viernes, 31 de agosto de 2012

páginas 40-49

Aquí aparece uno de los núcleos más intensos de En busca del tiempo perdido. Swann se ha ido y la madre del narrador sube las escaleras de la casa; su hijo, que no ha podido vencer la angustia de irse a dormir sin el ansiado beso de las buenas noches, sale de su cuarto para esperarla. "Que no te vea tu padre, esperando como un loco", le dice, y él se esfuerza por contener las lágrimas. Curiosamente, el padre (que "como no tenía principios... tampoco tenía, hablando propiamente, intransigencia") decide que ha encontrado demasiado "nervioso" a su hijo y que, por tanto, lo mejor sería que la madre le haga compañía esa noche. Es, por supuesto, lo que el narrador deseaba; pero las lágrimas siguen, y aquí viene un pasaje inolvidable:

Hace muchos años de aquello. Hace mucho que no existe la muralla de la escalera, por la que vi subir el reflejo de su vela [de la madre]. También en mí se han destruido muchas cosas que, según creía, habían de durar siempre y se han erigido otras nuevas y han engrado penas y alegrías nuevas que no habría yo podido prever entonces, así como las antiguas se me han vuelto difíciles de comprender. Hace mucho tiempo también que mi padre ha cesado de poder decir a mamá "vete con el niño". La posibilidad de tales momentos jamás renacerá para mí. Pero desde hace poco empiezo de nuevo a percibir muy bien -si presto oídos- los sollozos que tuve fuerzas para contener delante de mi padre y que no estallaron hasta encontrarme sólo con mamá. En realidad, nunca han cesado y sólo porque ahora la vida se calla más a mi alrededor los oigo de nuevo, como esas campanas de conventos, tan bien cubiertas por los ruidos de la ciudad durante el día, que parecen haber callado, pero vuelven a tañer en el silencio de la noche. (p.44)

La imagen es insuperable. Los llantos cubiertos por el mundo. Todo lo que contará el libro, entonces, cubrirá esas lágrimas incesantes. Pero el pasaje sigue. Se nos cuenta que la madre también lloró, ligeramente, y que al descubrir que su hijo se daba cuenta optó por romper la tensión abriendo unos libros que iban a serle regalados al narrador el día de su santo. Entre ellos, François le champi, cuyo protagonista termina casándose con su madre adoptiva. El tema edípico, central a esta sección del libro, aparece aludido con gran claridad. En cualquier caso, el narrador debería estar feliz: no sólo logró que su madre le diera un beso de las buenas noches dado por perdido sino que, además, pasarán la noche juntos. Sin embargo...

Debería haberme sentido feliz, pero no lo estaba. Me parecía que mi madre acababa de hacerme una primera concesión que debía resultarle dolorosa, que se trataba de una primera renuncia por su pate al ideal que había concebido para mí y que por primera vez se confesaba -ella, tan valiente- vencida. Me parecía que, si acababa yo de conseguir una victoria, había sido contra ella, que había conseguido -como podrían haberlo hecho la enfermedad, ciertas penas o los años- debilitar su voluntad y doblegar su ánimo y que aquella noche comenzba una nueva era y quedaría como una fecha triste (...) Cierto es que el hermoso rostro de mi madre brillaba aún con la juventud aquella noche (...) pero (...) me parecía que con una mano impía y secreta acababa yo de trazar en su alma una primera arruga y hacer aparecer en ella un primer cabello blanco. (p.46)

Esa culpa secreta se propagará por la vida del narrador, unida a las lágrimas que serán el fondo casi inaudible de su vida. Un arco se abre aquí en En busca del tiempo perdido, con el otro extremo en La fugitiva y El tiempo recobrado: esta escena con la madre marca el contorno más amplio de la novela.

jueves, 30 de agosto de 2012

páginas 30-39

Las visitas de Swann tienen una importante consecuencia: la madre del narrador no lo visita en su cuarto para desearle las buenas noches con un beso. La poderosa rutina que se vive en Combray enfrenta esta irrupción; el narrador mueve todos los recursos de su voluntad para pensar que al día siguiente todo volverá a la normalidad y no habrá motivo para preocuparse, pero la ansiedad es más fuerte. Sale a la luz aquí, por supuesto, el tema edípico: el narrador habla del enamorado al que el objeto de su deseo le resulta inaccesible y hace lo imposible por enviarle mensajes, tantas veces sin éxito alguno. Swann, dice, pasó por una situación similar. Esto también apuntala la idea de la historia de Swann como premonición (o "modelo a escala", por seguir una analogía ya usada en esta lectura) de lo que más adelante nos contará el narrador.

...ahora bien, como supe más adelante, una angustia similar fue durante muchos años el tormento de su vida [la de Swann] y tal vez nadie habría podido comprenderme tan bien como él: a él esa angustia que inspira sentir a la persona amada en un lugar del placer en el que no estamos, en el que no podemos reunirnos con ella, se la hizo experimentar el amor, al que está en cierto modo predestinada, por el cual será acaparada, especializada, pero, cuando, como en mi caso, esa angustia ha entrado en nosotros antes de que el amor haya hecho su aparición en nuestra vida, flota entretanto, imprecisa y libre sin destino determinado, al servicio un día de un sentimiento y al siguiente otro: ora de la ternura filial ora de la amistad por un compañero (p.38).

miércoles, 29 de agosto de 2012

páginas 20-29

En estas diez páginas es nombrado por primera vez Swann, un personaje fundamental de la novela, que pronto -en el capítulo "Un amor de Swann"- recibirá más atención que cualquier otro (con la excepción del narrador, por supuesto) y configurará una suerte de antecedente o premonición de acontecimientos narrados mucho más adelante (introduciendo, de hecho, el tema de los celos, una de las líneas fundamentales de la novela).
Se nos habla del padre de Swann, amigo cercano del abuelo del narrador, y de su curiosa manera de reaccionar a la muerte de su esposa. Swann hijo "hereda" la amistad con la familia del narrador, y los visita asiduamente en la casa de Combray. A la vez, Swann está vinculado a la más alta aristocracia parisina, cosa que ignoran los padres y abuelos del narrador; la abuela, de hecho, descubre un día que una conocida suya -la señora de Villeparisis, de la que más adelante sabremos que es marquesa y tía de Charlus, otro de los grandes personajes de la novela- conoce a Swann y lo tiene en alta estima, presentándolo de paso como "amigo de sus sobrinos" (los futuros duque de Guermantes, barón de Charlus y condesa de Marsantes). Swann, entonces, aparece como un pequeño misterio; se lo describe como un hombre que rehuye las conversaciones "serias" o "profundas" (lo cual le hace merecer el menosprecio de las tías del narrador) y como una especie de tonto simpático, pero pronto aparecen los secretos de su vida social, de sus amistades, y el personaje -que había sido delineado hábilmente en pocas páginas- empieza a volverse más complejo, casi como si hiciera convivir dentro de sí dos elementos contradictorios que reclaman más páginas para su solución; así, el pequeño "segmento Swann" del primer capítulo del libro proliferará -en "Un amor de Swann- en una larga sección, una verdadera novela-dentro-de-la-novela.
En cuanto a la cronología, uno de los elementos más importantes de la sección "Combray" es que carece de pistas claras con respecto a la edad del narrador; su infancia aparece extendida sobre el espacio de la narrativa como el mapa de un estado mental, como una suma de tiempos. La verdadera linealidad de la novela aparece más adelante, pasada la adolescencia del narrador; el tiempo más tedioso, más minucioso, de los volúmenes tres y cuatro, aquí es remplazado por una suerte de atemporalidad, una pequeña eternidad que abarca múltiples capas del pasado.
Otro elemento interesante es que los hechos contados en las primeras páginas, es decir esa época -anterior al acto enunciador de la narrativa- en que el narrador "se acostaba temprano", tampoco pueden incorporarse fácilmente en una cronología. Los últimos años de la vida del narrador, entonces, están presentados dentro de la misma bruma que difumina los primeros. En busca del tiempo perdido, por tanto, puede ser representada como una complicada imagen circular de bordes muy desenfocados, que sólo va ganando precisión y definición en dirección a su centro.
La página 26 incluye este pasaje maravilloso:

Pero incluso desde el punto de vista de las cosas más insignificantes de la vida, no somos un todo materialmente construido, idéntico para todo el mundo y sobre el que cada cual pueda informarse como sobre un pliego de condiciones o sobre un testamento; nuestra personalidad social es una creación de los pensamientos de los demás.

martes, 28 de agosto de 2012

Páginas 9-19

Ante todo debo aclarar que estoy usando para este blog la edición de la editorial Debolsillo, traducida por Carlos Manzano. La versión que más he recorrido desde la primera vez que leí Por el camino de Swann ("Por la parte de Swann", propone esta traducción) es, sin embargo, la de Alianza, traducida por Pedro Salinas. Es inevitable que ciertas construcciones verbales permanezcan en la memoria y demanden el status de verdaderas o incluso únicas; al encontrar otras surge una sensación de extrañeza, muchas veces incluso de desagrado. El comienzo del libro traducido por Salinas, por ejemplo, "mucho tiempo he estado acostándome temprano", me parece considerablemente mejor que la opción de Manzano, "Durante mucho tiempo, me acosté temprano", que suena como una piedra empujada que falla en transmitir su movimiento a otra piedra. El original en francés, de hecho, tiene un ritmo diferente: "Longtemps, je me suis couché de bonne heure". No puedo evitar sentir que mi opción favorita -entre las tres- es la de Salinas.
A lo largo de las primeras diez páginas de Por el camino de Swann encontramos al narrador en la cama. Se nos ofrece una intrincada textura verbal que construye sus sensaciones ante la inminencia del sueño o ante un despertar repentino. A veces, leemos, tras un sueño especialmente profundo despertamos sin saber dónde estamos, sin saber, incluso, quienes somos. Aquí Proust parece hilar más fino -e ir más profundo- que cualquier otro narrador: su construcción de una consciencia es inigualable. Las palabras desmenuzan la sensación de ser, del yo, trasmutada (destruida y vuelta a reconstruir, como en un procedimiento alquímico) en palabras con las que comienza a erigirse la gran catedral de la memoria. A veces, sigue el narrador, desfilan ante nuestros ojos -en esas noches en que despertamos a deshoras- las habitaciones en las que hemos dormido en diferentes etapas de nuestra vida; escenas futuras de En busca del tiempo perdido son invocadas aquí, como si se ofreciera un pequeño modelo a escala de la novela.
Hace muchos años, cuando empecé a estudiar de cerca a Proust (luego dejé de hacerlo con esa concentración) con propósitos académicos, escribí una monografía sobre la cualidad "fractal" (el "modelo fractal", creo que lo llamé) de En busca del tiempo perdido. En los fractales, el mismo patrón (la misma complejidad) es construido en todas las escalas, de modo que cada parte incluye una imagen del todo; si seguimos la línea de comparación novela-catedral tan consagrada por la crítica (Malcolm Bowie, por ejemplo, en su excelente Proust entre las estrellas), las primeras páginas de Por el camino de Swann nos ubican a escasos metros de la puerta principal: estamos ante un gran edificio y, sorprendidos, encontramos que antes de ingresar podemos demorarnos un momento en contemplar un modelo a escala, una pequeña maqueta de esa gigantesca construcción que pretendemos explorar.
El comienzo de En busca... concentra tantos hallazgos y felicidades verbales que es fácil deslumbrarse o incluso saturarse, y seguir leyendo con los sentidos adormecidos. En esta relectura que comencé anoche, mi primera supernova verbal fue la frase "alcobas de verano en las que nos gusta estar unidos a la tibia noche" (Salinas traduce "cuartos estivales donde nos gusta no separarnos de la noche tibie", que, me parece, no resulta tan fascinante). Es inevitable no evocar noches del pasado (quizá con el aire cargado de electricidad estática, esa ilusión de que algo está por suceder, quiza, si no veraniegas, un poco más calurosas de lo esperable en la época del año en cuestión, esa ilusión de singularidad, de anomalía, de irrupción, incluso de extrañeza) en que se sintió que la vida estaba dispersa allí afuera, aguardando, y que si se estaba adentro de todas formas -con cierta resignación- se podía soñar un puente, una manera de seguir conectado.
También en estas diez primeras páginas se introduce una escena de la infancia del narrador: sus padres le habían regalado una linterna mágica, que proyectaba sobre las formas de su cuarto el relato de las desventuras de Genoveva de Brabante, una suerte -podemos pensar- de comic luminoso y aéreo.