A la evocación de la alcoba en el hotel siguen evocaciones de Balbec, y una vez más el tema del desencuentro entre lo que imaginamos de un lugar y lo que realmente encontramos cuando estamos allí:
Pero nada se parecía menos también al Balbec real que aquel con el que yo había soñado con frecuencia, en los días de tormenta, cuando el viento era tan fuerte, que Françoise, al llevarme a los Campos Elíseos, me recomendaba no caminar demasiado cerca de las paredes para que no me cayeran tejas en la cabeza (...) No había cosa que deseara yo tanto como ver una tormenta en el mar, menos como un espectáculo hermoso que como un momento revelado de la vida real de la naturaleza, o, mejor dicho, para mí no había otros espectáculos hermosos que los que no estaban -lo sabía- organizados artificialmente para darme placer, sino que eran necesarios, inalterables: las bellezas de los paisajes o del gran arte. Sólo sentía curiosidad, avidez, por conocer lo que consideraba más verdadero que yo mismo, lo que tenía para mí el valor de mostrarme un poco del pensamiento de un gran genio o de la fuerza o la gracia de la naturaleza, tal como se manifiesta a sí misma, sin la intervención de los hombres. (p.402).Aquí el narrador incorpora las palabras de Legrandin sobre Balbec, pero curiosamente difieren de las ya citadas, como si se tratara de un juego de variaciones recurrente en el personaje:
"En ellas sentimos aún bajo nuestros pasos", decía Legrandin, "mucho más que en el propio Finiestère -y aun cuando ahora se superpusieran a ellas hoteles sin poder modificar la más antigua osamente de la tierra-, el antiguo fin de la tierra francesa y europea, de la tierra antigua. Y es el último campamento de pescadores, semejantes a todos los que han vivido desde el comienzo del mundo, frente al reino eterno de las nieblas del mar y las sombras" (p.402-403).Es interesante comparar este párrafo con el que encontramos en las páginas 140-149, cuando Legrandin habla de ""...¡Balbec! La más antigua osamenta geológica de nustro suelo, en verdad Ar-Mor, el Mar, el fin de la tierra, la región maldita que Anatole France -un encantador al que debería leer nuestro amiguito- tan bien describió, bajo sus eternas brumas, como el verdadero país de los Cimerios en la Odisea..." (p.141). Vemos que todos los elementos de la evocación que encontramos en las primeras páginas de "Nombres de países: el nombre" están también presentes en el otro rincón del libro: la idea de "osamenta geológica", el "fin de la tierra" y las nieblas o "brumas".
También reaparece Swann, que evoca la iglesia de Balbec y sus particularidades arquitectónicas: "La iglesia de Balbec, de los siglos XII y XIII, a medias románica aún, tal vez sea la más curiosa muestra del gótico normando y tan singular, que parece arte persa" (p.403).
El narrador imagina a los pescadores invocados por Legrandin viviendo en aquella Edad Media, "agrupados en un punto de las costas del Infierno, a los pies de los farallones de la muerte". Sin embargo, en lugar de visitar el balneario en la costa, los padres del narrador deciden pasar las vacaciones en Italia. "A aquellos sueños de tormenta que (...) me habían colmado substituía de pronto en ´mi (...) el sueño contrario de la primavera más esmaltada" (p.404).
Venecia será un centro de futuras secciones del libro, como también Balbec, pero por ahora tenemos que:
...si bien esos nombres [Balbec, Venecia, Florencia] absorbieron por siempre jamás la imagen que yo tenía de esas ciudades, lo hicieron transformándola, sometiendo su reaparición en mi a sus propioas leyes, con lo que la volvieron más hermosa -pero también más distinta- de lo que podían ser en realidad las ciudades de Normandía o Toscana... (p.405)El narrador pasa a hablar de los nombres, no de los lugares. Su mundo se ha expandido, pero antes que nada tiene la imaginación que ciertas palabras ("nombres de países: el nombre", recordemos) despiertan en su mente:
¿Cómo elegir -lo mismo que entre individuos, que no son intercambiables- entre Bayeux, tan alta en su noble encaje rojizo y cuyo pináculo iluminaba en viejo oro de su última sílaba: Vitré, cuyo acento agudo cubría con rombos de madera negra la vidriera antigua; el dulce Lamballe, cuyo blanco oscila entre el ocre cáscara de huevo y el gris perla; Coutances, catedral normanda, cuya desinencia, gruesa y amarilleante, la corona con una torre de mantequilla; Lannion, con el ruido, en su silencio aldeano, del coche seguido de la mosca; Questambert, Pontoroson, risibles e ingenuos, plumbas blancas y picos amarillos desparramados por la carretera de aquellos lugares fluviales y poéticos; Benodet, nombre apenas amarrado que parece arrastrar el río por entre sus algas; Pont-Aven, elevación blanca y rosa del ala de una cofia ligera que se refleja temblando en un agua verdecida de canal; Quimperlé, con mejor sujeción, y desde la Edad Media, entre los arroyos con los que susurra y se adorna en un gris parecido al que dibujan -a traves de las telas de araña de una vidriera- los rayos de sol convertidos en puntas romas de plata bruñida?
Aquellas imágenes eran falsas por otra razón; es que estaban muy simplificadas; seguramente había yo encerrado en el refugio de los nombres aquello a lo que aspiraba mi imaginación y que mi sentidos tan sólo percibian -incompleto y desapacible- en el presente; seguramente porque había yo acumulado sueños en ellos... (p.407)
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