturaleza para la música, había recibido quince años antes las clases que una profesora de piano del Faubourg Saint-Germain, mujer de talento reducida, al final de su vida, a la miseria, había empezado de nuevo a dar, a la edad de setenta años, a las hijas y a las nietas de sus antiguas alumnas. Ya había muerto. Pero su método, su hermoso sonido, renacían a veces bajo los dedos de sus alumnas, incluso de las que habían llegado a ser, en todo lo demás, personas mediocres, habían abandonado la música y casi nunca abrían un piano. Por eso, la Sra. Des Laumes pudo balancear la cabeza con pleno conocimiento de causa... (p.349).
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