viernes, 12 de octubre de 2012

Páginas 17-26

En estas páginas reaparece el tema de la enfermedad del narrador. El médico le recomienda a sus padres que no le permitan ir al teatro a ver a la Berma, y cabe pensar, una vez más, que el trastorno que aqueja a nuestro protagonista es de índole nerviosa. De todas formas, él insiste, y sus padres, al ver lo importante que le resulta el teatro, lo dejan a su elección:
...cuando aquel día de teatro, hasta entonces prohibido, ya sólo dependió de mí, me pregunté por primera vez -al no tener que ocuparme de que dejara de ser imposible- si era deseable, si no deberían haberme hecho renunciar a ella otras razones distintas de la prohibicion de mis padres. Primero, tras haber detestado su crueldad, su consentimiento me los volvía tan queridos, que la idea de causarles pena me la causaba a mí mismo, con lo que ya no me parecía objetivo de la vida la verdad, sino el cariño... (p.20)
 Eventualmente el narrador decide ir, y lo acompaña su abuela. Sin embargo, la función de inmediato lo desconcierta.
...El personaje de Fedra no aparece en ese comienzo del segundo acto y, sin embargo, desde que se alzó el telón y se retiró otro de terciopelo rojo, que desdoblaba la profundidad del escenario en todas las obras en las que actuaba la estrella, entró por el fondo una actriz de rostro y voz como los de la Berma, según me los habían descrito. Debían de haber cambiado el reparto, toda la atención que yo había puesto para estudiar el papel de la mujer de Teseo resultaba inútil. Pero otra actriz dio réplica a la primera. Debía de haberme equivocado al considerarla la Berma, pues la segunda se le parecía aún más y tenía -más que la otra- su dicción. Por lo demás, las dos añadían a su papel gestos nobles (...) y también entonaciones ingeniosas (...) que me hacían comprender el significado de un verso leído en casa sin prestar demasiada atención a lo que quería decir. Pero de repente, al apartarse el telón rojo dle santuario, como en un bastidor, apareció una mujer y al instante (...) comprendí que las dos actrices a las que admiraba desde hacía unos minutos no presentaban semejanza alguna con aquella a quien había ido a ver. Pero, al mismo tiempo, todo mi placer había cesado; ya podía clavar mis ojos en la Berma, aguzar los ojos, los oídos, la mente, para que no se me escapara nada, que no conseguía recoger ni una migaja de las razones que me daría para admirarla. Ni siquiera podía distinguir en su dicción y en su arte (...) entonaciones ingeligentes, gestos hermosos. La escuchaba como si estuviera leyendo Fedra o como si la propia Fedra hubiese dicho en aquel momento las cosas que yo oía, sin que el talento de la Berma pareciera haberles añadido nada (pp.24-25)
Toda esta secuencia puede leerse como parte de la gran línea -que atraviesa la novela- de desilusiones entre lo que el narrador había imaginado y lo que encuentra eventualmente en la realidad. Ese tema, de hecho, es explorado en En busca del tiempo perdido casi en todas partes, bajo la forma de variaciones y ciclos de variaciones. 

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