miércoles, 16 de enero de 2013

Páginas 389-398

Oriane, repentinamente, empieza a tratar de otra manera al narrador.
Pero, si bien me sorprendía la modificación que se había producido en ella para conmigo, ¡cuánto más lo hacía ver en mí una mucho mayor para con ella! ¿Acaso no había habido un momento en que yo sólo recuperaba la vida y las fuerzas, si (...) había buscado a alguien gracias al cual me recibiera ella y, después de aquel primer gozo, siguieran muchos otros para mi corazón, cada vez más exigente? La imposibilidad de encontrar algo al respecto había sido la que me había hecho trasladarme a Doncières para ver a Robert de Saint-Loup. Y ahora me sentía agitado por las consecuencias resultantes de una carta de éste, pero en relación con la Sra. de Stermaria y no con la de Guermantes. (p.392)
De inmediato la narración cambia de tema:

Añadamos, para acabar con aquella velada, algo sucedido en ella y desmentido unos días después, que no dejó de asombrarme, me enemistó por un tiempo con Bloch y constituye en sí una de las curiosas contradicciones cuya explicación veremos al comienzo del próximo volumen de esta obra. Así, pues, en casa de la Sra. de Villeparisis, Bloch no cesó de alabarme la expresión de amabilidad del Sr. de Charlus, quien, cuando se lo encontraba en la calle, lo miraba a los ojos como si lo conociese, deseara conocerlo, supiese muy bien quién era. Al principio sonreí, pues Bloch se había expresado con mucha violencia en Balbec sobre el mismo Sr. de Charlus, y pensé simplemente que Bloch, a semejanza de su padre con Bergotte, conocía al barón "sin conocerlo" y lo que consideraba una mirada amable era una distraída, pero, al final, Bloch expresó tantas precisiones y pareció tan seguro de que en dos o tres ocasiones el Sr. de Charlus había querido abordarlo, que, recordando haber hablado de mi amigo al barón, quien precisamente me había hecho -de vuelta de una visita en casa de la Sra. de Villeparisis- diversas preguntas sobre él, supuse que Bloch no mentía, que el Sr. de Charlus se había enterado de su nombre, de que era amigo mío, etc. Por eso, un tiempo después, en el teatro pedí al Sr. de Charlus permiso para presentarle a Bloch y, ante su aquiescencia, fui a buscarlo, pero, en cuanto el Sr. de Charlus lo vio, un asombro al instante reprimido se dibujó en su rostro, en el que quedó substituido por una furia fulgurante. No sólo no ofreció la mano a Bloch, sino que, todas las veces que éste le dirigió la palabra, le respondió con la expresión más insolente y voz irritada e hiriente. De modo que Bloch, quien, según decía, no había recibido hasta entonces sino sonrisas del barón, creyó que yo, en lugar de recomendarlo, lo había hecho quedar mal en la breve conversación en la que, sabedor del gusto del Sr. de Charlus por los protocolos, le había yo hablado de mi amigo antes de llevarlo ante él. Bloch se separó de nosotros, derrengado como quien ha querido montar un caballo listo todo el tiempo para desbocarse o nadar contra las olas que lo rechazan sin cesar hacia los guijarros, y estuvo seis meses sin hablarme. (pp.393-394)
La referencia al "próximo tomo" remite a Sodoma y Gomorra, donde pasará al frente el tema de la homosexualidad, posible explicación -hasta donde sabemos pasados tres cuartos de El lado de Guermantes- para la extraña conducta de Charlus.
El narrador pasa a contarnos sus fantasías con la Sra. de Stermaria, que pronto podrán -o no- ser cumplidas.

Páginas 379-388

a reaparición de Albertina no deja de asombrar al narrador, quien ha encontrado un continente nuevo para explorar:
Por lo demás, las ideas sociales de Albertine eran auténticos disparates. Consideraba a los Simonnet con dos n inferiores no sólo a los Simonet con una sola n, sino también a todas las personas posibles. Que alguien tenga el mismo nombre que nosotros, sin ser de nuestra familia, es una razón poderosa para desdeñarlo. Cierto es que hay excepciones. Puede ocurrir que dos Simonnet (...) intenten, al ver que se llaman igual, averiguar con amabilidad recíproca -y sin resultado- si tienen algún lazo de parentesco, pero se trata de una simple excepción. Muchos hombres son poco honorables, pero lo ignoramos o lo pasamos por alto. Ahora bien, si la homonimia hace que nos entreguen cartas a ellos destinadas, o viceversa, comenzamos sintiendo desconfianza, con frecuencia justificada, respecto de lo que valen. Si nos hablan de ellos, tememos confunsiones, las prevenimos con una mueca de desagrado. Al leer nuestro nombre -que llevan ellos- en el periódico, nos parece que lo han usurpado. Los pecados de los demás miembros del cuerpo social nos resultan indiferentes. Los atribuimos aún más a nuestros homónimos. El odio que sentimos para con los otros Simonnet es tanto mayor cuanto que no es individual, sino que se transmite hereditariamente. (pp.379-380)
Poco después encontramos una interesante alusión a una antigua conversación con la madre del narrador, en la que nos enteramos de que...
...Su vista [la de Oriane de Guermantes] ya no me causaba la menor turbación. Cierto día, mi madre, al decirme -al tiempo que me imponía las manos en la frente (...)-: "No sigas con tus salidas para ver a la Sra. de Guermantes, que eres el hazmerreír de la casa. Por lo demás, ya ves lo malita que está tu abuela, por lo que tienes cosas más serias por hacer que apostarte en el camino de una mujer que se burla de tí", me había despertado de repente (...) de un sueño demasiado largo. El día siguiente había estado dedicado a dar una última despedida a aquella enfermedad, a la que renunciaba... (p.382)

Páginas 369-378

La reaparición de Albertine. El narrador fácilmente se la lleva a la cama, aprovechando la ausencia de sus padres en el hotel. A partir de allí reflexiona:
...Había yo entendido que noe ra posible tocarla, besarla, que sólo se podía hablar con ella, que para mí era tan poco una mujer como las de jade (...) son uvas y, mira por donde, en un tercer plano me parecía real, como en el segundo conocimiento que había tenido de ella, pero fácil como en la primera: fácil tanto y más deliciosamente cuanto que yo había creído durante mucho tiempo que no lo era. Mi exceso de conocimiento de la vida -de la vida menos unida, menos simple de lo que yo había creído en un principio- acababa provisionalmente en el agnosticismo. ¿Qué podemos afirmar, puesto que lo que habíamos creído probable al principio había resultado falso a continuación y resulta en tercer lugar verdadero? (Y no habían acabado -¡ay!- mis descubrimientos sobre Albertine) (p.372)
Este fragmento es especialmente interesante, en tanto parece ir a contrapelo de cierta vocación "científica" o "psicológica" de la novela, basada en la posibilidad de establecer un conocimiento -más o menos positivo- de las acciones humanas y sus motivaciones. La reaparición de Albertine, entonces, le permite al narrador volver a intentar conocer, aunque, a la vez, se nos hace una advertencia, se nos dice que todavía faltan ciertos descubrimientos. Terminada la novela, esos "descubrimientos" cierran la imagen de Albertine, nos hacen "conocerla"? ¿O devuelven al lector a la conciencia de ese "agnosticismo"? Creo que la pregunta queda abierta.

jueves, 10 de enero de 2013

Páginas 359-368

La sra. de Stermaria le fue presentada al narrador por Robert:
...yo me había sentido tanto más perturbado por la carta que Saint-Loup me había escrito desde Marruecos cuanto que entre líneas leía que no se había atrevido a escribir más explícitamente. "Puedes invitarla perfectamente a un reservado [a la sra. de Stermaria]", me decía. "Es una joven encantadora, de un caracter delicioso, os entenderéis perfectamente y estoy seguro de antemano de que pasarás una velada excelente." Como mis padres volvían al final de la semana, el sábado o el domingo, y después me vería obligado a cenar todas las noches en casa, me apresuré a escribir a la Sra. de Stermaria para proponerle el día que ella deseara, hasta el viernes. (pp.359-360)
Finalmente resulta que antes del encuentro con la Sra de Stermaria el narrador recibe la visita de una vieja conocida nuestra:
De repente, sin que hubiera yo oído el timbre, Françoise fue a abrir la puerta e introdujo a Albertine, quien entró sonriente, silenciosa, llenita, con la plenitud de su cuerpo cargada de los días pasados en aquel Balbec al que no había yo vuelto más, preparados para que siguiera yo viviéndolos, dirigidos hacia mí. No cabe duda de que, siempre que volvemos a ver a una persona con la que nuestras relaciones -por insignificantes que sean- resultan haber cambiado, es como una confrontación de dos épocas. No es necesario para ello que una antigua amante venga a vernos como una amiga, basta con la visita a París de alguien a quien conocimos en la cotidianeidad de determinada clase de vida y que dicha vida haya cesado, aunque fuera tan sólo hace una semana. En cada rasgo risueño, inquisitivo y molesto del rostro de Albertine, podía yo deletrear estas preguntas: "¿Y la Sra. de Villeparisis? ¿Y el profesor de danza? ¿Y el pastelero?". Cuando se sentó su espalda pareció decir: "¡Caramba! Aquí no hay acantilado, ¿me permites que me siente, de todos modos, cerca de ti, como habría hecho en Balbec?" Parecía una maga que me presentaba un espejo del tiempo. (pp.360-361)

Páginas 349-358

El primer capítulo de la segunda parte de la novela termina con la impresionante escena de la muerte de la abuela:
Al pie de la cama, convulsionada por todos los hálitos de aquella agonía, sin llorar, pero a veces empapada en lágrimas, mi madre tenía la aflicción sin pensamiento de un follaje azotado por la lluvia y agitado por el viento. Me hicieron secarme los ojos antes de ir a besar a mi abuela (...) Cuando mis labios la tocaron, las manos de mi abuela se agitaron, un largo estremecimiento recorrió todo su cuerpo, ya fuera un reflejo o que ciertas ternuras tengan su hiperestesia, que a través del velo de la inconsciencia reconoce lo que apenas si necesitan los sentidos para amar. De repente mi abuela se irguió a medias, hizo un esfuerzo violento, como quien defiende su vida. Françoise no pudo resistir aquella vista y estalló en sollozos. Al recordar lo que había dicho el médico, quise hacerla salir de la alcoba. En aquel momento, mi abuela abrió los ojos. Me precipité sobre Françoise para ocultar su llanto, mientras mis padres hablaran a la enferma. El ruido del oxígeno se había apagado, el médico se alejó de la cama. Mi abuela había muerto.
Unas horas después, Françoise pudo por última vez peinar -y sin hacerlo sufrir- aquel hermoso pelo apenas grisáceo y que hasta entonces había parecido de menos edad que ella, pero ahora, era el único que imponía, al contrario, la corona de la vejez en aquel rostro de nuevo joven, del que habían desaparecido las arrugas, las contracciones, las hinchazones, las tensiones, los repliegues, que desde hacía tantos años le había añadido el sufrimiento. Como en los lejanos tiempos en que sus padres le habían elegido un esposo, tenía las facciones delicadamente trazadas por la pureza y la sumisión, las mejillas que brillaban con casta esperanza, un sueño de felicidad, de alegría inocente incluso, que los años habían destruido poco a poco. Al retirarse, la vida acababa de llevarse las desilusiones de la vida. Una sonrisa parecía posada en los labios de mi abuela. En aquel lecho fúnebre, la muerte, como el escultor de la Edad Media, la había acostado bajo la apariencia de una muchacha. (pp.333-334)
La intensidad de este pasaje no deja de asombrarme a cada relectura. Cuando leemos "como en los lejanos tiempos en que sus padres..." es imposible no sentir un escalofrío: la vida completa de la abuela parece asomarse allí, como en una recapitulación que apenas llega, o que llega sólo lo necesario, que se asoma y nada más, para que la adivinemos. "Al retirarse, la vida acababa de llevarse las desilusiones de la vida" es magistral, y el final ("en aquel lecho fúnebre..." vuela los límites de todas las escalas.
Aquí aparece también otra pista cronológica. La enfermedad de la abuela duró "años"; probablemente, entonces, entre el retorno del narrador del cuartel de Robert de Saint-Loup y esta escena final medien como mínimo un par de años.

El capítulo segundo (que en esta edición incluye un resumen argumental) comienza no mucho tiempo después de la muerte y el funeral de la abuela; el luto ya ha sido abandonado, pero la madre del narrador espera de este (sin obligarlo) que mantenga cierto perfil bajo a la hora de salir a vivir la vida nocturna parisina. En este pasaje se dice, al pasar, que el mundo de los clubes nocturnos de Doncières -a los que el narrador asistía con Saint-Loup- está "unos años" atrás, lo cual confirma la sospecha de la duración de la enfermedad de la abuela. Es fascinante, entonces, que, cerca de su mitad, El lado de Guermantes, que dedica 100 páginas a las pocas horas que dura la velada en casa de la Sra. de Villeparisis, comprima por lo menos 2 años en 20 páginas.
Sin querer contrariar del todo a su madre, el narrador se prepara para recibir una vista: la Sra. de Stermaria; y pronto descubriremos quién se esconde bajo ese nombre.

lunes, 7 de enero de 2013

Páginas 339-348

La enfermedad de la abuela avanza:
Hubo un momento en que los trastornos de la uremia afectaron a los ojos de mi abuela. Durante unos días, no pudo ver nada. Sus ojos no eran en modo alguno los de un ciego y seguían siendo los mismos. Y sólo por la extrañeza de cierta sonrisa de acogida que ponía en cuanto se abría la puerta y hasta que la cogíamos de la mano para saludarla (...) comprendí que no veía. Después volvió la vist acompletamente, de los ojos la dolencia nómada pasó a los oídos. Durante unos días, mi abuela estuvo sorda y, como tenía miedo de verse sorprendida por la entrada súbita de alguien a quien no hubiera oído llegar, a cada momento (...) desviaba bruscamente la cabeza hacia la puerta, pero el movimiento de su cuello era torpe, pues no se logra en unos días esa tranposición (...) al menos de escuchar con los ojos. Por último, los dolores disminuyeron, pero aumentó la dificultad del habla. Teníamos que hacer repetir a mi abuela casi todo lo que decía.
Ahora mi abuela, al notar que ya no le entendíamos nada, renunciaba a pronunciar una sola palabra y permanecía inmóvil (...) Después empezó a tener una agitación permanente. Deseaba constantemente levantarse, pero se lo impedíamos, en la medida de lo posible, por miedo a que se diera cuenta de su parálisis. Un día en que la habíamos dejado por un instante sola, me la encontré de pie, en camisón, intentando abrir la ventana. En Balbec, un día en que habíamos salvado, a pesar suyo, a una viuda que se había arrojado al agua, me había dicho (...) que no conocía crueldad semejante a la de arrancar a una desesperada de la muerte que deseaba y devolverla a su martirio.
Tuvimos el tiempo justo para atrapar a mi abuela, sostuvo con mi madre una lucha casi brutal y después (...) dejó de querer, de lamentar, su rostro se volvió de nuevo impasible y se puso a quitar cuidadosamente los pelos dejados en su camisón por un abrigo de piel que le habían echado encima. (pp.341-432)
El tratamiento, eventualmente, incluye sanguijuelas:
Cuando, unas horas después, entré en la alcoba de mi abuela, las culebrillas negras, pegadas a su nuca, a sus sienes, a sus orejas, se retorcían en su cabellera ensangrentada, como en la de Medusa, pero en su pálido y pacificado rostro, enteramente inmóvil, vi -muy abiertos, luminosos y calmos- sus hermosos ojos de otro tiempo (....) sus ojos, dulces y líquidos, como aceite, en los cuales el fuego reavivado que ardía iluminaba delante de la enferma el universo reconquistado. Su calma no era ya la docilidad de la desesperación, sino de la esperanza. Comprendía que mejoraba, quería ser prudente, no moverse, y me hizo sólo el don de una hermosa sonrisa para que supiera que se sentía mejor y me apretó ligeramente la mano.
Yo sabía el asco que sentía mi abuela a ciertos animales y, con mayor razón, que la tocaran. Sabía que por consideración de una utilidad superior soportaba a las sanguijuelas. Por eso, Françoisie me exasperaba al repetirle con esas risitas que se lanzan con un niño con el que se quiere jugar: "¡Oh! ¡Qué bichitos corren sobre la señora!". Además, era tratar a nuestra enferma sin respeto, como si hubiese caido en la infancia, pero mi abuela, cuya cara había adquirido el tranquilo valor de un estoico, no parecía siquiera oírla.
En cuando retiraron las sanguijuelas, volvió la congestión -¡ay!- cada vez más grave. (p.343)
No sabemos exactamente cuánto dura la agonía de la abuela; una noche, finalmente, la encuentra la muerte, y el relato comienza de la siguiente manera:
Unos días después, mientras yo dormía, mi madre vino a llamarme en plena noche. Con las gratas atenciones que, en las circunstancias importantes, demuestran las personas agobiadas por un dolor profundo (...) me dijo: "Perdóname que venga a turbar tu sueño".
"No dormía", respondí, al despertarme (...) Con voz tan dulce, que parecía temer hacerme daño, mi madre me preguntó si me fatigaría demasiado levnatarme y, al tiempo que me acariciaba las manos, añadió:
"Pobrecito mío, ahora ya sólo vas a poder contar con tu papá y tu mamá".
Entramos en la alcoba. Curvada en semicírculo en la cama, otra persona distinta de mi abuela, como un animal que se hubiera cubierto con su pelo y se hubiese acostado en sus sábanas, jadeaba, gemía, sacudía las mantas con sus convulsiones. Los párpados estaban cerrados y, más por cerrar mal que por abrirse, dejaban ver un trocito de pupila, velado, legañoso, reflejo de la obscuridad de una visión orgánica y un sufrimiento interno.Toda aquella agitaci'on no se dirigíia a nosotros, a quienes ella no veía ni conocía, pero, si no era sino un animal que se movía ahí, ¿dónde estaba mi abuela? (pp.344-345)

domingo, 6 de enero de 2013

Páginas 329-338

A lo largo del relato de la enfermedad de la abuela, Proust hace que su narrador emplee el pretérito imperfecto de manera muy similar a la que encontramos en casi todo Por el camino de Swann, lo cual vuelve difícil determinar exactamente cuánto dura la agonía. A modo de ejemplo de la estrategia narrativa de Proust, este fragmento:
Desde el punto de vista médico, por poca esperanza que que hubiera de poner fin a aquella crisis de uremia, no había que fatigar el riñón, pero, por otra parte, cuando mi abuela no recibía morfina, sus dolores resultaban intolerables; volvía a comenzar perpetuamente cierto movimiento que le resultaba difícil realizar sin gemir: en gran parte, el dolor es como una necesidad del organismo de tomar conciencia de un estado nuevo que le inquieta, de volver la sensibilidad adecuada a ese estado. Se puede discernir ese origen del dolor en el caso de incomodidades que no lo son para todo el mundo. En una habitación llena de un humo de olor penetrante entrarán dos hombres gorseros y se dedicarán a sus asuntos; un tercero, de organización más fina, revelará un malestar incesante. Las ventanas de su nariz no cesarán de resoplar ansiosamente el olor que debería, al parecer, procurar no oler y que intentará todas las veces hacer adherirse, mediante un conocimiento más exacto, a su olfato incomodado. A eso se debe seguramente que una viva preocupación nos impida quejarnos de un dolor de muelas. Cuando mi abuela sufría así, el sudor le corría por su gran frente malva y le dejaba pegadas a ella las mechas blancas y, si creía que no estábamos en la habitación, lanzaba gritos: "¡Ah! ¡Es atroz!", pero, si veía a mi madre, al instante empleaba toda su energía para borrar de su rostro las huellas del dolor o, al contrario, repetía las mismas quejas acompañándolas de explicaciones que daban retrospectivamente otro sentido a las que mi madre había podido oír:
"¡Ah! Hija mía, es atroz permanecer acostada con un sol tan hermoso, cuando me gustaría ir de paseo: lloro de rabia por vuestras prescripciones".
Pero no podía disimular los gemidos de su smiradas, el sudor de su frente, el sobresalto convulsivo, en seguida reprimido, de sus miembros. (pp.331-332)
Al enterarse de la enfermedad de la abuela, Bergotte se solidariza con la familia y colabora haciéndole compañía al narrador y a la enferma.
[Bergotte] estaba muy enfermo: unos decían que de albuminuria, como mi abuela; según otros, tenía un tumor. Iba debilitándose: le costaba subir la escalera y más aún bajarla. Bien apoyado en la barandilla, tropezaba mucho y creo que, si no hubiese temido perder enteramente la costumbre, la posibilidad, de salir, él, el "hombre de la perilla", a quien yo había conocido animoso no hacía mucho, se habría quedado en su casa (...) Pero al mismo tiempo sus obras, conocidas sólo de los letrados en la época en que la Sra. Swann patrocinaba los tímidos esfuerzos en pro de su disfusión y ahora engrandecidas y fuertes en opinión de todos, habían cobrado en el gran público una extraordinaria capacidad de expansión (...) Las visitas que nos hacía ahora llegaban, para mí, con unos años de retraso, pues ya no lo admiraba tanto, lo que no está en contradicción con ese engrandecimiento de su fama. Raras veces es del todo comprendida y victoriosa una obra, sin que la de otro escritor, obscura aún, haya comenzado a substituir -en algunas inteligencias más difíciles- con un nuevo culto el que casi ha acabado de imponerse. En los libros de Bergotte que yo releía a menudo, sus frases resultaban tan claras ante mis ojos como mis propias ideas, los muebles de mi alcoba y los coches en la calle. Se veían en ellas todas las cosas -ya que no como se las había visto siempre- al menos tal como se acostumbraba a verlas ahora. Ahora bien, un nuevo escritor había comenzado a publicar obras en las que las relaciones entre las cosas eran tan diferentes de las que las vinculaban para mí, que yo no comprendía casi nada de lo que escribía (...) Por esa razón, admiré menos a Bergotte, cuya limpidez me parecía insuficiente. Hubo una época en que se reconocían bien las cosas, cuando era Fromentin quien las pintaba, y otra en que ya no se reconocían, cuando quien lo hacía era Renoir.
La gente de gusto nos dice hoy que Renoir es un gran pintor del siglo XVIII, pero, al decirlo, olvidan el tiempo y que hizo falta mucho de éste, incluso en pleno siglo XIX, para que Renoir fuera saludado como un gran artista. Para lograr ser reconocidos así, el pintor original y el artista original actúan como los oculistas. El tratamiento con su pintura, con su prosa, no siempre es agradable. Cuando está terminado, el especialista nos dice: "Ahora mire". Y, mira por dónde, el mundo -que no ha sido creado una vez, sino tantas veces como ha surgido un artista original- nos parece enteramente distinto del antiguo, pero perfectamente claro (...) El que para mí había substituido a Bergotte me cansaba, no por la incoherencia, sino por la novedad, totalmente coherente, de relaciones que no estaba acostumbrado a seguir (...) ¿Y quién me decía que dentro de veinte años, cuando supiera acompañar sin esfuerzo al nuevo de hoy, no surgiría otro ante el cual el actual iría a reunirse con Bergotte? Hablé a este último del nuevo escritor. Me hastió de él no tanto el asegurarme que su arte era rugoso, fácil y vacío, cuanto al contarme que lo había visto y se parecía -hasta el punto de confundirlos- a Bloch. (pp.334-336)

Páginas 319-328

El relato de la enfermedad y la muerte de la abuela del narrador tiene su primer gran momento en el relato de un paseo que hacen los dos por París. La abuela se demora en unos baños públicos y sale, despeinada, tratando de disimular lo que ha sucedido:
"Vamos", le dije como si tal cosa, para que no pareciera que me tomaba demasiado en serio su malestar, "puesto que estás un poco mareada; si te parece, volvamos a casa, no quiero pasear por los Campos Elíseos a una abuela con indigestión"
"No me atrevía a proponértelo por lo de tus amigos", me respondió, "¡Pobrecito!" Pero, como no te importa, es lo mejor."
Temí que se diera cuenta de la forma como pronunciaba aquellas palabras.
"Mira", le dije bruscamente, "no te fatigues, entonces, hablando, ya que estás mareada, es absurdo, espera al menos a que hayamos vuelto a casa."
Me sonrió con tristeza y me apretó la mano. Había comprendido que no debía ocultarme lo que yo había adivinado en seguida: que acababa de tener un pequeño ataque. (p.320)
Aquí termina la primera parte del libro; la segunda, dividida en dos capítulos, dedica el primero por completo a la agonía y muerte de la abuela, y comienza retomando el relato de ese "primer ataque" de la abuela. El narrador descubre entre los paseantes a un médico famoso y le pide, como favor especial, que vea a su abuela; el doctor, un poco a regañadientes, accede a hacerlo; antes de ofrecernos el relato de la visita el narrador introduce la siguiente reflexión:
Decimos -y decimos bien- que la hora de la muerte es incierta, pero, cuando lo decimos, nos la imaginamos situada en un espacio vago y lejano, no pensamos que tenga relación alguna con el día ya comenzado y pueda significar que la muerte -o su primera toma de posesión parcial de nosotros, después de la cual ya no nos soltará- puede producirse incluso esta misma tarde, tan poco incierta, en la que el empleo de todas las horas está fijado de antemano. Nos empeñamos en nuestro paseo para tener dentro de un mes el total de aire puro necesario, pero vacilamos sobre la elección del abrigo que llevar, del cochero al que llamar, vamos en un coche de punto, el día está entero ante nosotros, corto, porque queremos haber vuelto a casa a tiempo para recibir a una amiga; nos gustaría que hiciera igualmente bueno el día siguiente y no sospechamos que la muerte que caminaba en nosotros y en otro plano ha elegido precisamente ese día para entrar en escena, en unos minutos, más o menos en el instante en que el coche llegue a los Campos Elíseos. tal vez aquellos a quienes suele atormentar el espanto de la singularidad particular de la muerte vean algo tranquilizador en esa clase de muerte -en esa clase de primer contacto con la muerte-, porque reviste en él una apariencia conocida, familiar, cotidiana. La ha precedido un buen almuerzo y la misma salida que hacen personas sanas. un regreso en coche descubierto se superpone a su primer golpe... (pp.322-323)
De camino al consultorio del doctor, el narrador y la abuela se cruzan con Legrandin, que pone cara de asombro. Seguramente, la cara de la abuela se ha deformado por el "pequeño ataque":
Legrandin, que se dirigía hacia la plaza de la Concordia, nos saludó descubriéndose y deteniéndose con expresión de asombro. Yo, que aún no estaba separado de la vida, pregunté a mi abuela si le había respondido y le recordé que era susceptible. Mi abuela, considerándome seguramente muy superficial, levantó la mano como diciendo: "¿Qué importancia puede tener? Ni la menor importancia" (...) Y si Legrandin nos había mirado con aquella expresión de asombro, había sido porque, en el coche de punto en el que parecía sentada, mi abuela había dado -a él y a los que pasaban en aquel momento- la impresión de zozobrar, deslizarse al abismo, agarrándose, desesperada, a los cojines que apenas podían retener su cuerpo precipitado, con el pelo en desorden y los ojos extraviados, impotente para afrontar más el asalto de las imágenes que sus pupilas ya no lograban transmitir. Le había parecido sumida -pese a estar a mi lado- en ese mundo desconocido en el cual había recibido los golpes cuyas huellas llevaba ya, cuando la había visto yo un rato antes en los Campos Elíseos, con el sombrero, el rostro, el abrigo descompuestos por la mano del ángel invisible con el cual había luchado. (pp.322-324)
Después de examinar a la abuela, el doctor de gran prestigio (al que se llama apenas E***) da noticias terribles al narrador:
"Su abuela no tiene salvación", me dijo. "Es un ataque provocado por la uremia. En sí, la uremia no es fatalmente una enfermedad mortal, pero este caso me parece desesperado. No hace falta que le diga que espero equivocarme. Por lo demás, con Cottard están ustedes en manos excelentes" (p.326)
Poco después llegan al hotel de los Guermantes, y nos encontramos con una de las escenas más conmovedoras del libro:
...Dejé sentada a la enferma en el vestíbulo y al pie de la escalera y subí a avisar a mi madre. Le dije que mi abuela volvía un poco indispuesta, porque había tenido un mareo. Al oir mis primeras palabras, el rostro de mi madre alcanzó el paroxismo de una desesperación ya tan resignada, sin embargo, que desde hacía muchos años la tenía -comprendí- totalmente dispuesta para un día incierto y final. No me preguntó nada; parecía (...) que el cariño le impidiera reconocer la extrema gravedad de su madre, sobre todo con una enfermedad que puede afectar a la inteligencia (...) Mi abuela estaba esperando abajo, en el canapé del vestíbulo, pero, al oírnos, se irguió, se puso en pie, hizo señas alegres a mi madre con la mano. Yo le había rodeado a medias la caebza con una mantilla de encaje blanco para que no cogiese frío -le dije- en la escalera. No quería que mi madre advirtiese demasiado la alteración del rostro, la desviación de la boca; mi precaución fue inútil; mi madre se acercó a mi abuela, le besó la mano como si fuera la de Dios, la sostuvo, la alzó hasta el ascensor, con precauciones infinitas, que entrañaban -junto con el miedo a cometer torpezas y hacerle daño- la humildad de quien se siente indigno de tocar lo más precioso que conoce, pero ni una vez alzó los ojos ni miró el rostro de la enferma. Tal vez fuese para que ésta no se entristeciese al pensar que su vista había podido inquietar a su hija. Tal vez por miedo a un dolor demasiado fuerte que no se atrevía a afrontar. Tal vez por respeto, porque no creía que le estuviese permitido sin impiedad observar la huella de algún debilitamiento intelectual en el rostro venerado. Tal vez para mejor conservar más adelante la imagen del rostro verdadero de su madre, radiante de talento y bondad. Así subieron una junto a la otra, mi abuela medio oculta en su mantilla, mi madre apartando la vista. (p.327)

viernes, 4 de enero de 2013

Páginas 309-318

Como parte del tratamiento de la abuela, la familia del narrador contrata a un médico especializado en enfermedades "nerviosas".
Como a regañadientes, le preguntó un poco por su vida, con ojos melancólicos y fijos. Después, con un gesto previo qu eparecía indicar una dificultad para sacudirse, apartándolas de la ola, las últimas vacilaciones que podía abrigar y de todas las objeciones que habíamos podido oponer, mirando a mi abuela con ojos lúcidos, libremente y como por fin en tierra firme, puntuando las palabras con tono afable, cuya inteligencia matizaba todas las inflexiones -pues durante toda su visita su voz fue, por lo demás, como era de forma natural, cariñosa y, bajo sus enmarañadas cejas, sus irónicos ojos estaban llenos de bondad-, dijo de repente, como por haber advertido la verdad y haber decidido alcanzarla a toda costa:
"Va a estar usted bien, señora, el día, lejano o próximo y de usted depende que sea hoy mismo, en que comprenda que no tiene nada y reanude la vida normal. Me ha dicho usted que no comía y no salía, ¿verdad?".
"Pero es que tengo un poco de fiebre."
Le tocó la mano.
"En todo caso, no en este momento. Y, además, ¡vaya una excusa! ¿No sabe usted que dejamos al aire libre y sobrealimentamos a tuberculosos que tienen hasta 39ºC?"
"Pero también tengo un poco de albúmina."
"No debería usted saberlo. Tiene usted lo que yo he llamado "albúmina mental". Todos hemos tenido, durante una indisposición, nuestra pequeña crisis de albúmina, que nuestro médico se ha apresurado a volver duradaera al señalárnosla. Para una afección que los médicos curan con medicamentos -al menos aseguran que así ha sido a veces-, producen diez en sujetos sanos al inocularles ese agente patógeno, mil veces más virulento que todos los microbios: la idea de que están enfermos." (p.312)
En rigor -como sabremos pocas páginas más adelante-, la enfermedad de la abuela no tiene nada de "mental", pero las ideas del doctor Du Boulbon -que había sido recomendado por Bergotte- son, lamentablemente, tenidas en cuenta. Y pronto nos encontramos con su credo:
"Todo lo grande que conocemos se lo debemos a nerviosos [dijo el doctor Du Boulbon]. Ellos -y no otros- son los que han fundado religiones y han compuesto obras maestras. El mundo jamás sabrá todo lo que les debe y sobre todo lo que ellos han sufrido para dárselo. Apreciamos las músicas finas, los cuadros hermosos, mil delicadezas, pero no sabemos lo que han costado a quienes las inventaron, en insomnios, llantos, risas espasmódicas, urticarias, asmas, epilepsias, una angustia por miedo a morir que es peor que todo eso y que tal vez conozca usted, señora", añadió sonriendo a mi abuela, "pues, cuando yo he llegado, no estaba usted -confiéselo- demasiado segura. Se creía usted enferma, peligrosamente enferma tal vez. Dios sabe de qué afección creía usted descubrir en usted los síntomas y no se equivocaba usted: la tenía. El nerviosismo es un remedador genial. No hay enfermedad que no simule de maravilla." (p.313)

Páginas 299-308

Al salir de la casa de la Sra. de Villeparisis, Charlus y el narrador se encuentran con el Sr. de Argencourt, que por un momento parece sentir la misma repulsión en el "pudor" que afectó a la marquesa (página 291):
Yo quería aprovechar aquella inesperada buena disposición del Sr. de Charlus para preguntarle si no podría facilitarme una visita a casa de su cuñada, pero en aquel momento sentí un fuerte tirón, como eléctrico, en el brazo. Era el Sr. de Charlus que acababa de retirar precipitadamente su brazo del mío. Aunque sin dejar de hablar, paseaba sus miradas en todas las direcciones y acababa de ver al Sr. de Argencourt, que desembocaba de una calle transversal y, al vernos, pareció contrariado, me lanzó una mirada de desconfianza, esa mirada casi destinada a un ser de otra raza que la Sra. de Guermantes había dedicado a Bloch, e intentó evitarnos, pero parecía que el Sr. de Charlus quería demostrarle que en modo alguno procuraba evitar que lo viera, pues lo llamó y para decirle algo muy insignificante, y, tal vez por temer que el Sr. de Argencourt no me reconociese, el Sr. de Charlus le dijo que yo era un gran amigo de la Sra. de Villeparisis, de la duquesa de Guermantes, de Robert de Saint-Loup, que él, Charlus, era un antiguo amigo de mi abuela, contento de trasladar a su nieto un poco de la simpatía que sentía por ella. No obstante, observé que el Sr. de Argencourt, a quien apenas habían citado mi nombre en casa de la Sra. de Villeparisis y a quien el Sr. de Charlus acababa de hablar por extenso de mi familia, estuvo más frío conmigo de lo que había estado una hora antes y así fue en adelante -y durante mucho tiempo- siempre que me veía. Aquella noche me observó con una curiosidad en la que no había la menor simpatía y pareció incluso tener que vencer una resistencia, cuando, al despedirse de nosotros, tras una vacilación, me ofreció una mano que retiró al instante.
"Lamento este encuentro", me dijo el Sr. de Charlus. "Ese Argencourt, bien nacido pero mal criado, diplomático más que mediocre, marido detestable y mujeriego, trapacero como en las obras teatrales, es uno de esos hombres incapaces de comprender -pero muy capaces de destruir- las cosas en verdad grandes. Espero que nuestra amistad lo sea, si llega a echar raíces un día, y que usted me haga el honor de mantenerla tanto como yo al abrigo de las patadas de uno de esos asnos que, por ociosidad, por torpeza, por maldad, aplastan lo que parecía destinado a durar. Por desgracia, así son la mayoría de las personas de la alta sociedad." (pp.299-300)
Tras el paseo con Charlus el narrador llega al hotel de los Guermantes y encuentra a su abuela indispuesta. Así comienza un nuevo episodio de la novela, terminado el del salón de la Sra. de Villeparisis, que nos llevará cara a cara con la muerte.
Subí y me encontré a mi abuela más indispuesta. Desde hacía un tiempo se quejaba -sin saber demasiado lo que tenía- de su salud. En la enfermedad nos damos cuenta de que no vivimos solos, sino encadenados a un ser de un reino diferente, del que nos separan abismos, que no nos conoce y por el que nos resulta imposible hacernos entender: nuestro cuerpo (...) Cottard, a quien habían llamado para examinar a mi abuela y que nos había irritado al preguntarnos con una sonrisa fina (...) "¿Enferma? ¿Al menos no será una enfermedad diplomática?", probó, para calmar la agitación de la enferma, con el régimen lácteo, pero las perpetuas sopas de leche no surtieron efecto, porque mi abuela les echaba mucha sal, cuya contraindicación se ignoraba en aquella época (...) Es que, al ser la Medicina un compendio de los errores sucesivos y contradictorios de los médicos, si recurrimos a los mejores de ellos, tenemos muchas posibilidades de implorar una verdad cuya falsedad se reconocerá unos años después. De modo que creer en la Medicina sería la locura suprema, si no creer en ella no fuera otra mayor, pues de esa acumulación de errores se han desprendido a la larga algunas verdades" (pp.305-306)

Páginas 289-298

Robert abandona el salón de la Sra. de Villeparisis para encaminarse hacia la casa de Rachel. En su ausencia, la relación se vuelve el tema de la conversación, y el narrador nos cuenta que...
...Robert ignoraba casi todas las infidelidades de su amante y se consumía el alma con naderías insignificantes en comparación con la verdadera vida de Rachel, que no comenzaba todos los días hasta que él acababa de dejarla. Él ignoraba casi todas sus infidelidades. Se le podría haber informado de ellas sin destruir su confianza en Rachel, pues una ley encantadora de la naturaleza que se manifiesta en las sociedades más complejas es la de que vivimos con total ignorancia de lo que amamos. Por una parte del espejo, el enamorado dice: "Es un ángel, nunca se entregará a mí, ya sólo me queda morir y, sin embargo, me quiere; me quiere tanto, que tal vez... pero, no, ¡no será posible!". Y con la exaltación de su deseo, con la angustia de su espera, ¡cuántas joyas pone a los pies de esa mujer! ¡Cómo corre a pedir prestado para evitarle una preocupación! Sin embargo, por el otro lado del tabique a través del cual esas conversaciones pasarán tan poco como las que intercambian los paseantes ante un acuario, el público dice: "¿No la conoce usted? Lo felicito, ha robado y arruinado a no sé cuánta gente, no la hay peor. Es una pura estafadora, ¡y astuta!". Y tal vez el público no vaya totalmente descaminado en lo relativo a ese último epíteto, pues hasta el hombre escéptico que no está de verdad enamorado de esa mujer y a quien solamente le gusta dice a sus amigos: "No, qué va, querido, no es una casquivana; no digo que en su vida no haya habido dos otres caprichos, pero no es una mujer a la que se pague o, si no, sería demasiado caro. En su caso, son cincuenta mil francos o nada". Ahora bien, él ha gastado cincuenta mil francos para ella, la poseyó una vez, pero ella supo persuadirlo (...) de que era de los que la habían poseído por nada (...) En parís había dos personas honradas a las que Saint-Loup ya no saludaba y de las que no hablaba sin que le temblara la voz, pues las llamaba explotadoras de mujeres: es que Rachel las había arruinado. (pp.289-290)
El narrador se ha comprometido a marcharse del salón con el Sr. de Charlus; las intenciones de éste para con él parecen claras a todos los lectores, pero al pobre narrador, parecería, le resultan un misterio:
"...por lo demás estoy esperando al Sr. de Charlus, con quien tengo que marcharme."
La Sra. de Villeparisis oyó estas últimas palabras y parecieron contrariarla. Si no hubiera sido algo que no podía interesar un sentimiento de esa naturaleza, habría pensado que lo que parecía alamardo en aquel momento en la Sra. de Villeparisis era el pudor, pero ni siquiera se me ocurrió esa hipótesis. (p.291)
Eventualmente el narrador y Charlus se encuentran.

"¿Quería usted hablarme de algo?"
"¡Ah! Eso es, en efecto, tenía algunas cosas que decirle, pero no estoy seguro de que se las diga. Cierto es que podrían ser, a mi juicio, el punto de partida de ventajas inapreciables para usted. Pero columbro también que ocasionarían a mi vida (...) muchas pérdidas de tiempo, muchas molestias de todo tipo; ahora bien, me pregunto si vale usted la pena de que me tome todas esas molestias y no tengo el placer de conocerlo lo suficiente para decidir. Tal vez no tenga, por lo demás, un gran deseo de lo que podría yo hacer por usted para que me tome tantas molestias, pues (...) para mí ha de ser por fuerza problemático."
Protesté que en ese caso no había ni que pensarlo. Aquella ruptura de las conversaciones no pareció de su agrado.
"Esa cotesía no significa nada", me dijo en tono duro. "No hay nada más agradable que tomarse molestias por una persona que merezca la pena. Para los mejores de nosotros, el estudio de las artes, el gusto del chamarileo, las colecciones, los jardines, no son sino sucedáneos, coartadas. En el fondo de nuestro tonel, como Diógenes, preguntamos por un hombre. Cultivamos las begonias, cortamos los tejos, poniéndonos en lo peor, porque los tejos y las begonias se dejan, pero preferiríamos dedicar nuestro tiempo a un arbusto humano, si estuviéramos seguro de que valía la pena hacerlo. Ahí está el quid; usted debe conocerse un poco. ¿Vale usted la pena o no?"
"No quisiera, señor mío, por nada del mundo ser para usted una causa de preocupaciones", le dije, "pero, en cuanto a mi placer, créame que todo lo que proceda de usted me lo causará muy grande. Me emociona profundamente que tenga usted a bien prestarme atención, así, a mí e intentar serme útil."
Para gran asombro mío, me agradeció aquellas palabras casi con efusión. Tras pasar su brazo bajo el mío con esa familiaridad intermitente que ya me había sorprendido en Balbec y que contrastaba con la dureza de su acento, me dijo:
"Con la desconsideración propia de su edad, podría usted a veces pronunciar palabras que abrieran un abismo infranqueable entre nosotros. Las que acaba de pronunciar son, en cambio, de las que pueden precisarmente conmoverme y animarme a hacer mucho por usted". (pp.292-293)
Pronto se dibuja más nítidamente la propuesta de Charlus (o, al menos, su superficie):
"...Con frecuencia he pensado, mire usted, que había en mí -no por mis flacos dones, sino por circunstancias que tal vez conozca usted un día- un tesoro de experiencia, como un expediente secreto e inestimable, que no me ha parecido oportuno utilizar personalmente, pero que sería inapreciable para un joven a quien entregaría en unos meses lo que he tardado treinta años en adquirir y que tal vez sea el único en poseer. No hablo de los goces intelectuales que le brindaría el conocimiento de ciertos secretos que un Michelet de nuestros días daría años de su vida por conocer y gracias a los cuales ciertos acontecimientos cobrarían, para él, un aspecto enteramente distinto y no me refiero sólo a los acontecimientos ocurridos, sino al encadenamiento de circunstancias." (p.295)








jueves, 3 de enero de 2013

Páginas 279-288

La velada en la casa de la Sra. de Villeparisis, cuya narración lleva más de cien páginas, se acerca a su final. Ya cerca de la partida del narrador, Charlus lo intercepta:
Me dirigía hacia él [Saint-Loup] bastante apresuradamente, cuando el Sr. de Charlus, quien pudo creer que iba hacia la salida, se separó bruscamente del Sr. Faffenheim, con quien estaba hablando, y dio una vuelta rápida que lo situó delante de mí. Vi con inquietud que había tomado el sombrero en cuyo fondo figuraba la letra G y una corona ducal. En el marco de la puerta del saloncito, me dijo sin mirarme:
"Como veo que ahora frecuenta usted la sociedad, hágame el favor de venir a verme, pero es bastante complicado", añadió con expresión distraída y calculadora y como si se tratara de un favor que temiera no recuperar, una vez que hubiese dejado escapar la ocasión de acordar conmigo la forma de realizarlo. "Paro poco en casa: tendrá usted que escribirme, pero preferiría explicárselo con más tranquildad. Voy a marcharme dentro de un momento. ¿Quiere usted dar una vuelta conmigo? Sólo lo retendré un instante."
"Mire, fíjese", le dije. "Ha cogido usted por error el sombrero de uno de los visitantes."
"¿Quiere usted impedirme que coja mi sombrero?"
Supuse -por haberme ocurrido esa aventura a mí mismo poco antes- que, al hablerle quitado alguien su sombrero, había cogido el primero que había visto para no volver a casa con la cabeza descubierta y que lo había yo pueso en un aprieto al revelar su ardid, conque no insistí. Le anuncié que primero debía decir unas palabras a Saint-Loup. "Está hablando con ese idiota del duque de Guermantes", añadí. "Muy bonito lo que acaba usted de decir, se lo voy a contar a mi hermano". "¡Ah! ¿Cree usted qu epuede interesar eso al Sr. de Charlus?" (Me imaginaba que, si había un hermano, debía llamarse Charlus también. Saint-Loup me había dado algunas explicaciones al respecto en Balbec, pero yo las había olvidado). "¿Quién le habla del Sr. de Charlus?", me dijo el barón con expresión insolente. (pp.284-285)
Es muy graciosa la confusión del narrador, que no recueda que el hermano de Charlus no es otro que el duque de Guermantes.

Páginas 269-278

Ya acercándonos al final del relato de la velada en casa de la Sra. de Villeparisis encontramos la partida de Oriane, apenas descubre la presencia de Odette:
La Sra. de Guermantes bajó los ojos e hizo girar un cuarto de círculo su muñeca para mirar la hora.
"¡Oh, Dios mío! Es hora de que me despida de mi tía, si quiero pasar aún por la casa de la Sra. de Saint-Ferréol, y esta noche ceno en casa de la Sra. Leroi."
Y se levantó sin decirme adíos. Acababa de ver a la Sra. Swann, que pareció bastante molesta de encontrarme allí. Seguramente recordaba que me había declarado antes que nadie de estar convencida de la inocencia de Dreyfus.
"No quiero que mi madre me presente a la Sra. Swann", me dijo Saint-Loup. "Es una antigua piculina. Su marido es judío y ella viene aquí a exhibir su nacionalismo..." (pp.270-271)
La presencia de Odette le recuerda al narrador la visita, días atrás, de Charles Morel, el hijo de un sirviente de su tío abuelo. Morel reaparecerá más adelante en la novela, pero por ahora sólo se nos cuenta que tanto él como su padre adoraban al tío abuelo, y así nos enteramos de que aquella mujer que lo acompañaba cuando el narrador lo visitó sorpresivamente (Por el camino de Swann, páginas 88-89) era no otra que Odette:
El objeto de su visita [la de Morel] era el siguiente: su padre había apartado -de entre los recuerdos de mi tío Adolphe- algunos que había considerado inconveniente enviar a mis padres, pero que podían interesar -le parecía- a un joven de mi edad. Eran las fotografías de las actrices célebres, las grandes casquivanas, a las que mi tío había conocido, las últimas imágenes de aquella vida de viejo vividor que separaba -mediante un tabique estanco- de su vida de familia (...) Como me había asombrado mucho encontrar entre las fotografías que me enviaba su padre una del retrato de Miss Sacripant -es decir, Odette- obra de Elstir, dije a Charles Morel, al tiempo que lo acompañaba hacia la puerta cochera: "Temo que no pueda usted informarme. ¿Conocía mucho mi tío a esta señora? No sé en qué epoca de la vida de mi tío puedo situarla y me interesa por el Sr. Sawnn..."
"Precisamente se me había olvidado decirle que mi padre me había recomendado señalar esta señora a su atención. En efecto, esta mujer galante estaba almorzando en casa de su tío el último día en que lo vio usted." (pp.271-273)

Páginas 259-268

La señora de Villeparisis se dirige a Oriane para hacerle una advertencia:
"Mira", dijo la Sra. de Villeparisis a la duquesa de Guermantes, "creo que luego va a venir a visitarme una mujer a la que tú no quieres conocer, prefiero avisarte para que no te moleste. Por lo demás, puedes estar tranquila, no volveré a recibirla nunca más en mi casa, pero va a venir hoy por única vez. Es la mujer de Swann."
La Sra. Swann, al ver las proporciones que cobraba el caso Dreyfus y temiendo que los orígenes de su marido se volvieran contra ella, le había suplicado que nunca más hablara de la inocencia del condenado. Cuando él no estaba presente, iba más lejos y hacía profesión del nacionalismo más ardiente; en eso se limitaba, por lo demás, a seguir a la Sra. Verdurin, en quien se había despertado un antisemitismo burgués y latente y había alcanzado notable exasperación. La Sra. Swann se había granjeado con aquella actitud la entrada en algunas de las ligas de mujeres del mundo antisemita que empezaban a formarse y había entablado relaciones con algunas personas de la aristocracia. Puede parecer extraño que, lejos de imitarlas, la duquesa de Guermantes, tan amiga de Swann, se hubiera resistido siempre, al contrario, al deseo, que no le había ocultado, de presentarle a su mujer, pero más adelante veremos que era un defecto del carácter particular de la duquesa, quien consideraba no "tener" que hacer tal o cual cosa se imponía con despotismo lo que había decidido su "libre arbitrio" mundano, muy arbitrario".
"Te agradezco que me avises", respondió la duquesa. "Me resultaría, en efecto, muy desagradable, pero, como la conozco de vista, me levantaré a tiempo". (p.259)
Un recuerdo de la infancia del narrador -que hace alusión a un episodio no relatado en Por el camino de Swann- aparece un poco más adelante:
El nombre del príncipe [de Fffenheim-Munsterburg-Weimingen] conservaba -en la franqueza con que se atacaban, como se dice en música, sus primeras sílabas y en la farfullante repetición que las acompañaba- el impulso, la ingenuidad amanerada, las pesadas "delicadezas" germánicas proyectadas como ramajes verdosos sobre el "Heim" de esmalte azul obscuro que desplegaba el misticismo de una vidriera renana tras las doraduras, pálidas y finalmente cinceladas, del siglo XVIII alemán. Aquel nombre contenía, entre los diversos que lo componían, el de una pequeña ciudad balnearia alemana en la que yo había estado, de muy niño, con mi abuela, al pie de una montaña honrada por los paseos de Goethe y de cuyos viñedos bebíamos en el Kurhof los ilustres crudos de denominación compuesta y resonante, como los epítetos que Homero da a su shéroes. Por eso, en cuanto oí pronunciar el nombre del príncipe, me pareció -antes de recordar la estación termal- que disminuiría, se impregnaba de humanidad, consideraba lo bastante grande para él un sitio en mi memoria, a la que se adhirió, familiar, prosaico, pintoresco, sabroso, ligero, como con autoridad, en virtud de una prescripción. (p.263)


Páginas 249-258

Los intentos de Bloch de lograr que el diplomático y cuidadoso Norpois se pronuncie claramente con respecto al caso Dreyfus no tienen éxito. Después de que el primero sugiera que los manuscritos que probaban la culpabilidad del acusado el segundo responde:
"...por lo demás, lo único que pueden hacer es perturbar la serenidad de la sala de audiencias y alentar agitaciones que en un sentido como en otro serían de deplorar. Cierto es que se debe poner fin a las intrigas militaristas, pero tampoco tenemos nada que hacer con una gresca alentada por aquellos de los elementos de derechas que, en lugar de servir a la idea patriótica, piensan en utilizarla. Gracias a Dios, Francia no es una república sudamericana y no se siente la necesidad de un general para un pronunciamiento (...) Si es una condena (...) probablemente será anulada, pues es poco frecuente que un proceso en el que las deposiciones de testigos son tan numerosas no haya defectos de forma que los abogados pudan invocar. Para acabar respecto de la algarada del príncipe Henri de Orleáns, dudo mucho que haya sido del gusto de su padre." (p.249)
La insistencia de Bloch -quien, recordemos, es judío- en el tema empieza a generar cierto malestar.
"Usted, señor", dijo Bloch, al tiempo que se volvía hacia el señor de Argencourt (...), "será dreyfusista, seguro: en el extranjero todo el mundo lo es."
"Es un asunto que sólo incumbe exclusivamente a los franceses entre sí, ¿no?", respondió el Sr. de Argencourt con esa insolencia particular que consiste en atribuir al interlocutor una opinión que no comparte -lo sabemos manifiestamente-, ya que acaba de emitir una opuesta.
Bloch enrojeció; el Sr. de Argencourt sonrió, al tiempo que miraba en derredor, y, si bien la sonrisa -mientras la dirigió a otros visitantes- fue malévola para con Bloch, la moderó con cordialidad al detenerla al final en mi amigo para privarlo del pretexto de enfadarse por las palabras que acababa de oír y que no por ello eran menos crueles. La Sra. de Guermantes dijo al oído al Sr. de Argencourt algo que yo no oí, pero que debía de tener que ver con la religión de Bloch, pues en aquel momento pasó por el rostro de la duquesa esa expresión a la que el miedo a ser advertido por la persona de la que se habla infunde cierta vacilación y falsedad, en la que se mezcla la alegría curiosa y malintencionada que inspira una agrupación humana a la que nos sentimos radicalmente ajenos. Para desquitarse, Bloch se volvió hacia el duque de Châtellerault: "Usted, señor, que es francés, sabe, seguro, que en el extranjero son dreyfusistas, aunque se diga que en Francia nunca se sabe lo que ocurre en el extranjero. Por lo demás, sé que se puede hablar con usted, me lo dijo Saint-Loup". Pero el joven duque, quien notaba que todo el mundo se ponía en contra de Bloch (...), dijo (...) "Discúlpeme, señor, que no hable de Dreyfus con usted, pero es un caso del que por principio sólo hablo entre jaféticos". Todo el mundo sonrió, excepto Bloch. No es que no tuviera la costumbre de pronunciar frases irónicas sobre sus orígenes judíos, más o menos por el Sinaí, pero, en lugar de una de esas frases, que seguramente no estaban preparadas, el disparador de la máquina interior hizo subir otra a los labios de Bloch y sólo se pudo oír esto: "Pero, ¿cómo ha podido usted saberlo? ¿Quién se lo ha dicho?", como si hubiera sido el hijo de un forzado. Por otra parte, dado su nombre, que no parece cristiano precisamente, y su rostro, su extrañeza revelaba cierta ingenuidad. (pp.253-154)