jueves, 27 de diciembre de 2012

Páginas 239-248

Norpois parece entusiasmado con la obra de Bloch:
¿Cuáles eran los aspectos que el Sr. de Norpois no especificaba, pero respecto de los cuales parecía reconocer que Bloch y él estaban de acuerdo? ¿Qué opinión tenía, entonces, sobre el caso, en la que pudieran coincidir? Bloch estaba tanto más asombrado del misterioso acuerdo que parecía existir entre el Sr. de Norpois y él cuanto que versaba exclusivamente sobre la política, pero la Sra. de Villeparisis había hablado al Sr. de Norpois bastante por extenso de los trabajos literarios de Bloch.
"No es usted de su época", dijo a éste el antiguo embajador, "y lo felicito: no es usted de esta época en la que han dejado de existir los estudios desinteresados, en la que ya sólo se venden al público obscenidades o necedades. Si tuviéramos un gobierno, debería alentar esfuerzos como los suyos."
Bloch se sentía halagado de nadar solo en el naufragio universal, pero también a ese respecto habría deseado precisiones, saber a qué necedades se refería el Sr. de Norpois. Bloch tenía la sensación de laborar por la misma vía que muchos: no se había creído tan excepcional. Volvió al caso Dreyfus, pero no logró discernir la opinión del Sr. de Norpois. (p.239)
Una vez más, el narrador nos muestra cómo el asunto Dreyfus no sólo ha dividido a la sociedad parisina sino que sirve de plataforma para visibilizar las ideas y la personalidad de cada uno de los personajes. Los Guermantes, en general, son antidreyfusistas: exceptuando a Saint-Loup. Y al respecto, Basin, el duque, tiene algo que decir:
"...Cuando se llama uno marqués de Saint-Loup, no se puede ser dreyfusista, ¡qué quieres que te diga!"
El Sr. de Guermantes pronunció con énfasis estas palabras: "cuando se llama uno marqués de Saint-Loup". Sin embargo, sabía perfectamente que aún más era llamarse "el duque de Guermantes", pero, si bien su amor propio tenía tendencia a exagerar más bien la superioridad del título de duque de Guermantes, tal vez no fueran las reglas del buen gusto cuanto las leyes de la imaginación las que lo movían a disminuirlo. A todo el mundo resulta más hermoso lo que ve a distancia, lo que ve en los demás, pues las leyes generales que regulan la perspectiva en la imaginación se aplican tanto a los duques como a los demás hombres. No sólo las leyes de la imaginación, sino también las del lenguaje. Ahora bien, en aquel caso se podían aplicar una u otra de dos leyes del lenguaje. Una exige que nos expresemos como la gente de nuestra clase mental y no de nuestra casta de origen. (p.242)
Es interesante constatar -una vez más- el afán digamos "científico" del narrador: su seguridad a la hora de hablar de "leyes" del comportamiento; no menos interesante es apreciar ese giro hacia lo lingüístico que vincula las "leyes de la imaginación" a las "leyes del lenguaje".
Más adelante en la velada se insta a Norpois a detallar su posición ante el asunto Dreyfus:
"No cabe la menor duda (...) de que su deposición [la de Picquart, quien aportó pruebas a favor de Dreyfus] era necesaria. Sé que, al sostener esta opinión, he provocado a más de uno de mis colegas gritos desaforados, pero, a mi juicio, el Gobierno tenía el deber de dejar hablar al coronel. No se puede escapar de semejante callejón sin salida mediante una simple pirueta o, si no, se corre el riesgo de caer en un atolladero. Para el propio oficial, esa deposición causó en la primera audiencia una impresión de lo más favorable. Al verlo, con su hermoso uniforme de cazadores, que tan bien le sienta, ir a contar en tono totalmente sencillo y franco lo que había visto, lo que había pensado, decir "Por mi honor de soldado (...) ésa es mi convicción", no se puede negar que la impresión fue profunda."
"Ya está, es dreyfusista, ya no hay sombra de duda", pensó Bloch.
"Pero lo que le enajenó enteramente las simpatías que había podido granjearse antes fue su confrontación con el archivero Gribbelin, cuando se oyó a ese viejo servidor, a ese hombre que sólo tiene una palabra (...) cuando se lo vio mirar a los ojos a su superior, sostenerle la mirada y decirle en un tono que no admitía réplica: "Vamos a ver, mi coronel, sabe usted perfectamente que yo nunca he mentido, sabe usted que en este momento, como siempre, digo la verdad". El viento cambió de dirección. De nada sirvió al Sr. Picquart revolver Roma con Santiago en las audiencias siguientes, fracasó pura y simplemente."
"No, está claro que es antidreyfusista, más que el agua", se dijo Bloch. (pp.246-247)

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Páginas 229-238

En determinado momento de la velada hace su entrada Basin de Guermantes, que se pone a conversar con su esposa y la Sra. de Villeparisis sobre Rachel, la amante de Saint-Loup:
"¿Sabes de quien hablamos, Basin?", dijo la duquesa a su marido.
"Naturalmente, lo adivino", dijo el duque, "¡Ah! no es lo que se dice una actriz de primera."
"Nunca", prosiguió la Sra. de Guermatnes, dirigiéndose al Sr. de Argencourt, "podría usted imaginar algo más ridículo."
"Era incluso chistoso", interrumpió el Sr. de Guermantes, cuyo extraño vocabulario permitía a la vez a la gente de mundo decir que no era un bobo y a los letrados considerarlo el peor de los imbéciles.
"No puedo comprender", prosiguió la duquesa, "como Robert ha podido amarla jamás. ¡Oh! Sé perfectamente que no hay que hablar nunca de esas cosas", añadió con un bonito mohín de filósofa y sentimental desencantada. "Sé que cualquiera puede enamorarse de cualquiera. Y (...) eso es incluso lo hermoso del amor, porque es precisamente lo que lo vuelve misterioso".
"¡Misterioso! !Ah! Reconozco que me resulta un poco fuerte, querida prima", dijo el conde de Argencourt.
"Pues sí, es muy misterioso, el amor", prisiguió la duquesa con una dulce sonrisa de mujer de mundo amable, pero también con la intransigente convicción de una wagneriana que dice a un hombre del círculo que en La Walquiria no sólo hay ruido. "Por lo demás, en el fondo, no sabemos por qué una persona ama a otra; tal vez no sea en absoluto por lo que creemos", añadió sonriendo, con lo que de repente rechazaba con su interpretación la idea que acababa de emitir. "Y, además, es que en el fondo nunca sabemos nada", concluyó con expresión escéptica y cansada. "Por eso es verdad más inteligente: nunca hay que hablar de la elección de los amantes."
Pero, tras haber sentado aquel principio, lo trasgredió inmediatamente al criticar la elección de Saint-Loup.
"Miren, me parece, de todos modos, asombroso que se pueda encontrar seducción en una persona ridícula."
Al oir que hablábamos de Saint-Loup y comprendiendo que estaba en París, Bloch se puso a hablar tan espantosamente mal de él, que indignó a todo el mundo. Empezaba a sentir odios y se notaba que, para saciarlos, no retrocedería ante nada. (pp.232-233)
Pronto Oriane se refiere a la obra teatral que le vio representar a Rachel, y la opinión de su "inteligencia" que venía sosteniendo el narrador sufrirá un golpe:
"Es cosa de poco, verdad, y me anunció que permanecería tendida boca abajo sobre los peldaños. Por lo demás, si hubieran oído lo que decía, sólo conozco una escena, pero no creo que se pueda imaginar algo semejante: se llama Las siete princesas".
"Las siete princesas, ¡oh! ¡Sí, sí, qué esnobismo!", exclamó el Sr. de Argencourt. "¡Ah! Pero espere, conozco toda la obra. El autor se la envió al Rey, quien no comprendió nada y me pidió que se la explicara."
"¿No será por casualidad del Sâr Peladan?", preguntó el historiador de la Fronda para mostrar finura y actualidad, pero tan bajo, que su pregunta pasó inadvertida.
"¡Ah! ¿Conoce usted Las siete princesas?, respondió la duquesa al Sr. de Argencourt. "¡Lo felicito! Yo sólo conozco una, pero me quitó la curiosidad de conocer a las otras seis. ¡Como sean todas iguales a la que yo vi!"
"¡Qué imbecil!, pensé yo, irritado por la glacial acogida que me había dado. Sentí como una áspera satisfacción, al observar su completa incomprensión de Maeterlinck. "Y por una mujer semejante hago yo todas las mañanas tantos kilómetros, ¡estoy yo listo! Ahora soy yo quien no querra saber nada con ella." Esas fueron las palabras que me dije; eran lo contrario a mis pensamientos; eran puras palabras de conversación, como nos decimos en los momentos en que, por estar demasiado agitados para quedarnos a solas con nosotros mismos, experimentamos la necesidad de hablar, a falta de interlocutor, con nosotros mismos, sin sinceridad, como con un extraño. (p.235)

Páginas 219-228

La señora de Villeparisis es pintora aficionada, y durante buena parte de la velada trabajó en una acuarela.
Todo el mundo se había acercado a la Sra. de Villeparisis para verla pintar.
"Estas flores son de un rosa en verdad celeste", dijo Legrandin, "quiero decir del color del cielo rosado, pues hay un rosa cielo, del mismo modo que hay un azul cielo, pero", murmuró para que sólo lo oyera la marquesa, "creo que me inclino, de todos modos, por el sedoso, por el rosicler vivo, de la copia que está usted haciendo. ¡Ah! Deja usted muy atrás a Pisanello y a Van Huysum, su herbario minucioso y muerto."
Un artista, por modesto que sea, acepta siempre ser preferido a sus rivales y procura sólo ser justo con ellos.
"Lo que le inspira esa impresión es que ellos pintaban flores de aquella época, que ya no conocemos, pero tenían una gran sabiduría."
"¡Ah! Flores de aquella época, ¡qué ingenioso!", exclamó Legrandin. (p.219)
Bloch, distraído, rompió un jarrón. Este pequeño incidente logra ofuscarlo por completo, hasta el punto que decide abandonar la velada:
Bloch se levantó para marcharse. Había dicho bien alto que el incidente del jarrón derribado carecía de la menor importancia, pero lo que decía bajito era muy diferente, más aún de lo que pensaba: "Cuando no se tienen sirvientes con abstante estilo para saber colocar un jarrón sin peligro de empapar e incluso herir a los visitantes, es mejor dejarse de esos lujos", refunfuñaba bajito. Era de esas personas susceptibles y "nerviosas" que no pueden soportar haber cometido una torpeza, que no reconocen y les estropea el día. Estaba furioso y deprimido y no quería volver nunca más a la alta sociedad. Era el momento en que resulta necesario un poco de distracción. Por fortuna, al cabo de un segundo la Sra. de Villeparisis iba a retenerlo. Ya fuese porque conociera las opiniones de sus amigos y la ola de antisemitismo que empezaba a elevarse o por distracción, no lo había presentado a las personas que se encontraban allí. Sin embargo, él, poco acostumbrado a la alta sociedad, creyó que, al marcharse, debía saludarlas, por mundología, pero sin amabilidad; inclinó varias veces la frente, hundió su barbuda barbilla en su cuello duro, al tiempo que miraba sucesivamente a cada uno de los presentes por sus anteojos con expresión fría y descontenta, pero la Sra. de Villeparisis lo detuvo; debía hablarle aún del pequeño acto que se iba a celebrar en su casa y, por otra parte, no quería que se marchara sin haber tenido la satisfacción de conocer al Sr. de Norpois... (p.222)
Cuando presentan a Bloch a Norpois, el narrador está presente.
"¿Tiene usted algo en marcha?", me preguntó el Sr. de Norpois con una señal de inteligencia, al mismo tiempo que me estrechaba la mano con cordialidad (...) "Me enseñó usted una obrita un poco alambicada en la que cortaba usted los cabellos en cuatro. Le di mi opinión con franqueza; lo que había hecho usted no valía la pena de que lo pusiera por escrito. ¿Nos prepara usted algo? Si no recuerdo mal, está usted apasionado por la obra de Bergotte." "¡Ah! No hable usted mal de Bergotte", exclamó la duquesa. "No discuto su talento de pintor, a nadie se le ocurriría, duquesa. Sabe grabar con buril o aguafuerte, ya que no bosquejar, como el Sr. Cherbuliez, una gran composición. Pero me parece que en nuestra época hay una confusión de géneros y que es más propio del novelista trabar una intriga y elevar los corazones que perfilar con punta seca un frontispicio o una viñeta." (p.228)

Páginas 209-218

El narrador se había acercado a Legradin para saludarlo, pero la manera en que decidió abordarlo resultó un poco complicada:
"Bien, señor, tengo casi excusa para estar en un salón, al encontrarlo a usted en él". El Sr. Legrandin concluyó de auqellas palabras -al menos ése fue el juicio que emitió sobre mí unos días después- que yo era un personajillo congénitamente malvado, que sólo encontraba satisfacción en el mal.
"Podría usted tener la cortesía de comenzar saludándome", me respondió sin darme la mano y con voz rabiosa y vulgar, que yo no sospechaba en él y que, sin la menor relación racional con lo que solía decir, tenía otra más inmediata y sorprendente con algo que sentía (...) "Naturalmente, cuando me persiguen veinte veces seguidas para hacerme ir a algún sitio", continuó en voz baja, "aunque tengo perfecto derecho a mi libertad, no puedo comportarme como un zafio." (pp.208-209)
Sin embargo, el narrador no deja de prestar atención a la conversación de Oriane de Guermantes:
Si en el salón de la Sra. de Villeparisis, como en la iglesia de Combray, en la boda de la Srta. Percepied [páginas 186-187], me costaba volver a ver en el hermoso rostro, demasiado humano, de la Sra. de Guermantes, lo desconocido de su nombre, pensaba al menos que, cuando hablara, su charla, profunda, misteriosa, tendría una rareza de tapiz medieval, de vidriera gótica, pero para que no me hubiesen decepcionado las palabras que oiría pronunciar a una persona que se llamaba Sra. de Guermantes, aun cuando no la hubiera amado, no habría bastado con que las palabras fuesen finas, bellas y profundas, habría sido necesario que reflejaran aquel color amaranto de la última sílaba de su nombre, aquel color que me había asombrado ya el primer día no encontrar en su persona y que había yo hecho refugiarse en su pensamiento. Seguramente había oído ya a la Sra. de Villeparisis, a Saint-Loup, a personas cuya inteligencia nada tenía de extraordinario, pronunciar sin precaución aquel nombre de Guermantes, simplemente como el de una persona que iba a venir de visita o con la que iban a cenar, sin parecer sentir en él arpendes de manera amarilleante y todo un rincón misterioso de provincias, pero debía de ser una afectación por su parte, como cuando los poetas clásicos no nos avisan de las intenciones profundas que, sin embargo, han tenido, afectación que también yo me esforzaba por imitar diciendo con el tono más natural: la duqeusa de Guermantes, como un nombre que se pareciese a otros. Por lo demás, todo el mundo aseguraba que era una mujer muy inteligente, de una conversación ingeniosa, que vivía en un grupito de lo más interesante: palabras que resultaban cómplices de mi sueño, pues, cuando decían "grupo inteligente", conversación ingeniosa, en modo alguno era la inteligencia tal como yo la conocía lo que imaginaba, ni siquiera la de las mayores eminencias: no eran personas como Bergotte las que componían aquel grupo. No, por inteligencia entendía yo una facultad inefable, dorada, impregnada de un frescor silvestre. Aun sosteniendo las tesis más inteligentes -en el sentido en el que yo entendía la palabra "inteligente", cuando se trataba de un filósofo o un crítico-, la Sra. de Guermantes tal vez habría decepcionado más aún mi esperanza respecto de una facultad tan particular que si en una conversación insignificante se hubiera contentado con hablar de recetas de cocina o de mobiliario de castillo, con citar los nombres de vecinas o parientes suyas, que me hubiesen evocado su vida.  (p.215)
El tema de la inteligencia de Oriane pronto pasará a segundo plano, y el de la presencia de Legrandin subirá a la superficie, para luego revertir posiciones una vez más. Todo este pasaje construye sectores de diálogo que el narrador sobrevuela, como si se moviera por el salón escuchando todo lo que se dice a su alrededor y tuviera la capacidad de moverse también en el tiempo, retomando todos los diálogos sin las fisuras inevitables.

Páginas 199-208

Seguimos en la velada de la marquesa de Villeparisis. Y entre los invitados aparece, para sorpresa del narrador, nada más y nada menos que el señor Legrandin, quien había despotricado pocas páginas atrás sobre el negativo -a su entender- hábito del narrador de frecuentar salones (pp.157-158).
Entró el visitante importuno y se dirigió derecho hacia la Sra. de Villeparisis con expresión ingenua y ferviente: era Legrandin.
"Le agradezco mucho que me reciba, señora", dijo, recalcando la palabra "mucho": "es un honor de una calidad muy poco común y sutil que hace usted a un viejo solitario, le aseguro que su repercusión...".
Se detuvo en seco al verme. (p.205)
El narrador intenta conversar con Legrandin, pero este "se mantenía constantemente lo más alejado posible" de él, "seguramente con la esperanza de que no oyera las lisonjas que con tan gran refinamiento expresivo no cesaba de prodigar a cada paso a la Sra. de Villeparisis" (p.207). 
Otros invitados, de todas formas, intercambian sus opiniones sobre Legrandin:
Aprovechando que se había alejado, la Sra. de Guermantes lo indicó a su tía con una mirada irónica e inquisitiva.
"Es el Sr. Legrandin", dijo a media voz la Sra. de Villeparisis, "tiene una hermana que se llama Sra. de Cambremer, cosa que, por lo demás, debe de decirte tan poco como a mí."
"¡Cómo! Pero si la conozco perfectamente.", exclamó, al tiempo que se llevaba la mano a la boca, la Sra. de Guermantes. "O, mejor dicho, no la conozco, pero no sé por qué le ha dado a Basin, quien se encuentra Dios sabe dónde con el marido, por decir a esa gorda que venga a verme. No puedo decirte cómo fue su visita. Me contó que había ido a Londres, me enumeró todos los cuadros del British. Aquí, donde me ves, al salir de tu casa, voy a ir a dejar una tarjeta en casa de ese monstruo y no creas que es de las más felices, pues, con el pretexto de que está moribunda, siempre está en casa y tanto si vas a las siete de la tarde como a las nueva de la mañana está lista para ofrecerte tarta de fresas, pero, desde luego, es un monstruo, vamos (...) Es una persona imposible: dice "plumífero", en fin, cosas así". "¿Qué quiere decir "plumífero"?", preguntó la Sra. de Villeparisis a su sobrina. "¡Y yo qué sé!", exclamó la duquesa (...). "No quiero saber. Yo no hablo ese francés". Y, al ver que su tía no sabía en verdad lo que quería decir "plumífero" (...), dijo con media sonrisa que los restos del malhumor teatral reprimían: "Todo el mundo lo sabe: un "plumífero" es un escritor, alguien que sostiene una pluma pero es una palabra horrible. Es como para hacer que se te caigan las muelas del juicio. Jamás diría yo semejante cosa. O sea, ¡que es el hermano! No me había dado cuenta aún, pero en el fondo es comprensible. Ella tiene la misma humildad de alfombrilla de cama y los mismos recursos de biblioteca ambulante. Es tan zalamera como él y tan molesta. Empiezo a hacerme una idea bastante clara de esa similitud". (pp.207-208)

Páginas 189-198

Buena parte de la primera sección de El lado de Guermantes está dedicada a la velada en la casa de la señora de Villeparisis, de quien se nos dice, entre otras cosas, que...
...seguramente las que propugnaba sobre todo (...) eran cualidades bastante poco exultantes, como la ponderación y la mesura, pero, para hablar de la mesura de forma totalmente adecuada, la medida no basta y hacen falta ciertos méritos de escritor que suponen una exaltación poco mesurada; yo había notado en Balbec que la señora de Villeparisis seguía sin comprender el genio de ciertos grandes artistas y que sólo sabía burlarse de ellos con finura y dar a su incomprensión una forma aguda y graciosa, pero ese ingenio y esa gracia, en el grado que alzanaban en ella, llegaban a ser, a su vez -en otro plano y aunque los desplegara para quitar importancia a las obras más altas-, aunténticas cualidades artísticas. Ahora bien, semejantes cualidades ejercen en toda situación mundana una acción mórbida electiva, como dicen los médicos, y tan disgregadora, que a las más sólidamente asentadas les cuesta unos años resistirlas. Lo que los artistas llaman inteligencia parece pura presuntuosidad a la sociedad elegante, que -incapaz como es de colocarse en el único punto de vista con el que lo juzga todo y por no comprender nunca el atractivo particular al que cede al elegir una expresión o hacer una aproximación- experimenta para con ellos una fatiga, una irritación, de las que muy pronto nacie la antipatía. Sin embargo, en su conversación -y lo mismo sucede con sus Memorias, que se publicaron más adelante- la Sra. de Villeparisis sólo manifestaba como una gracia totalmente mundana. Por haber pasado junto a cosas importantes sin profundizar en ellas, a veces sin distinguirlas, apenas había retenido de los años en que había vivido, y que, por lo demás, describía sin mucha precisión y encanto, sino lo más frívolo que habían ofrecido, pero una obra, aun cuando se aplique sólo a asuntos no intelectuales, sigue siéndolo de la inteligencia y, para dar en un libro o en una charla, que poco difiere de él, la impresión consumada de la frivolidad, hace falta una dosis de seriedad de la que una persona puramente frívola sería incapaz. (pp.189-190)
Entre los invitados a la velada está Bloch, ahora un "joven autor dramático":
Entre las personas presentas cuando yo llegué, en aquel salón, ligeramente calentado a propósito, porque la marquesa se había conspitado al volver de su castillo, había un archivero con quien la Sra. de Villeparisis había clasificado por la mañana las cartas autógrafas de personajes históricos a ella dirigidas y destinadas a figurar en facsímiles como documentos justificativos en las Memorias que estaba redactando, y un historiador solemne e intimidado que, al enterarse de que poseía por herencia un retrato de la duquesa de Montmorency, había ido a pedirle permiso para reproducirlo en una lámina de su obra sobre la Fronda, visitantes a los que se sumó mi compañero Bloch, ahora joven autor dramático, con quien contaba ella para procurarle artistas que actuaran gratis en sus próximas funciones vespertinas. Cierto es que el caleidoscopio social estaba girando y el caso Dreyfus iba a precipitar a los judíos al último rango de la escala social, pero en vano arreciaba el ciclón dreyfusista: no es al comienzo de una tormenta cuando las olas alcanzan su mayor furia. Además, la Sra. de Villeparisis, dejando a toda una parte de su familia tronar contra los judíos, había permanecido hasta entonces enteramente ajena al caso y no se ocupaba de él. Por último, un joven como Bloch, a quien nadie conocía, podía pasar inadvertido, mientras que judíos importantes y representativos de su bando estaban ya amenazados. Ahora tenía la barbilla puntuada con una "barba de chivo", llevaba un binóculo, una levita larga, un guante, como un rollo de papiros en la mano. Los rumanos, los egipcios y los turcos pueden detestar a los judíos, pero en un salón francés las diferencias entre estos pueblos no son tan perceptibles y un israelita, al entrar como procedente del fondo del desierto, con el cuerpo inclinado como una hiena y la nuca oblicua y soltando grandes salams, satisface totalmente el gusto por el orientalismo. sólo que para eso es necesario que el judío no pertenezca a la "buena sociedad", porque, de lo contrario, cobra fácilmente el aspecto de un lord y sus modales están tan afrancesados, que una nariz rebelde y que sigue, como las capuchinas, direcciones imprevistas recuerda a la de Mascarille más qeu a la de Salomón, pero Bloch, al no haber sido suavizado por la gimnasia del "Faubourg" ni ennoblecido por un cruce con Inglaterra o España, seguía siendo, para un aficionado al exotismo, tan extraño y sabroso de contemplar, pese a su traje europeo, como un judío de Decamps. (pp.194-195)

viernes, 21 de diciembre de 2012

Páginas 179-188

Terminada la obra, el narrador, Robert y Rachel se quedan en el teatro. Pronto las disputas entre la pareja de amantes reaparecen:
...en aquel momento Saint-Loup se imaginó que su amante prestaba atención a aquel bailarín que repasaba por última vez una figura del intermedio en el que iba a aparecer y su rostro se ensombreció.
"Podrias mirar para otro lado", le dijo con expresión sombría. "Ya sabes que esos bailarines no valen ni la cuerda a la que más valdría que subieran para romperse el lomo y luego van por ahí jactándose de que les has prestado atención. Por lo demás, ya lo has oído, te han dicho que vayas a tu camerino a vestirte. Vas a llegar tarde otra vez."
(...) "¡Oh! Pero si lo reconozco, es mi amigo", exclamó la amante de Saint-Loup, al contemplar al bailarín. "¡Hay que ver qué bien está! Mirad cómo danzan esas manitas, ¡como todo el resto de su persona!"
El bailarín volvió la cabeza hacia ella y su persona humana aparecía bajo el silfo que estaba representando, la jalea recta y gris de su sojos tembló y brilló entre sus tiesas y pintadas cejas y una sonrisa prolongó por los dos lados su boca en su rostro dibujado al pastel rojo; después -para divertir a la joven, como una cantante que nos canturrea, amable, la tonada que, como le hemos dicho, admiramos- se puso a repetir en movimiento de sus palmas, remedándose a sí mismo con finura de imitador y buen humor infantil.
"¡Oh! ¡Qué amable, imitarse a sí mismo!", exclamó y aplaudió.
"Te lo ruego, mi amor", le dijo Saint-Loup con voz afligida, "no des un espectáculo así que me matas, te juro que como digas una palabra más, no te acompaño a tu maercino y me voy; anda, no seas mala. No te quedes así entre el humo del puro, que te va a sentar mal", añadió al tiempo que se volvía hacia mí con aquella solicitud que me manifestaba desde la época de Balbec.
"¡Oh! ¡Qué felicidad si te vas!"
"Te advierto que no volveré más."
"No me atrevo a esperarlo."
"Mira, ya sabes que te he prometido el collar, si te portabas bien, pero como me tratas así..."
"¡Ah! Eso es algo que no me extraña en ti. Me habías hecho una promesa, debería haberme imaginado que no la mantendrías. Quieres recalcar que tienes dinero, pero yo no soy interesada como tú. Me trae sin cuidado tu collar. Tengo a alguien que me lo regalará."
"Nadie más podrá regalártelo, porque lo he reservado en Boucheron y me ha dado su palabra de que sólo me lo venderá a mí."
"Está muy bien eso, has querido hacerme cantar y has tomado todas las precauciones de antemano. Es bien cierto lo que dicen: Marsantes, Mater Semita, huele a su raza", respondió Rachel repitiendo una etimología basada en un grosero contrasentido, pues semita significa "senda" y no "semita", que los nacionalistas aplicaban a Saint-Loup por sus opiniones dreyfusistas... (pp.182-183)
Rachel, entonces, juega una carta más dura:
"Sí, sí, tú sigue", le dijo, irónica, ella, al mismo tiempo que esbozaba el gesto de quien perdona la vida y, volviéndose hacia el bailarín, añadió:
"¡Ah! La verdad es que es estupendo con las manos. Yo, que soy una mujer, no podría hacer lo que está haciendo". Y, dirigiéndose a él e indicándole las facciones convulsas de Robert, le dijo bajito: "Mira cómo sufre", en un arranque momentáneo de crueldad sádica (...) "¿Haces esas manitas también con las muejres? Pareces una mujer tú mismo, creo que podríamos entendernos muy bien contigo y una de mis amigas" (...) El bailarín sonrió misteriosamente a la artista.
Ella le gritó:
"¡Oh! Cállate, que me vuelves loca, ¡haremos unas fiestecitas!" (pp.184-185)
Al mismo tiemp, Saint-Loup está pidiéndole a un fumador que apague su puro, dado que a su amigo -el narrador, por supuesto- el humo le sienta mal. El hombre, un periodista, no hace caso.
"En todo caso, señor mío, no es usted muy amable", dijo Saint-Loup al periodista, sin abandonar el tono amable y suave, con la expresión concluyente de quien acaba de juzgar retrospectivamente un incidente concluido.
En aquel momento vi a Saint-Loup alzar el brazo verticalmente y por encima de su cabeza, como si hubiera hecho una seña a alguien a quien no veía o como un director de orquesta y, en efecto -con tan poca transición como ritmos violentos suceden a un gracioso andante en una sinfonía o un ballet-, tras las palabras corteses que acababa de pronunciar, descargó la mano con una bofetada resonante en la mejilla del periodista. (p.185)
Un rato después, Robert vuelve a pelear:
...iba a alcanzar a Saint-Loup a paso "gimnástico", cuando vi que un señor bastante mal vestido parecía hablarle muy cerca de él, por lo que concluí que era un amigo íntimo de Robert; sin embargo, parecían acercarse más uno al otro; de repente, así como aparece en el cielo un fenómeno astral, vi cuerpos ovoides adoptar con rapidez vertiginosa todas las posiciones que le permitían componer, delante de Saint-Loup, una constelación inestable. Me parecieron, lanzados como por una honda, al menos siete. Sin embargo, no eran [sino] sólo los dos puños de Saint-Loup, multiplicados por su velocidad para cambiar de lugar en aquel conjunto en apariencia ideal y decorativo, pero aquella obra de pirotecnia era una simple paliza que Saint-Loup administraba y cuyo carácter agresivo, en lugar de estético, me reveló en primer lugar el aspecto del señor mediocremente vestido, quien pareció perder a la vez toda la seriedad, una mandíbula y mucha sangre. Dio explicaciones mendaces a las personas que se acercaban a interrgarlo, volvió la cabeza al ver que Saint-Loup se alejaba definitivamente para reunirse conmigo, se quedó mirándolo con expresión de rencor y abatimiento, pero nada furioso. En cambio, Saint-Loup lo estaba, aunque no hubiera recibido nada, y cuando se reunió conmigo, sus ojos seguían brillando de cólera. El incidente nada tenía que ver, como yo había creído, con las bofetadas del teatro. Era un paseante apasionado que, al ver a un apuesto militar como Saint-Loup, se le había insinuado (...) Puñetazos como los que acababa de dar tienen la utilidad, para hombres del tipo del que se le había acercado antes, de hacerlos reflexionar en serio, pero durante demasiado poco tiempo, sin embargo, para que puedan corregirse y escapar, así, a castigos judiciales. (p.187)
Más allá del procedimiento de extrañamiento que emplea el narrador para describir los golpes que le propina Saint-Loup al paseante (similar al empleado para describir el rostro de Rachel en la página 178), llama la atención en este pasaje un segundo momento en la novela de violencia homofóbica. El primero está en A la sombra de las muchachas en flor y remite a las costumbres del Barón de Charlus (página 336); no es de extrañar que, aquí Saint-Loup repita ciertas pautas del comportamiento de su tío: más adelante en el libro descubriremos que ambos son homosexuales.

jueves, 20 de diciembre de 2012

Páginas 169-178

De regreso en París, el narrador, Robert y Rachel van a comer a un restaurante:
Aunque no estábamos aún en el teatro, al que íbamos a ir después de almorzar, parecía que nos encontráramos en un "saloncillo" de teatro ilustrado por los retratos antiguos de la compañía, dados los rostros de los jefes de comedor, que parecían perdidos junto con toda una generación de artistas sobresalientes, del Palais-Royal (...) Eran caras célebres entre los asiduos. Sin embargo, señalaban a uno nuevo, de nariz arrugada y labio santurrón, que parecía eclesiástico y entraba en funciones por primera vez y todo el mundo miraba con interés al nuevo elegido, pero Rachel no tardó -tal vez para hacer marcharse a Robert (...)- en ponerse a guiñar un ojo a un joven agente de Bolsa que almorzaba con un amigo en una mesa contigua.
"Zezette, te ruego que no mires así a ese joven", dijo Saint-Loup, en cuyo rostro los vacilantes rubores de antes se habían concentrado en una nube sangrante que dilataba y obscurecía las facciones distendidas de mi amigo: "Si vas a darnos un espectáculo, prefiero almorzar por mi cuenta e ir a esperarte al teatro" (...) Saint Loup, siempre inquieto y temeroso (...) miró por la ventana y vio (...) al Sr. de Charlus.
"Mira", me dijo en voz baja, "mi familia me acosa hasta aquí. Yo no puedo, pero, puesto que tú conoces bien al jefe de comedor, que seguramente va a denunciarnos, pídele que no vaya hasta el coche: al menos que sea un camarero que no me conozca. Si dicen a mi tío que no me conocen, no vendrá, lo sé seguro, a ver aquí adentro, detesta estos lugares. ¡Hay que ver! La verdad es que es repugnante que un viejo mujeriego como él, quien no ha abandonado, me dé perpetuamente lecciones y venga a espiarme. (pp.172-173)
Rachel y Saint-Loup se reconcilian de inmediato, y el almuerzo sigue adelante.
A fuerza de beber champán con ellos, empecé a sentir un poco de la embriaguez que experimentaba en Rivebelle, probablemente no del todo la misma. No sólo cada clase de embriaguez -de la que da el sol o el viaje o la que da la fatiga o el vino-, sino también cada uno de los grados de embriaguez, que debería corresponder a una "cota" como los fondos en el mar, revelan en nosotros exactamente la profundidad en la que se encuentra un hombre especial. El reservado en el que se encontraba Saint-Loup era pequeño, pero el único espejo que lo decoraba era de tal clase, que parecía reflejar otros treinta, a lo largo de una perspectiva infinita, y la bombilla eléctrica colocada en la cima del marco debía dar -por la noche, cuando estuviera encendida, seguida por la procesión de treinta reflejos semejantes a ella- al bebedor, aun solitario, la idea de que el espacio en torno a él se multiplicaba al mismo tiempo que sus sensaciones exaltadas por la embriaguez y de que, encerrado a solas en aquel pequeño recinto, reinaba, sin embargo, sobre algo mucho más amplio, en su curva indefinida y luminosa, que una avenida del "Parque de París". Ahora bien, al ser yo en aquel momento dicho bebedor, de repente, tras buscarlo en el espejo, lo vi, horrible, desconocido y mirándome. La alegría de la embriaguez era más fuerte que el asco; por alegría o bravata, le sonreí y al mismo tiempo me sonrió. Y me sentía hasta tal punto bajo la efímera y potente influencia del minuto en que las sensaciones son tan fuertes, que no sé si mi único motivo de tristeza era el de pensar que el horrible yo que acababa de ver estaba tal vez en su último día de vida y que en el resto de mi vida no volvería a ver nunca más a aquel extraño. (pp.175-176)
Ya en el teatro, el narrador tiene la oportunidad de comenzar una descripción del rostro de Rachel:
Rachel desempeñaba un papel casi de simple figurante en la obrita, pero, vista así, era otra mujer. Rachel tenía uno de esos rostros que la lejanía -y no necesariamente la de la sala al escenario, pues el mundo es para eso simplemente un gran teatro- dibuja y que, vistos de cerca, recaen en polvo. Junto a ella, sólo se veía una nebulosa, una vía láctea de pecas, de granos diminutos, nada más. A una distancia conveniente, dejaba de verse todo aquello y de las mejillas desdibujadas, reasorbidas, se alzaba -como un cuarto creciente de luna- una nariz tan fina, tan pura, que deseabas ser el objeto de atención de Rachel, volver a verla cuando quisieras, poseerla junto a ti, si nunca la habías visto de otro modo y de cerca. (p.178)

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Páginas 159-168

Saint-Loup, acompañado por el narrador, viaja a un pueblo cercano a París, donde vive su amante:
Era un pueblo antiguo, con su vieja alcaldía tostada y áurea, delante de la cual tres grandes perales, a modo de cucañas y oriflamas, estaban graciosamente engalanados -como para una fiesta cívica y local- de raso blanco.
Robert nunca me habló con mayor ternura de su amiga que durante aquel trayecto. Sólo ella había echado raíces en su corazón: su futuro en el ejército, su situación social, su familia, no le resultaban, desde luego, indiferentes, pero nada contaban en comparación con los menores detalles relativos a su amante. Sólo eso tenía prestigio para él: infinitamente más que los Guermantes y todos los reyes de la Tierra. (p.159)
Cuando aparece la muchacha resulta que el narrador ya la conoce... y de un prostíbulo. La habíamos encontrado en A la sombra de las muchachas en flor, páginas 157-166.
De repente apareció Saint-Loup, acompañado de su amante, y entonces en aquella mujer que era para él todo el amor, todas las dulzuras posibles de la vida, cuya personalidad, misteriosamente encerrada en un cuerpo como en un tabernáculo, era el objeto sobre el que se ejercía sin cesar la imaginación de mi amigo, que nunca -sentía él- conocería, de la que se preguntaba perpetuamente qué era en sí misma, tras el velo de las miradas y la carne, reconocí al instante a "Rachel cuando del Señor", la que, unos años antes -las mujeres cambian tan aprisa de situación en ese mundo, cuando cambian- decía a la regenta: "Conque mañana por la noche, si me necesita para alguien, mándeme a buscar".
Cuando habían "ido a buscarla", en efecto, y se encontraba sola en el cuarto con ese alguien, sabía tan bien lo que querían de ella, que, tras haber cerrado con llave, por precaución de mujer prudente o como gesto ritual, empezaba a quitarse toda la ropa, como hacemos delante del doctor que va a auscultarnos, y no paraba a no ser que el "alguien", por no gustar de la desnudez, le dijera que podía dejarse la blusa, como ciertos facultativos que, por tener oído muy fino y temer que se resfríe su enfermo, se contentan con escuchar la respiración y los latidos del corazón a través de la ropa interior.  (pp.161-162)
De hecho, cuando están por regresar a París, el narrador, Saint-Loup y su amante se encuentran con unas chicas que también se desempeñan como damas de compañía y, además, conocen a Rachel:
...Rachel, quien caminaba a unos pasos de nosotros, fue reconocia e interpelada en la estación por unas vulgares "zorras" como ella y que, al principio, creyendo que iba sola, le gritaron: "¡Hombre, Rachel! Sube con nosotras, Lucienne y Germaine están en el vagón y precisamente hay sitio aún, ven, vamos a ir juntas al skating". Se disponían a presentarle a dos "horteras", sus amantes, que las acompañaban, cuando, ante la expresión ligeramente violenta de Rachel, alzaron con curiosidad la vista un poco más lejos, nos vieron y se despidieron excusándose y recibieron de ella una despedida también, un poco violenta pero amistosa. Eran dos pobres zorrillas con cuellos de falsa piel de nutria, con el aspecto que tenía, más o menos, Rachel cuando Saint-Loup la había visto por primera vez. (p.165)
El asunto Dreyfus también toca la relación de Saint-Loup con Rachel:
...Y se puso [Rache] a hacerme reproches sobre la familia de Robert, que me parecieron, por lo demás, muy acertados y a los que Saint-Loup, sin dejar de desobedecer a Rachel en lo relativo al champán, se adhirió enteramente. Yo, que tanto temía el vino por Saint-Loup y sentía la buena influencia de su amante, estaba totalmente dispuesto a aconsejarle que mandara a paseo a su familia. A la joven se le saltaron las lágrimas, porque cometía la imprudencia de hablar de Dreyfus.
"Pobre mártir", dijo, al tiempo que contenía un sollozo, "van a acabar con él allá."
"Tranquilízate, Zezette, volverá, será absuelto, reconocerán el error."
"Pero, ¡antes se habrá muerto! En fin, al menos sus hijos llevarán un nombre sin mácula, pero, 'lo que me mata es pensar en lo que debe de sufrir! ¿Y quieres creer que la madre de Robert, mujer piadosa, dice que debe quedarse en la isla del Diablo, aunque sea inocente? ¿No es un horror?"
"Sí, es absolutamente cierto, lo dice", aifrmó Robert. "Es mi madre, nada tengo que objetar, pero no cabe duda de que no tiene la sensibilidad de Zezette." (p.168)


martes, 18 de diciembre de 2012

Páginas 149-158

Preocupado por su encuentro con Oriane (entre otras cosas), el narrador desarrolla problemas para conciliar el sueño:
...Antes de quedarme dormido, pensaba tanto rato en que no iba a poder lograrlo, que, aun dormido, me quedaba un poco de pensamiento. Era un simple fulgor en la obsrucidad casi total, pero bastaba para hacer que se reflejara en mi sueño, primero la idea de que no podría dormir y después el reflejo de ese reflejo, que durmiendo había sido como había tenido la idea de que no dormía, y luego, mediante una refracción nueva, mi despertar... a un nuevo sueño, en el que quería contar a unos amigos que habían entrado en mi cuarto que, antes, mientras dormía, había creído no dormir. Aquellas sombras eran apenas distinguibles: habría hecho falta una grande y muy vana delicadeza de percepción para captarlas. Así, más adelante, en Venecia, mucho después del ocaso, cuando parece que es totalmente de noche, vi (...) los reflejos de los palacios desplegados como por siempre jamás en terciopelo más negro sobre el gris crepuscular de las aguas. Uno de mis sueños era la síntesis de lo que mi imaginación había intentado con frecuencia representarse, durante la vigilia, de cierto paisaje marino y su pasado medieval. En mi sueño, yo veía una ciudad gótica en medio de un mar de olas inmovilizadas como en una vdiriera. un brazo de mar dividía en dos la ciudad; la verde agua se extendía a mis pies; bañaba en la ribera opuesta una iglesia oriental y después casas que existían ya en el siglo XIV, de tal modo que ir hacia ellas habría sido remontar el curso de los años. Me pareció haber tenido ya con frecuencia aquel sueño en el que la naturaleza había aprendido el arte, en el que el mar se había vuelto gótico, aquel sueño en el que yo deseaba, en el que creía, abordar lo imposible, pero, como lo que imaginamos al dormir tiene la virtud de multiplicarse en el pasado y parecer, aun siendo nuevo, familiar, creí haberme equivocado. Advertí, al contrario, que, en efecto, tenía a menudo ese sueño. (p.149)
Sobre la "enfermedad nerviosa" del narrador leemos también un poco más adelante:
¡Si, al menos, hubiera podido empezar a escribir! Pero, fueran cuales fuesen las condiciones (...) en las que abordara aquel proyecto -igual, ¡ay!, que el de no tomar más alcohol, acostarme temprano, dormir, cuidar la salud-, lo que siempre acababa resultando de mis esfuerzos era una página en blanco, virgen de toda escritura, ineluctable como esa carta obligada que en ciertos trucos acabamos sacando fatalmente, sea cual fuera la forma como hayamos barajado previamente. Yo no era otra cosa que el instrumento de unas costumbres -de no trabajar, no acostarme, no dormir- que debían realizarse a toda costa; si no les ofrecía resistencia, si me contentaba con el pretexto que sacaban de la primera circunstancia que les ofreciese aquel día para dejarlas actuar a su antojo, salía adelante sin demasiado perjuicio, descansaba unas horas, de todos modos, al final de la noche, leía un poco, no hacía demasiados excesos, pero, si quería contrarrestarlas, si pretendía meterme temprano en la cama, beber sólo agua, trabajar, se irritaban, recurrían a los grandes medios, me ponían del todo enfermo, me veía obligado a duplicar la dosis de alcohol, pasaba dos días sin meterme en la cama, ya no podía leer siquiera y me prometía otra vez ser más razonable, es decir, menos sensato, como una víctima que se deja robar por miedo a que, si se resiste, la asesinen. (pp.152-153)
A la vez, el asunto Dreyfus sigue ocupando un lugar de importancia en esta sección de la novela:
"No es nada amable, Oriane [dijo Saint-Loup], ya no es mi Oriane de otro tiempo, me la han cambiado. Te aseguro que no vale la pena que te intereses por ella. Le haces demasiado honor. ¿Quieres que te presente a mi prima Poictiers?", añadió, sin darse cuenta de que eso no podía darme el menor placer. "Ésa sí que es una joven inteligente y que te gustaría. Se casó con mi primo, el duque de Poictiers, que es un buen muchacho, pero un poco simple para ella. Le he hablado de ti. Me ha pedido que te lleve. Es mucho más hermosa que Oriane y más joven. Es una persona amable, verdad, estupenda." Eran expresiones reciente -y tanto más vehementemente- adoptadas por Robert y significaban que se trataba de una naturaleza delicada: "No te digo que sea dreyfusista, hay que tener en cuenta también su medio, pero, en fin, dice: "Si fuera inocente, ¡qué horror sería que estuviera en la isla del Diablo!". ¿Comprendes, verdad?" (p.150)
Ahora bien, mis padres concedían e inspiraban desde siempre a la Sra. Sazerat la estima más profunda, pero dicha señora era -única en su especie (...)- dreyfusista. Mi padre (...) estaba convencido de la culpabilidad de Dreyfus. Había mandado a paseo con mal humor a colegas que le habían solicitado su firma para una lista revisionista. Cuando se enteró de que yo había seguido una línea de conducta diferente, estuvo ocho días sin hablarme. Sus opiniones eran conocidas. Faltaba poco para que lo tacharan de nacionalista. En cuanto a mi abuela, a quien parecía que habría de inflamar -la única en mi familia- una duda generosa, cada vez que le hablaban de la posibilidad de que Dreyfus fuese inocente, cabeceaba de un modo cuyo significado no comprendíamos entonces y que era parecido al de una persona a la que van a molestar con pensamientos poco serios. (p.155-156)
En estas páginas también reaparece un viejo conocido nuestro: el entrañable y ridículo Legrandin:
"¡Ah! Usted por aquí", me dijo, "tan elegante, ¡y hasta con levita! Ése es un atuendo al que mi independencia no se acomodaría. Cierto es que usted debe de llevar una vida mundana, ¡hacer visitas! Para ir a soñar, como hago yo, ante cualquier tumba medio destruida, mi chalina y mi chaqueta no resultan fuera de lugar. Ya sabe usted que estimo la precisa calidad de su alma; con eso queda claro lo que lamento que vaya usted a renegar de ella ante los gentiles y, al ser capaz de permanecer un instante en la nauseabunda atmósfera, para mí irrespirable, de los salones, arroja usted contra su destino la condena del Profeta (...) En fin, pobre hijo mío, ¡si eso le divierte! Mientras vaya usted a un five o'clock, su viejo amigo será más feliz que usted, pues será el único en un arrabal que contemple ascender en el cielo violeta la luna osada. La verdad es que apenas pertenezco a esta Tierra, en la que me siento exiliado; es necesaria toda la fuerza de la ley de la gravitación para mantenerme en ella e impedir que me evada a otra esfera. (pp.157-158)

lunes, 17 de diciembre de 2012

Páginas 139-148

A punto de regresar a París, el narrador se encuentra con su abuela en Doncières:
Me sentía afligido por no haberme despedido de Saint-Loup, pero me marché, de todos modos, pues mi única preocupación era regresar junto a mi abuela: hasta aquel día, en aquella ciudad pequeña, cuando pensaba en lo que haría mi abuela sola, me la imaginaba tal como era conmigo, pero suprimiéndome y sin tener en cuenta los defectos en ella de esa supresión; ahora, tenía que librarme lo antes posible, en sus brazos, del fantasma -insospechado hasta entonces y de repente evocado por su voz- de una abuela realmente separada de mí, resignada, que tenía -cosa que yo nunca había visto aún en ella- una edad y que acababa de recibir una carta mía en el piso vacío en el que ya había yo imaginado a mi madre, cuando me había marchado a Balbec.
Ese fantasma fue -¡ay!- el que yo vi cuando, tras entrar en el salón sin que mi abuela hubiera sido avisada de mi regreso, la encontré leyendo. Yo estaba ahí -o, mejor dicho, no estaba aún ahí, puesto que ella no lo sabía- y, como una mujer a la que sorprenden haciendo una labor que esconderá, si entra alguien, estaba entregada a pensamientos que nunca había mostrado delante de mí. De mí sólo estaba allí (...) el testigo, el observador, con sombrero y abrigo de viaje, el extraño que no es de la casa, el fotógrafo que viene a tomar una instantánea del lugar que no volveremos a ver. Lo que se produjo -maquinalmente- en mis ojos en aquel momento, cuando vi a mi abuela, fue, en efecto, una fotografía. Nunca vemos a los seres queridos sino en el sistema animado, el movimiento perpetuo de nuestro incesante cariño, que, antes de dejar que las imágenes que nos presenta su rostro lleguen hasta nosotros, las toma en su torbellino, las lanza sobre la idea que tenemos de ellos desde siempre, las hace adherirse a ella, coincidir con ella. Puesto que la frente y las mejillas de mi abuela significaban para mí lo más delicado y permanente en su espíritu, puesto que toda mirada habitual es una necromancia y cada rostro que amamos es el espejo del pasado, ¿cómo no habría omitido yo lo que en ella podía haberse recargado y cambiado, cuando, incluso en los espectáculos más indiferentes de la vida, nuestros ojos, henchidos de pensamiento, pasan por alto, como lo haría una tragedia clásica, todas las imágenes que no concurren en la acción y sólo retienen las que pueden volver inteligible el objetivo? Pero, si en lugar de nuestros ojos, ha sido un objetivo puramente material -una placa fotográfica- el que ha mirado, lo que veremos -por ejemplo, en el patio del Instituto-, en lugar de la salida de un académico que quiere llamar a un coche de punto, será su titubeo, sus precauciones para no caerse hacia atrás, la parábola de su caída, como si estuviera bebido o el suelo estuviese cubierto de hielo. Lo mismo ocurre cuando alguna artimaña cruel del azar impide a nuestro inteligente y pío cariño correr a tiempo para ocultar a nuestras miradas lo que nunca deben contemplar, cuando es adelantado por ellas, que, al llegar las primeras al lugar y abandonadas a sí mismas, funcionan maquinalmente como las películas y nos muestran -en lugar del ser amado que ya no existe desde hace mucho, pero cuya muerte nunca quiso que se nos revelara- la persona nueva que cien veces al día cubría con una cara y mendaz semejanza. Y, como un enfermo que (...) retrocede al ver en un espejo, en medio de una cara árida y desierta, la elevación oblicua y rosada de una nariz gigantesca como una pirámide de Egipto, yo, para quien mi abuela era aún yo mismo, yo, que nunca la había visto sino en mi alma, siempre en el mismo lugar del pasado, a través de la transparencia de los recuerdos contiguos y superpuestos, de repente vi (...) a una anciana abrumada -roja, pesada y vulgar, enferma, soñando despierta, pasando por encima de un libro unos ojos un poco dementes- a la que no conocía. (pp.143-145)

Páginas 129-138

Buscando más pretextos para facilitar su encuentro con Oriane, el narrador recuerda que los Guermantes son admiradores de Elstir:
...Algunas de las obras más características de sus diversos estilos se encontraban en provincias (...) Ahora bien, en una de aquellas revistas figuraban tres obras importantes de mi pintor preferido como pertenecientes a la Sra. de Guermantes. Así, pues, la noche en que Saint-Loup me había anunciado el viaje de su amiga a Brujas, pude soltarle sinceramente y como de improviso lo siguiente delante de sus amigos:
"Oye, ¿me permites? Última conversación sobre la señora de la que hemos hablado. ¿Recuerdas a Elstir, el pintor que conocí en Balbec?"
"Pero, hombre, naturalmente."
"¿Recuerdas mi admiración por él?"
"Muy bien y la carta que mandamos entregarle."
"Pues bien, una de las razones, no de las más importantes, sino una razón secundaria por la que desearía conocer a dicha señora, sabes, ¿verdad?, a quién me refiero."
"¡Pues claro! ¡Cuántos paréntesis!"
"Es que tiene en su casa un cuadro muy hermoso de Elstir."
"Hombre, no lo sabía yo."
"Elstir estará seguramente en Balbec en Pascua, ya sabes que ahora pasa casi todo el año en aquella costa. Me gustaría mucho haber visto ese cuadro antes de mi marcha. No sé si tienes relaciones bastante estrechas con tu tía: ¿no podrías pedirle -ensalzándome lo suficiente ante ella para que no me rechace- que me deje ir a ver el cuadro sin ti, ya que no vas a estar allí?"
"De acuerdo, respondo por ella, yo me encargo del asunto"
"Robert, cómo te quiero." (p.129)
Todavía en el cuartel de Saint-Loup, el narrador debe llamar por teléfono a su abuela, y sigue un increíble pasaje de elogio a la tecnología y a quienes la mantienen funcionando:
...Y somos como el personaje del cuento a quien una maga, tras haber epxresado él su deseo, hace aparecer, con claridad sobrenatural, a su abuela o su prometida hojeando un libro, derramando lágrimas, recogiendo flores, muy cerca del espectador y sin embargo, muy lejos, en el lugar en el que se encuentra realmente. Para que se realice ese milagro, basta con que acerquemos los labios a la tablilla mágica y llamemos -a veces durante un rato demasiado largo, lo reconozco- a las Vírgenes Vigilantes, cuya voz oímos todos los días sin conocer jamás su rostro y que son nuestros ángeles de la guarda en las tinieblas vertiginosas cuyas puertas vigilan celosamente, las Todopoderosas gracias a las cuales los ausentes surgen a nuestro lado, sin que se pueda verlos, las Danaides de lo invisible que sin cesar vacían, llenan, se transmiten las urnas de los sonidos; las irónicas Furias que, en el momento en que susurrábamos una confidencia a una amiga, con la esperanza de que nadie nos oyera, gritan crueles: "Al habla"; las sirvientes siempre irritadas por el misterio, las recelosas sacerdotisas de lo invisible, ¡las señoritas del teléfono! (p.136)

Páginas 119-128

Conversando con los amigos de Saint-Loup, el narrador descubre que algunos de ellos tienen ideas afines a las suyas, y esto altera un poco a Robert:
"Tengo celos, estoy furioso", me dijo Saint-Loup, medio en broma y medio en serio, aludiendo a las interminables conversaciones que sostenía con mi amigo. "¿Te parece más inteligente que yo? ¿Lo quieres más que a mí? Entonces, ¿qué? ¿Ya sólo hay para él?" (Los hombres que aman intensamente a una mujer y viven en una sociedad de mujeriegos se permiten bromas que otros que verían en ellas menos inocencia no harían.) (p.121)
Llama la atención el paréntesis del narrador: al menos en retrospectiva, al recrear su pasado, es evidente que se percata del histeriqueo de Saint-Loup y una posible interpretación; más adelante en el libro, cuando nos enteramos con certeza de que Robert es gay, el narrador tendrá la oportunidad de sugerir -o de no hacerlo- que había cierto "interés" y no tanta "inocencia" en Saint-Loup.
En este momento lo que más preocupa al narrador son los problemas de Robert con su amante, y la manera en que estos podrían repercutir en sus planes de que Saint-Loup le despeje el camino hacia la duquesa de Guermantes:
Me enteré de que entre su amante y él había estallado una disputa, ya fuera por correspondencia o porque ella hubiese acudido una mañana a verlo entre dos trenes, y las disputas que habían tenido hasta entonces -aun siendo menos graves-, parecían siempre ir a ser insolubles, pues ella se ponía de mal humor, pataleaba, lloraba, por razones tan incomprensibles como los niños que se encierran en su cuarto obscuro, no van a cenar, se niegn a dar explicación alguna y, cuando, ante la falta de razones, les dan bofetadas, no hacen otra cosa que intensificar el llanto. Saint-Loup sufrió horriblemente por aquella desavenencia, pero se trata de una forma de hablar demasiado simple y, por tanto, falsea la idea que debe inspirar dicho dolor. Cuando se encontró solo y ya sólo le quedaba pensar en su amante, quien se había marchado con respeto para con él, al verlo enérgico, las ansiedades que había tenido las primeras horas se esfumaron ante lo irreparable y, como el cese de una ansiedad es algo tan dulce, la desavenencia, una vez confirmada, adquirió para él en parte el mismo tipo de encanto que habría tenido una reconciliación. De lo que empezó a sufrir un poco después fue de un dolor y un accidente secundarios, cuyas corrientes procedían sin cesar de sí mismo, ante la idea de que tal vez ella hubiese querido aproximarse a él, de que no era imposible que esperase una palabra de él, de que entretanto, para vengarse, tal vez hiciera cierta noche, en cierto lugar, cierta cosa y bastaría con telegrafiarle que él lelgaba para que no fuera así, de que tal vez otros se aprovecharan del tiempo que él perdía y dentro de unos días sería demasiado tarde para recuperarla, pues ya estaría en manos de otro (...) Sufría de antemano -sin olvidar ninguno- todos los dolores de una ruptura que en otros momentos creía poder evitar, como las personas que arreglan todos sus asuntos con vistas a una expatriación que no ocurrirá y cuyo pensamiento, que ya no sabe dónde deberá situarse el día siguiente, se agita momentáneamente, separado de ellos, semejante al corazón que arrancan a un enfermo y que sigue latiendo, separado del resto del cuerpo (pp.124-125).

viernes, 14 de diciembre de 2012

Páginas 109-118

Sigue la charla con Saint-Loup y sus amigos; el tema pasa a ser el asunto Dreyfus, lo cual nos da otra pista cronológica.
...Robert estaba sobre todo preocupado en aquel momento por el caso Dreyfus. Hablaba poco al respecto, porque era el único dreyfusista de su mesa; los otros eran violentamente hostiles a la revisión, exceptuado mi vecino de mesa, mi nuevo amigo, cuyas opiniones parecían bastsante fluctuantes. Mi vecino, admirador convencido del coronel, considerado un oficial notable y que había condenado la agitación contra el ejército en diversos órdenes del día por los que su jefe había dejado escapar afirmaciones de que abrigaba -se deducía- dudas sobre la culpabilidad de Dreyfus y seguía estimando a Picquart. Sobre esto último, el rumor de que el coronel fuera relativamente dreyfusista carecía, en todo caso, de fundamento, como todos los rumores de procedencia desconocida que surgen sobre cualquier asunto importante. Pues, poco después, aquel coronel, tras recibir el encargo de interrogar al antiguo jefe de la Oficina de Información, lo trató con una brutalidad y un desprecio nunca hasta entonces igualados. Fuera como fuese y aunque no se hubiera aventurado a informarse directamente con el coronel, mi vecino había tenido la cotesía para con Saint-Loup de decirle -con el tono con que una señora católica anuncia a una señora judía que su párroco censura las matanzas de judíos en Rusia y admira la generosidad de algunos israelitas- que el coronel no era un adversario fanático, estricto, del dreyfusismo -o de cierto dreyfusismo al menos- como lo habían presentado.
"No me extraña", dijo Saint-Loup, "pues es un hombre inteligente, pero, aun así, los prejuicios de cuna y sobre todo el clericalismo lo ciegan". (p.111)
La intervención de Georges Picquart, oficial del ejército francés y ministro de guerra, aportó, en 1896, evidencia sobre el verdadero culpable del delito de traición: Ferdinand Esterhazy; sin embargo, en 1900, un segundo juicio a Dreyfus también concluyó en el encarcelamiento del acusado, que sólo sería liberado en 1906. Este pasaje de la novela, entonces, podría ubicarse en los años en torno al segundo juicio.
Una buena parte de las páginas que sigue está dedicada a las especulaciones de Saint-Loup sobre estrategia militar:
...para comprender el significado de una maniobra, su fin probable, y, por consiguiente, qué otras le acompañarán o seguirán, no resulta indiferente consultar, en lugar de lo que anuncia su mando -y que puede ir destinado a engañar al adversario, a disimular un posible fracaso-, los reglamentos militares del país. Siempre es de suponer que la maniobra emprendida por un ejército es la que prescribía el reglamento en vigor en circunstancias análogas. Si, por ejemplo, el reglamento prescribe que un ataque frontal vaya acompañado de un ataque de flanco, si -en caso de que este último haya fracasado- el mando alega que carecía de vinculación con el primero y era una simple diversión, es posible que se deba buscar la verdad en el reglamento y no en las afirmaciones del mando. (...) Un campo de batalla habrá sido o no será a lo largo de los siglos el campo de una sola batalla. Si ha sido campo de batalla, es porque reunía ciertas condiciones de situación geográfica, de naturaleza geológica, de defectos incluso apropiados para molestar al adversario (...) Hay lugares predestinados, pero, una vez más, no me refería a eso, sino al tipo de batalla que se imita, a un como calco estratégico, como remedo táctico, si quieres: las batallas de Ulm, Lodi, Leipzig, Cannes. No sé si volverá a haber guerras ni entre qué pueblos, pero, si las hay, puedes estar seguro de que habrá (...) un Cannes, un Austerlitz, un Rossbach, un Waterloo... (pp.113-114)
La apelación de Saint-Loup a las "variaciones" (la idea de una serie de batallas digamos arquetípicas que se repiten, con variantes de beligerantes, escenario, contexto, etc, a lo largo de la historia militar) parecería resonar con la pauta variacional con la que está construida la novela. El narrador le responde:
"Me interesas mucho, pero dime, hay un aspecto que me inquieta. Siento que podría apasionarme por el arte militar, pero para ello sería necesario que no lo considerara diferente hasta tal punto de las otras artes, que la regla aprendida no fuera todo en él. Me dices que se calcan batallas. En efecto, me parece estético, como tú decías, ver bajo una batalla moderna otra más antigua, no puedes imaginarte lo que me gusta esa idea, pero entonces, ¿es que el genio del jefe no es nada? ¿No hace otra cosa que aplicar reglas? O bien a igualdad de ciencia, ¿hay grandes generales como hay grandes cirujanos que (...) sienten por un detallito de nada, tal vez resultado de su experiencia, pero interpretado, que en tal caso deben hacer más bien esto y en tal otro más bien aquello, en tal caso conviene más operar y en otro abstenerse?
"Pues, ¡claro que sí! Verás a Napoleón no atacar, cuando todas las reglas imponían el ataque, pero una obscura adivinación se lo desaconsejaba..." (p.116)

jueves, 13 de diciembre de 2012

Páginas 99-108

La rutina del narrador en el cuartel de Saint-Loup incluye caminatas por el pueblo que lo rodea, lo cual, a la mejor manera de Charles Swann, le permite traer a colación grandes pintores.
Se intensificaba el viento. Estaba muy erizado y granado con nieve cercana; volvía a la calle principal y montaba en el pequeño tranvía desde cuya plataforma un oficial que parecía no verlos respondía a los saludos de los soldados palurdos de paseo por la acera, con la cara pintarrajeada por el frío, y recordaba -en aquella ciudad que el brusco salto del otoño a aquel comienzo del invierno parecía haber arrastrado más hacia el Norte- a la cara rubicunda con que Brueghel pinta a sus campesinos, comilones y curdelas. (p.100)
Saint-Loup tiene una fotografía de su tía Oriane, y el narrador está determinado no sólo a pedírsela sino, además, a que su amigo lo presente a la duquesa:
"...la Sra. de Guermantes no sospecha que te conozco, ¿verdad?"
"No lo sé; no la he visto desde el año pasado: no he ido de permiso desde que regresó."
"Es que, mira, me han asegurado que me considera totalmente idiota".
"Eso no te lo creo: Oriane no es un águila, pero, de todos modos, no es estúpida."
"Ya sabes que, en general, no tengo el menor interés en que difundas los buenos sentimientos que abrigas para conmigo, pues carezco de amor propio. Por eso, lamento que hayas dicho cosas amables sobre mí a tus amigos (...), pero, en el caso de la Sra. de Guermatnes, si pudieras hacerle saber, aun con un poco de exageración, lo que piensas de mí, me harías un gran favor".
"Pues con muchísimo gusto, si sólo tienes que pedirme eso, no es demasiado dificil, pero, ¿qué importancia puede tener lo que piensa ella de ti? Supongo que te traerá sin cuidado..."
(...) "¡Oh! ¡Robert! Mira", dije también a Saint-Loup durante la cena (...) "en relación a la señora de la que acabo de hablarte..."
"Sí."
"¿Sabes bien a quién me refiero?"
"Pero, bueno, me tomas por un cretino del Valais, por un retrasado."
"¿Te importaría regalarme su fotografía?".
(...) "No, pero primero debo pedirle permiso", me respondió.
Al instante se ruborizó. Comprendí que había tenido una reserva mental y qu eme atribuía otra a mí, que sólo iba a servirme a medias en relación con mi amor, a reserva de ciertos principios de moralidad, y lo detesté. (pp.103-105)

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Páginas 89-98

El narrador continua su estadía en el cuartel de Saint-Loup, y seguimos leyendo su interesante reflexión sobre los sueños, que ahora considera los "paraísos artificiales":
No lejos de ahí está el jardín reservado en el que se cruzan -como flores deconocidas- los sueños tan diferentes unos de otros: sueño de dautra, de cáñamo indio, de los múltiples extractos del éter, sueño de la belladona, del opio, de la valeriana, flores que permanecen cerradas hasta el día en que el desconocido predestinado vaya a tocarlas, abrirlas, y exhalar durante largas horas el aroma de sus sueños particulares en un ser maravillado y sorprendido. En el fondo del jardín está el convento de ventanas abiertas donde se oyen repetir las leccionas aprendidas antes de conciliar el sueño y que no sabremos hasta despertar, mientras hace resonar su tictac ese despertador interior, presagio de aquél, tan bien regulado por nuestra preocupación, que, cuando nuestra ama venga a decirnos: "Son las siete", nos encontrará ya listos (...) Cerca de la verja, está la cantera a la que los sueños profundos van a buscar substancias que impregnan la cabeza con baños tan duros, que, para despertar al durmiente, su propia voluntad se ve obligada (...) a asestar grandes hachazos, como un joven Siegfried. Más allá aún se encuentran las pesadillas que, según la estúpida opinión de los médicos, fatigan más que el insomnio, cuando, en realidad, permiten al pensador evadirse de la atención, las pesadillas con sus álbumes caprichosos, en las que nuestros parientes muertos acaban de sufrir un grave accidente que no excluye una próxima curación. (pp.89-90)
Más adelante el centro de la atención del narrador se fija en Saint-Loup, especialmente en relación a la opinión de él que tienen los soldados del cuartel -y que el hiperatento narrador no deja de escuchar:
Uno decía que el capitán había comprado un nuevo caballo. "Puede comprar todos los caballos que quiera. El domingo por la mañana me encontré a Saint-Loup en el paseo de las Acacias: ¡monta con una elegancia muy distinta!", respondía el otro y con conocimiento de causa, pues asquellos jóvenes pertenecían a una clase que, si bien no frecuenta al mismo personal mundano, no difiere -gracias al dinero y al ocio- de la nobleza en la experiencia de todas las elegancias que se pueden comprar. Si acaso, en la suya había -por ejemplo, en lo relativo a la ropa- algo más aplicado, más impecable, que aquella libre y descuidada elegancia de Saint-Loup, quien tanto le gustaba a mi abuela (...) "Sí, mi hermano lo vio en La Paix", decía otro, que había pasado el día en casa de su amante; "al parecer, llevaba incluso un frac demasiado amplio y que no le sentaba bien." "¿Cómo era el chaleco?" "No llevaba chaleco blanco, sino malva, con unas como palmeras: ¡estupefaciente!" (pp.95-96)

martes, 11 de diciembre de 2012

Páginas 79-88

En el cuartel, Saint-Loup cede su habitación al narrador, para evitarle tener que pasar la noche solo en el hotel. El parecido de Robert con su tía irrumpe en el relato, y termina en el cenit de la ornitología de los Guermantes:
...al mirar a Robert, me di cuenta de que también él era como una fotografía de su tía y en virtud de un misterio casi tan emocionante para mí, ya que, si bien el rostro de él no era un producto directo del de ella, los dos tenían un origen común. Las facciones de la duquesa de Guermantes, que estaban prendidas en mi visión de Combray -la nariz como pico de halcón, los ojos penetrantes- parecían haber servido también para recortar -en otro ejemplar análogo y delgado y de piel demasiado fina- el rostro de Robert casi superponible al de su tía. Miraba yo en él con envidia aquellas facciones características de los Guermantes, de aquella raza que había seguido siendo tan particular en plena alta sociedad, donde no se perdía y permanecía aislada en su gloria dvinamente ornitológica, pues parecía resultante, en las eras de la mitología, de la unión de una diosa y un ave. (p.82)
Antes de dormir, el narrador camina por los pasillos del cuartel, explora un poco y, ya cansado, regresa a su habitación para acostarse. Sigue, entonces, una de las más maravillosas exploraciones del mundo de los sueños que podemos encontrar en En busca del tiempo perdido:
...Me acosté, pero la presencia del edredón, las columnitas, la pequeña chimenea, al fijar mi atención en un punto distinto del que tenía en París, me impidió entregarme a la rutina habitual de mis ensueños, y, como ese estado particular de la atención es el que envuelve el sueño y actúa sobre él, lo modifica, lo pone al mismo nivel que tal o cual serie de recuerdos, las imágenes que llenaron mis sueños, aquella primera noche, procedían de una memoria enteramente distinta de aquella a la que recurría por lo general mi sueño. Si hubiera tenido la tentación de dejarme arrastrar de nuevo hacia mi memoria habitual, la cama a la que no estaba acostumbrado, la cumplida atención que me veía obligado a prestar a mis posiciones, cuando me daba la vuelta, bastaban para rectificar o mantener el hilo nuevo de mis sueños. Con el sueño ocurre como con la percepción del mundo exterior. basta una modificación en nuestras costumbres para volverlo poético, basta que, al desvestirnos, nos hayamos quedado dormidos sin querer sobre la cama para que cambien sus dimensiones y se sienta su belleza. Nos despertamos, vemos en el reloj que son las cuatro, sólo las cuatro de la mañana, pero creemos que ha transcurrido todo el día, pues hasta tal punto nos ha parecido -ese sueño de unos minutos y que no habíamos buscado- caído del cielo, en virtud de algún derecho divino, enorme y lleno como el globho de oro de un emperador. (p.87)

lunes, 10 de diciembre de 2012

Páginas 69-78

Seguimos en la órbita de Oriane:
Yo amaba de verdad a la Sra. de Guermantes. El mayor honor que podría haberle pedido a Dios habría sido el de que hiciera caer sobre ella todas las calamidades y que acudiese -arruinada, desacreditada, desprovista de todos los privilegios que me separaban de ella, sin casa ya en la que morar ni personas que consintieran en saludarla- a pedirme asilo. La imaginaba haciéndolo. (pp.69-70)
A la vez, en esos días el narrador visita a su amigo Saint-Loup en su cuartel:
Hacía mucho que Saint-Loup no podía venir a París, ya fuera -como él decía- por las exigencias de su profesión o, más bien, por los pesares que le causaba su amante, con quien había estado ya dos veces a punto de romper. Con frecuencia me había dicho lo mucho que le agradaría que fuera a verlo en aquel cuartel cuyo nombre me había causado (...) tanta alegría, cuando lo había leído en el sobre de la primera carta que recibí de mi amigo. Quedaba menos lejos de Balbec de lo que el paisaje enteramente rural podía hacer pensar, en una de esas pequeñas ciudades aristocráticas y militares, rodeadas de extensos campos (...) No quedaba tan lejos de París para que no pudiera yo, tras apearme del rápido, volver a casa, reunirme con mi madre y mi abuela y acostarme en mi cama. En cuanto lo comprendí, turbado por un deseo doloroso, tuve demasiada poca voluntad para decidir no volver a París y quedarme en la ciudad, pero demasiado poca también para impedir a un empleado llevar mi maleta hasta un coche de punto y no encarnar -el caminar tras él- el alma desamparada de un viajero que vigila sus efectos personales y al que ninguna abuela espera (...) Pensaba yo que Saint-Loup vendría a dormir aquella noche en el hotel en el que me alojaría para volverme menos angustioso el primer momento con aquella ciudad desconocida. Un soldado de guardía fue a buscarlo y yo lo esperé en la puerta del cuartel... (pp.72-73)
Pronto aparece Saint-Loup y retomamos el viejo tema de la enfermedad del narrador:
...preocupado por la idea de verme pasar solo aquella primera noche, pues conocía mejor que nadie mis angustias vespertinas, que con frecuencia había observado y aliviado en Balbec, interrumpía sus quejas para volverse hacia mí y dirigirme sonrisitas, tiernas miradas desiguales, unas procedentes directamente de sus ojos y otras tamizadas por su monóculo, y que aludían -todas- a su emoción por volver a verme, alusiones también a algo que yo seguía sin comprender, pero qu eahora me importaba: nuestra amistad.
"¡Dios mío! ¿Y dónde vas a dormir? La verdad es que no te aconsejo el hotel en el que nos alojamos, junto a la Exposición, donde van a comenzar unas fiestas: ibas a tener todo un gentío. No, vale más que vayas al Hotel de Flandes, es un palacete del siglo XVII con tapices antiguos (...) Por lo demás (...), está bastante adaptado a tu hiperestesia auditiva (...) ¡Hay que ver! Tú aquí, en este cuartel en el que tanto me he acordado de ti, no puedo dar crédito a mis ojos, me parece estar soñando. Bueno, ¿qué? ¿Qué tal la salud? ¿Va mejor? Luego me cuentas todo eso (...) ¿Y el trabajo? ¿Has empezado? ¿No? ¡Qué raro eres! Si yo tuviera tus aptitudes, creo que escribiría de la mañana a la noche. Te divierte más no hacer nada. ¡Que desgracia es que sean siempre los mediocres como yo los dispuestos a trabajar y que los que podrían no quieran hacerlo!" (pp.73-75)

Páginas 59-68

El narrador sigue ornitológicamente fascinado con Oriane de Guermantes:
La Sra. de Cambremer intentaba distinguir qué clase de atuendos llevaban las dos primas [la duquesa y la princesa de Guermantes]. Por mi parte, yo no dudaba que eran particulares de ellas, no sólo en el sentido en que la librea de cuello rojo o de solapa azul pertenecía en tiempos exclusivamente a los Guermantes y a los Condé, sino también como en el caso de un ave el plumaje, adorno de su belleza, pero también extensión de su cuerpo. El atuendo de aquellas dos señoras me parecía como una materialización nevosa o estmaltada de su actividad interior y las plumas que descendían de la frente de la princesa y el corsé deslumbrante y bordado de lentejuelas de su prima parecían tener, como los gestos que había yo visto hacer a la princesa de Guermantes y que correspondían -no me cabía duda- a una idea oculta, un significado que me habría gustado conocer, ser en cada una de ellas atributo suyo exclusivo: el ave del Paraíso me parecía tan inseparable de una como el pavo real de Juno; no me parecía que mujer alguna pudiera usurpar el corsé bordado de lentejuelas de la otra, como tampoco la égida, centelleante y a franjas, de Minerva. Y, cuando dirigía mis ojos a aquel palco de platea, mucho más que al techo del teatro, en el que había pintado frías alegorías, era como si hubiese visto, gracias al milagroso desgarramiento de los nubarrones habituales, la asamblea de los dioses contemplando el espectáculo de los hombre sbajo un toldo rojo, en un claro luminoso y entre dos pilares del cielo. (p.59)
Y, de repente...
...cuando (...) vi que una claridad los iluminaba: la duquesa, convertida de diosa en mujer y mil veces más hermosa -me pareció- de repente, alzó hacia mí la mano enguantada de blanco que tenía apoyada en el borde del palco, la agitó en señal de amistad y mis miradas se sintieron cruzadas por la incandescencia involuntaria y los fuegos de los ojos de la princesa, quien los había hecho entrar, sin que lo supiera, en conflagración con sólo moverlos para intentar ver a quién acababa de saludar su prima, y ésta, que me había reconocido, hizo llover sobre mí el resplandeciente chaparrón de su sonrisa. (p.60)
Un par de líneas en blanco señala la primera subsección del capítulo primero de El camino de Guermantes: la sección que sigue se nos propone centrada en Oriane.
Durante las horas en que -de flotar en mí por la misma razón que las imágenes de otras mujeres hermosas- pasó [el recuerdo del saludo y la sonrisa de Oriane ] poco a poco a una asociación única y definitiva -exclusiva de cualquier otra imagen femenina- con mis ideas novelescas tan anteriores a él, durante esas horas en las que lo recordaba mejor, debería haber reflexionado para saber exactamente en qué consistía, pero no conocía yo entonces la importancia que iba a cobrar para mí; era dulce sólo como una primera cita de la Sra. de Guermantes; durante las horas en que tuve el gozo de abrigarlo sin saber prestarle atención, dicho recuerdo iba a ser, sin embargo, muy encantador, pues a él volvían siempre -libremente, sin prisa, sin fatiga, sin la menor necesidad ni ansiedad- mis ideas de amor. (p.62)
Otro día, acababa de pasearme para arriba y para abajo por la calle durante horas sin ver a la Sra. de Guermantes, cuando de repente, en el fondo de una mantequería oculta entre dos palacetes en aquel barrio aristocrático y popular, se destacó el rostro confuso y nuevo de una mujer elegante a la que estaban enseñando unos quesitos blancos y, antes de qu ehubiese yo tenido tiempo de distinguirla, me alcanzó (...) la mirada de la duquesa; otra vez, al no haberla visto y oír las odce del mediodía, comprendí que no valía la pena seguir esperando y me dirigí tristemente de vuelta a casa y, absorto en mi decepción, advertí de pronto, al mirar sin ver un coche que se alejaba, que la seña con la cabeza hecha por aquella señora, cuyas facciones relajadas y pálidas o, al contrario, tensas y vivas componían, bajo un sombrero redondo debajo de un alto airón, el rostro de un extraño que me habían parecido no reconocer, era la Sra. de Guermantes, a cuyo saludo ni siquiera había contestado. Y a veces me la encontraba al volver a casa, en el rincón de la portería, donde el abominable portero, cuyas miradas investigadoras detestaba yo, estaba haciéndole grandes saludos y seguramente dándole también "informes". (p.64)
Y, como cabía esperarse...
Si no hubiese notado yo mismo que la Sra. de Guermantes estaba harta de encontrarme todos los días, lo habría notado indirectamente por el rostro rebosante de frialdad, reprobación o piedad de Françoise, cuando me ayudaba a prepararme para aquellas salidas matinales (...) Tal vez los sirvientes de la Sra. de Guermantes hubieran oído a su señora expresar su fastidio de encontrarme inevitablemente en su camino y hubiesen repetido sus palabras a Françoise... (p.65)

Páginas 49-58

El narrador, en el teatro, renueva -pese al desinterés con que entró a la sala- su admiración de la Berma:
...ahora, después de aquellos años de olvido, en aquel momento de indiferencia, se imponía -¡oh milagro!- con la fuerza de la evidencia a mi admiración. En otro tiempo, para intentar identificar dicho talento, descontaba yo en cierto modo de lo que oía el papel mismo, parte común a todas las actrices que interpretaban Fedra y que había estudiado previamente para poder substraerlo y recoger como residuo tan sólo el talento de la Sra. Berma, pero aquel talento que intentaba vislumbrar aparte del papel era una sola cosa con él. (p.49)
Al reflexionar sobre el tema, el narrador llega a algunas conclusiones:
..hemos llevado con nosotros las ideas de "belleza", "estilo elevado", "patetismo", que podríamos, si acaso, abrigar la ilusión de reconocer en la trivialidad de un talento, de un rostro, correctos, pero nuestra inteligencia atenta tiene ante sí la insistencia de una forma, de cuyo equivalente intelectual carece, cuya incógnita debe despejar. Oye un sonido agudo, una entonación extrañamente interrogativa. Se pregunta: "¿Es hermoso? ¿Es admiración lo que siento? ¿Es eso la riqueza del colorido, la nobleza, la fuerza?". Y lo que de nuevo le responde es una voz aguda, un tono curiosamente inquisitivo, la impresión despótica causada por una persona a la que no conocemos, totalmente material, y en la que no se deja espacio vacío alguno para la "amplitud de la interpretación". Por eso, las obras en verdad hermosas, si las escuchamos sinceramente, son las que más deben decepcionarnos, porque, en el respertorio de nuestras ideas, ninguna hay que corresponda a una impresión individual. (p.51)
Pero de pronto otra irrupción en la velada acapara la atención del narrador:
En el momento en que comenzó aquella segunda obra, miré hacia el palco de [la Princesa de Guermantes, quien] acababa de volver la cabeza (...) hacia el fondo del palco; los invitados estaban de pie, vueltos también hacia el fondo y, entre el doble seto que formaban, entró -con su seguridad y grandeza de diosa, pero con una dulzura desconocida debida a la fingida y risueña confusión de llegar tan tarde y hacer levantar a todo el mundo en plena representación- la duquesa de Guermantes, del todo envuelta en blancas muselinas. Fue derecha hacia su prima, hizo una profunda reverencia a un joven rubio sentado en primer afila y, tras volverse hacia los monstruos marinos y sagrados que flotaban en el fondo del antro, dio a aquellos semidioses del Jockey-Club (...) unos buenos días familiares de vieja amiga. (p.54)
Oriane de Guermantes, ahora, pasa a ser descrita en términos ya no sólo de "diosa" sino -como había sudecido con las chicas de Balbec- de una suerte de ave:
...En lugar de los maravillosos y suaves plumajes que de la cabeza de la princesa descendían hasta su cuello, en lugar de la redecilla de conchas y perlas, la duquesa llevaba en el pelo un simple airón, que, al dominar su nariz aguileña y sus ojos saltones, parecía las plumas de un ave. Su cuello y sus hombros salían de una ola nevosa de muselina azotada por un abanico de plumas de cisne, pero después el vestido (...) ceñía su cuerpo con precisión totalmente británica... (p.55)

viernes, 7 de diciembre de 2012

Páginas 39-48

Pese a su desencanto con la Berma y el teatro, el narrador asiste a una función gracias al regalo de un amigo de su padre. Apenas se acomoda en su lugar da paso al examen del público:
Junto a mí había personas vulgares y deseosas de mostrar -por no conocer en persona a los abonados- que podían reconocerlos y los nombraban en voz muy alta. Añadían que aquellos abonados acudían allí como a su salón, con lo que querían decir que no prestaban atención a las obras representadas, pero lo que sucedía era lo contrario. Un estudiante genial que ha comprado una butaca para ver a la Berma no piensa sino en no ensuciarse los guantes, no molestar, congeniar con el vecino que el azar le ha asignado, perseguir con sonrisa intermitente la mirada fugaz, eludir con expresión descortés la mirada con la que se ha cruzado de una persona conocida a la que ha descubierto en la sala y a la que, tras mil perplejidades, decide ir a saludar en el momento en que los tres toques, al resonar antes de que haya llegado hasta ella, lo obligan a escapar como los hebreos en el mar Rojo entre las agitadas olas de los epsectadores y las espectadoras a quienes ha hecho levantarse y cuyos vestidos desgarra o cuyos botines aplasta. En cambio, sólo las personas de la alta sociedad, precisamente porque estaban en sus palcos (...) como en saloncitos suspendidos de los que hubieran eliminado uno de los tabiques o en cafetines a los que hubiesen ido a tomar una bamba sin sentirse intimidados por los espejos con marcos dorados y los asientos rojos del establecimiento de tipo napolitano, precisamente porque dejaban reposar una mano indiferente en los fustes dorados de las columnas que sostenían aquel templo del arte lírico, precisamente porque no los conmovían los excesivos honores que les rendían -precía- dos figuras esculpidas que tendían palmas y laureles hacia los palcos, habrían tenido la inteligencia libre para escuchar la obra, si no hubieran carecido de ella. (pp.40-41)
Pronto el narrador se da cuenta de que entre los presentes está la princesa de Guermantes:
La princesa, como una gran diosa que preside de lejos los juegos de las divinidades inferiores, había permanecido -voluntariamente- un poco al fondo en un canapé lateral, rojo como una roca de coral, junto a una amplia reverberación vítrea que probablemente fuera un espejo y recordaba a una sección -perpendicular, obscura y líquida- practicada por un rayo en el deslumbrado cristal de las aguas. una gran flor blanca, a la vez pluma y corola, como ciertas floraciones marinas, vellosa como un ala, descendía de la frente de la princesa a lo largo de una de sus mejillas, cuya inflexión seguía con una agilidad coqueta, amorosa y viva y parecía encerrarla a medias, como un huevo rosado en la dulzura de un nido de alción (...) La belleza que la realzaba muy por encima de las otras hijas fabulosas de la penumbra no estaba del todo inscrita, material e inclusivamente, en su nuca, en sus hombros, en sus brazos, en su talle, pero la deliciosa e inacabada línea de éste era el punto exacto de partida, el esbozo inevitable de líneas invisibles (...) en las que el ojo no podía por menos de prolongarse. (pp.42-43)

jueves, 6 de diciembre de 2012

Páginas 29-38

La vida cerca de los Guermantes enriquece la experiencia del narrador en relación al mundo social de París:
La vida que se llevaba -suponía yo- en [el barrio parisino de clase alta Fabourg Saint-Germain] se derivaba de un venero tan diferente de la experiencia y me parecía haber de ser tan particular, que no habría podido imginar en las veladas de la duquesa la presencia de personas a quienes yo hubiera frecuentado en tiempos, personas reales, pues, al no poder cambiar súbitamente de naturaleza, habrían dicho en ella cosas análogas a las que yo conocía; sus interlocutores tal vez se hubieran rebajado a responderles en el mismo lenguaje humano y, durante una velada en el primer salón del Fauboug Saint-Germain, habría habido instantes idénticos a otros que yo había vivido: cosa imposible. Cierto es que mi alma se sentía violenta ante ciertas dificultades y la presencia del cuerpo de Jesucristo en la hostia no me parecía un misterio más obscuro que aquel primer salón del Faubourg situado en la ribera derecha y cuyos muebles oía remover por la mañana desde mi alcoba. Pero, aun siendo sólo ideal, la línea de demarcación que me separaba del Faubourg Saint-Germain, no por ello dejaba de parecerme más real; sentía yo perfectamente que el felpudo de los Guermantes, extendido al otro lado de ese Ecuador (...) era ya el Faubourg. Por lo demás, ¿cómo no iba a parecerme que su comedor, su galería obscura, con muebles cubiertos de felpa roja, que podía vislumbrar a veces po la ventana de nuestra cocina, presentaban el misterioso encanto del Faubourg Saint-Germain, formaban parte de él de forma esencial, estaban situados geográficamente en él, ya que ser recibido en aquel comedor era haber ido al Faubourg Saint-Germain?  (p.31)
Esa cercanía le permite, además, espiar la rutina del duque de Guermantes:
...por la mañana se afeitaba en camisón la barba junto a la ventana, bajaba al patio, según hiciera más o menos calor, en mangas de camisa, en pijama, con chaquetón escocés de color raro, de pelo largo, con chaquetones claros más cortos que el chaquetón, y hacía trotar delante de él, sujeto de la brida por uno de sus palafreneros, algún caballo nuevo que había comprado (...) Después de haber visto cómo trotaba solo un nuevo caballo, mandaba engancharlo, cruzar todas las calles vecinas, con el palafrenero corriendo a lo largo del coche y sujetando las riendas, haciéndolo pasar y volver a pasar por delante del duque, parado en la acera, de pie, gigantesco, enorme, vestido de claro, con un puro en l aboca, la cabeza alta y el monóculo curioso, hasta el momento en que saltaba al pescante, guiaba al caballo él mismo para probarlo y salía con el nuevo tiro a encontrarse con su amante en los Campos Elíseos. (p.33)
A la vez, el narrador repasa sus antiguas obsesiones y se da cuenta de que el teatro y la Berma, que antaño lo apasionaban, ahora le parecen totalmente carentes de interés:
...no concedía yo la menor importancia a (...) la posibilidad de ver a la Berma, quien unos años antes me había causado tanta agitación, y no sin melancolía comprobé mi indiferencia para con lo que en tiempos había preferido a la salud, al reposo. No es que fuera menos apasionado que entonces mi deseo de contemplar de cerca las preciosas parcelas de la realidad que vislumbraba mi imaginación, pero ésta ya no las situaba en la dicción de una gran actriz; después de mis visitas a Elstir, había trasladado a ciertos tapices, a ciertos cuadros modernos, la fe interior que había tenido en tiempos de esa interpretación, en aquel trágico arte de la Berma. (p.37)

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Páginas 19-28

Sigue el relato de la adaptación de Françoise al hotel de los Guermantes, en el que nos enteramos, además de más detalles de la personalidad de la amable señora.
Incluso cuando un proveedor o un sirviente venia a traernos un paquete, Françoise -al tiempo que aparentaba no ocuparse de él y se limitaba a indicarle con expresión distante una silla, mientras continuaba con su trabajo- aprovechaba tan hábilmente los instantes que aquél pasaba en la cocina esperando la respuesta de mi madre, que raras veces se marchaba sin la certeza, indestructiblemente grabada en él, de que "si no teníamos", era "porque no queríamos". Por lo demás, si tanto le interesaba propalar que teníamos dinero, que éramos ricos, no era porque la riqueza por sí sola, la riqueza sin la virtud, fuese para Françoise el bien supremo, pero la virtud sin la riqueza tampoco era su ideal. La riqueza era para ella como una condición necesaria de la virtud, a falta de la cual ésta carecía de mérito y encanto. Las separaba tan poco, que había acabado atribuyendo a cada una de ellas las cualidades de la otra, exigiendo cierto acomodo en la virtud, reconociendo algo edificante en la riqueza. (p.22)
En su conversación con los mandaderos descubre que uno de ellos conoce Combray y Méséglise; de inmediato se lanza a una catarata de elogios a su antigua patrona, la tía abuela del narrador:
...la Sra. Octave. ¡Ah! Una mujer muy santa, hijos míos, donde siempre había con qué y de lo mejorcito, una buena mujer, podés estar bien seguros, que, en punto a perdigones y faisanes, no le dolían prendas, que podías llegar a las cinco, a las seis, y no era carne lo que faltab aprecisamente y de primera calidad, además, y vino blanco y tinto, cuanto hiciese falta (...) Todo corría a su cargo, aunque la familia se quedara meses y años (...) ¡Ah! Os respondo que nadie se marchaba de allí con hambre. Como nos hizo ver muchas veces el señor cura, si hay una mujer que puede contar con ir junto a Dios Nuestro Señor, seguro y fijo que ha sido ella. Pobre señora, aún la oigo decirme con su vocecita: "Mire usted, Françoise, yo no como, pero quiero que esté tan bueno para todo el mundo como si yo comiese". Ya lo creo que no era para ella. Teníais que haberla visto, no pesaba más que un cucurucho de cerezas. No quería creerme, nunca iba al médico..." (p.27)


martes, 4 de diciembre de 2012

Páginas 9-18

La parte de Guermantes (un título que prefiero a El mundo de Guermantes, la opción del traductor de Alianza Editorial) comienza con la mudanza del narrador y su familia al hotel de los Guermantes. No está claro exactamente cuánto tiempo pasó desde el final de A la sombra de las muchachas en flor, y el libro comienza con los problemas de Françoise para adaptarse a la nueva morada. Pronto encontramos una reflexión sobre los nombres, que repasa buena parte de la relación del narrador con los Guermantes, con la idea de los Guermantes, con el nombre de los Guermantes:
A la edad en que los nombres, al ofrecernos la imagen de lo incognoscible que hemos vertido en ellos, nos obligan -en la medida misma en que designan también para nosotros un lugar real- a identificar uno con el otro, hasta el punto de que vamos a buscar en una ciudad un alma que no puede albergar, pero que ya no podemos expulsar de su nombre, y no sólo confieren -como las pinturas alegóricas- una individualidad a las ciduades y los ríos, no sólo esmaltan el universo físico con diferencias y lo pueblan de maravilla, sino también el social: entonces todo castillo, todo palacete o palacio famoso tiene su dama o su hada, como los bosques sus genios y sus divinidades las aguas (...) Sin embargo, si nos aproximamos a la persona real a la que corresponde su nombre, el hgada perece, pues el nombre comienza entonces a reflejar a aquélla, que nada alberga de ésta; si nos alejamos de la persona, el hada puede renacer, pero, si permanecemos junto a ella, muere definitivamente y con ella su nombre (...) Entonces el nombre (...) no es ya la tarjeta fotográfica de identidad a la que recurrimos para saber si conocemos, si debemos o no saludar, a una persona que pasa, pero, si una sensación de un año del pasado permite a nuestra memoria (...) hacernos oir ese nombre con el timbre particular que tenía para nuestro oído y en apariencia inalterado, sentimos la distancia que separa uno de otro los sueños que significaron sucesivamente para nosotros sus idénticas sílabas (...) Ahora bien, cada uno de los momentos que lo compusieron empleaba, al contrario (...) los colores de entonces que ya no conocemos y que de pronto me dejan arrobado otra vez, si, al haber recuperado -gracias a ese azar- el nombre de Guermantes por un instante, después de tantos años, el sonido -tan diferente del de hoy- que tenía para mí en el día de la boda de la Srta. Percepied, me restituye por ejemplo, aquel malva tan dulce, demasiado brillante, demasiado nuevo, que aterciopelaba la ahuecada chalina de la joven duquesa y (...) sus ojos iluminados con una sonrisa azul (...) Desde luego, qué forma se recortaría ante mis ojos en ese nombre de Guermantes, cuando mi nodriza -que seguramente ignoraba, tanto como yo hoy, en honor de quién había sido compuesta- me arrullaba con esa antigua canción -Gloria a la marquesa de Guermantes- o cuando -unos años después- el anciano mariscal de Guermantes se detenía en los Campos Elíseos y henchía a mi niñera de orgullo, al decir: "¡Qué niño más hermoso!" (...), es algo que no sé. Aquellos años de mi primera infancia ya no son parte de mí, sino exteriores a mí, sólo puedo conocerlos (...) por los relatos de otros. (pp.11-13)
Aquí parecería que el narrador nos presenta una hipótesis que distingue del nombre su "espíritu", su "hada", que podríamos pensarlo también como la idea y/o la emotividad que le va asociada; es la memoria involuntaria -como en el episodio de la magdalena- la que puede rescatar esa idea perdida en el pasado, cuando el nombre ya ha mudado de "espíritu" o se ha vaciado. La cosa lleva un nombre, por un lado, y luego desde el nombre se genera la idea o el "hada", que es nuestra manera de conocer a la cosa. Después, la historia comienza desde la más temprana infancia del narrador: el primer momento que ya conocemos mencionado, de todas formas, es el de la boda en que el narrador ve por primera vez a Oriane de Guermantes (Por el camino de Swann, páginas 186-187).

lunes, 3 de diciembre de 2012

Páginas 535-543

El final de A la sombra de las muchachas en flor. La temporada de verano se acerca a su fin y un día Albertine ya no está.
Albertine se marchó la primera, bruscamente, sin que ninguna de sus amigas pudiese comprender -ni entonces ni más adelante- por qué había vuelto de pronto a París, adonde no la reclamaban ni tareas ni distracciones. "Se ha marchado sin decir ni pío", mascullaba Françoise, quien deseaba, por lo demás, que nosotros hiciéramos lo mismo. (p.539)
Son largas tardes en el comedor del hotel, con pocos turistas alrededor. Ya al borde de la partida, al narrador le ofrecen, para el año siguiente, una habitación mejor, pero él prefiere reservar la misma:
El director me ofreció para el año siguiente habitaciones mejores, pero ya sentía apego a la mía, en la que había dejado de sentir, al entrar, el olor del espinacardo y cuyas dimensiones había acabado adoptando tan exactamente mi pensamiento, al que al principio tanto costaba elevarse, que, cuando hube de acostarme en París en mi antigua habitación, de techo bajo, me vi obligado a someterlo a un tratamiento inverso.
En efecto, habíamos tenido que abandonar Balbec, pues, como el frío y la humedad habían llegado a ser demasiado penetrantes, no podíamos permanecer por más tiempo en aquel hotel, desprovisto de chimeneas y calorífero. Por lo demás, olvidé casi inmediatamente aquellas últimas semanas. Lo que volví a ver casi invariablemente, cuando pensé en Balbec, fueron los momentos en que (...) mi abuela, por encargo del médico, me obligaba -todas las mañanas (...)- a permanecer acostado en la obscuridad. El director daba la orden de que no hicieran ruido en mi piso y velaba personalmente por su cumplimiento. Como la luz era demasiado intensa, mantenía cerradas durante el mayor tiempo posible las grandes cortinas violáceas que la primera noche me habían manifestado tanta hostilidad. Pero, como (...) no lograba ajustarlas exactamente, la obscuridad no era completa y dejaban difundirse sobre la alfombra como un escarlata deshojamiento de anémonas entre las cuales no podía por menos de ir a posar un instante mis pies descalzos. Y en la pared de enfrente de la ventana, parcialmente iluminada, había un cilindro de oro vertical, sin sostén alguno y que se desplazaba despacio como la columna luminosa que precedía a los hebreos en el desierto (...) Daban las doce del mediodía y por fín llegaba Françoise. Y, durante meses seguidos, en aquel Balbec que tanto había deseado yo, porque sólo lo imaginaba batido por la tormenta y perdido en las brumas, el buen tiempo había sido tan esplendoroso y tan fijo, que, cuando venía a abrirme la ventana, había podido siempre esperar encontrarme sin falta el mismo lienzo de sol plegado en el ángulo de la pared exterior y de un color inmutable que era, como signo del verano, menos emocionante que sombrío, como el de un esmalte inerte y facticio. Y mientras Françoise quitaba la spinzas de los montantes, retiraba las telas y abría las cortinas, el día estival que descubría parecía tan muerto, tan inmemorial, como una suntuosa y milenaria momia que nuestra vieja sirviente hubiera desfajado con precaución de todos sus paños, antes de hacerla aparecer embalsamada en su traje de oro. (pp.541-543)