viernes, 30 de noviembre de 2012

Páginas 505-514

El narrador comienza a discernir patrones en la multitud de gestos, voces y sentimientos de las chicas de la pandilla, lo cual le permite reflexionar sobre los individuos, las personalidades y el conocimiento:
...nuestro asombro se debe sobre todo a que la persona nos presenta también una misma faz. Necesitamos tan gran esfuerzo para recrear todo lo que nos ha aportado lo ajeno a nosotros (...) que, nada más recibir la impresión, descendemos insensiblemente la pendiente del recuerdo y en muy poco tiempo estamos, sin advertirlo, muy lejos de lo que hemos sentido. De modo que cada nueva entrevista es como una rectificación que nos devuelve lo que en efecto vimos. Ya no lo recordábamos, pues lo que llamamos "recordar" a una persona es, en realidad, olvidarla. Pero, mientras sepamos aún ver, en el momento en que se nos aparece el rasgo olvidado, lo reconocemos y nos vemos obligados a rectificar la línea desviada y así la perpetua y fecunda sorpresa que hacía tan saludables y suavizantes para mí aquellas citas cotidianas con las hermosas muchachas al borde del mar se componía tanto de reminisencia como de descubrimientos. (p.505)
En uno de tantos juegos, el narrador mete la pata y Albertine se enfada con él:
...y tuve que volver a colocarme en el centro, ddesesperado, mirando el corro que continuaba, vertiginoso, a mi alrededor, interpelado por las burlas de todas las jugadoras, obligado, para responderles, a reír, cuando tan pocas ganas tenía, mientras que Albertine no cesaba de decir: "Cuando no se quiere prestar atención al juego, es mejor no jugar, para no hacer perder a los demás. Los días que juguemos, no lo invitamos más o, si no, yo no vengo". (p.509-510)
La posibilidad de recibir el rechazo de Albertine tiene efectos muy notorios:
Fuimos a reunirnos con las otras muchachas para emprender el regreso. Ahora yo sabía que amaba a Albertine, pero no procuraba -¡ay!- hacérselo saber. Es que desde la época de los Campos Elíseos mi concepción del amor había variado, si bien las personas en las que se centraba sucesivamente seguían siendo casi idénticas. Por una parte, la confesión, la declaración, de mi cariño a aquella a quien amaba ya no me parecía una de las escenas capitales y necesarias del amor ni éste una realidad exterior, sino sólo un placer subjetivo. Y tenía la sensación de que Albertine haría tanto más lo necesario para alimentarlo cuanto más ignorara que yo lo sentía. (p.513)

jueves, 29 de noviembre de 2012

Páginas 495-504

Tras la metáfora vegetal, por llamarla de alguna manera, las muchachas son invocadas por el narrador en otros términos:
...Las palabras intercambiadas entre las muchachas de la pandilla y yo eran poco interesantes, escasas, por lo demás, interrumpidas por mi parte con largos silencios, lo que no me impedía sentir, al escucharlas, cuando me hablaban, tanto placer como al contemplarlas, al descubrir en la voz de cada una de ellas un cuadro profusamente coloreado. Era una delicia para mí escuchar su pío-pío. Amar ayuda a discernir, a diferenciar. En un bosque el aficionado a los pájaros distingue al instante el gorjeo particular de cada uno de ellos, que el vulgo confunde. El aficionado a las muchachas sabe que las voces huamnas son aún más variadas. Cada una de ellas presenta más notas que el instrumento más rico. (p.496)
Esas voces son diseccionadas por el narrador:
Aun así, toda la voz de aquellas muchachas revelaba ya claramente la idea preconcebida que cada una de aquellas personitas tenía de la vida, tan individual, que decir de una que "se tomaba todo a broma", de otra que "se detenía en una vacilación expectante" es emplear términos demasiado generales. Las facciones de nuestro rostro son simples gestos que han llegado a ser -en virtud de la costumbre- definitivos. La naturaleza, como la catástrofe de Pompeya, como una metamorfosis de ninfa, nos ha inmovilizado en el movimiento acostumbrado. Asimismo, nuestras entonaciones encierran nuestra filosofía de la vida... (p.497)
Más adelante una de las chicas trae a colación un trabajo de pasaje de curso escrito por Gisèle, que es elogiado por Albertine y corregido extensivamente por Andrée. Curiosamente, mientras hablan de literatura -tema en el que podría lucirse, especialmente dado que Albertine queda impresionada por lo dicho por Andrée-, el narrador está pensando en otra cosa:
Durante aquel tiempo, yo pensaba en la hojita de libreta que me había pasado Albertine: "Te quiero mucho", y, una hora después, mientras bajábamos por los caminos que conducían -demasiado cortados a pico, para mi gusto- a Balbec, yo me decía que con ella era con quien iba a vivir mi novela. (p.503)
Es inevitable ceder a la tentación de leer lo último como un comentario metanarrativo. Evidentemente, la "novela" -la totalidad de En busca del tiempo perdido- es vivida por el narrador con Albertine.


miércoles, 28 de noviembre de 2012

Páginas 485-494

El narrador empieza a ver Balbec con otros ojos, gracias al tiempo que pasa con las chicas de la "pandilla":
...Despues, encontrada la chaqueta y listos los sandwiches, iba a buscar a Albertine, Andrée, Rosemonde, a veces a otras, y -a pie o en bicicleta- partíamos.
En otro tiempo, habría preferido hacer aquel paseo con mal tiempo. Entonces intentaba encontrar en Balbec "el país de los cimerios" y los días hermosos eran algo que no debía existir allí, una intrusión del vulgar verano de los bañistas en aquella antigua región velada por las brumas. Pero ahora todo lo que había desdeñado, apartado de mi vista (...) lo habría buscado por pasión por la misma razón que en otro tiempo no habría deseado sino mares tempestuosos: la de que estaban vinculados -unos y otras- a una idea estética. Es que mis amigas y yo habíamos ido a ver a Elstir y los días en que estaban presentes las muchachas lo que había mostrado preferentemente era algunos bosquejos de hermosas yatchwomen o un esbozo tomado en un hipódromo cercano a Balbec. (pp.485-486)
Después Elstir describe esos cuadros en términos muy similares a los que emplea el narrador para elaborar sobre el mecanismo de confusión de la tierra, el mar y el cielo. El narrador compara la idea de pintar regatas y carreras de caballos con las fiestas venecianas de Veronese y Carpaccio.
"Su comparación es tanto más exacta", me dijo Elstir, "cuanto que, por tratarse de la ciudad en que pintaban las fiestas, éstas eran en parte náuticas. Sólo que la belleza de las embarcaciones de aquella época estribaba en la mayoría de los casos en su pesadez, en su complicación. Había justas en el agua, como aquí, celebradas generalmente en honor de alguna embajada semejante a la que Carpaccio respresentó en La leyenda de Santa Úrsula. Los navíos eran macizos, construidos como arquitecturas, y parecían casi anfibios, como pequeñas Venecias en medio de la otra, cuando, amarrados con ayuda de puentes volantes, cubiertos de raso carmesí y tapices persas, llevaban mujeres con brocado color de cereza o con damasco verde, muy cerca de los blancones incrustados con mármoles multicolores (...) Ya no se sabía dónde acababa la tierra y dónde comenzaba el agua, qué era palacio y qué navío, carabela, galeaza, Bucentauro". (pp.486-487)
Más adelante el narrador nos cuenta su rutina con las chicas:
...a veces, en lugar de ir a una granja, subíamos hasta lo alto del acantilado y, una vez arribados y sentados en la hierba, abríamos nustro paquete de sandwiches y pasteles. Mis amigas preferías los sandwiches y les extrañaba verme comer sólo un pastel de chocolate góticamente historiado con azúcar o una tarta de albaricoque. Es que los sandwiches de queso de Chester y lechuga, alimento ignorante y nuevo, nada me decían. Pero los pasteles eran instruidos; las tartas, parlanchinas. En los primeros había insipideces de nata y en las segundas frescores de frutas que sabían lo suyo sobre Combray, sobre Gilberte; no sólo la Gilberte de Combray, sino también la de París en cuytas meriendas había vuelto a sentirlos (...) Agotadas nuestras provisiones, jugábamos a juegos que hasta entonces me habían parecido aburridos, a veces tan infantiles como "La torre alerta esté" o "A quien ría primero", pero a los que no habría renunciado ni por un imperio; la aurora de juventud con la que se encendía aún el rostro de aquellas muchachas y fuera de la cual me encontraba yo ya, a mi edad, lo iluminaba todo delante de ellas y (...) hacía destacar los detalles más insignificantes de su vida sobre un fondo de oro. (pp.492-493)

martes, 27 de noviembre de 2012

Páginas 475-484

Poco a poco el narrador va conociendo a las otras chicas de la "pandilla": André y Gisèle, por ejemplo, lo que genera una escenita de celos por parte de Albertine:
Pero Gisèle no pudo decirme las palabras prometidas por su mirada para el momento en que Albertine nos hubiera dejado juntos, pues, como ésta, colocada con obstinación entre los dos, había seguido respondiendo cada vez más brevemente y después había cesado de responder del todo a las palabras de su amiga, acabó abandonando el puesto. Reproché a Albertine que se hbiera mostrado tan desagradable. "Así aprenderá a ser más discreta. No es mala persona, pero es una pesada. No tiene por qué venir a meter la nariz por todos lados. ¿Por qué se pega a nosotros, sin que se lo pidan? Poco ha faltado para que la mandara a hacer gárgaras. Por lo demás, detesto que lleve el pelo así, da mala impresión" (...) "No me había fijado en ella", respondí. "Pues la has mirado bastante, parecía que quisieras hacer su retrato", me dijo, sin que la ablandaran las miradas intensas que en auqel momento le dirigía. "Ahora, no creo que te gustara. No es nada coqueta. A ti deben de gustarte las chicas coquetas. En todo caso, ya no va a tener la ocasión de pegarse más y de que le den de lado, porque regresa esta tarde a París." (pp.476-477)
Más adelante encontramos lo más parecido a un desarrollo del título del libro:
Incluso mentalmente, dependemos de las leyes naturales mucho más de lo que creemos y nuestra mentalidad cuenta por adelantado -como cierta criptógama, como cierta gramínea- con las particularidades que creemos elegir. Pero sólo captamos las ideas secundarias sin advertir la causa primera -raza judía, familia francesa- que las producía necesariamente y que manifestamos en el momento oportuno. Y tal vez -mientras que unas nos parecen resultado de una deliberación, otras de una imprudencia en nuestra higiene- debamos a nuestra familia -como las papilonáceas la forma de su simiente- tanto las ideas por las que vivimos como la enfermedad por la que morimos.
Como en un plantón en el que las flores maduran en épocas diferentes, yo las había visto, en señoras ancianas, en aquella playa de Balbec, aquellas duras simientes, aquellos blandos tubérculos, que mis amigas serían un día. Pero, ¿qué importaba? En aquel momento, era la temporada de las flores. (p.480)
El proceso de modulación de las metáforas -que culmina en "la temporada de las flores", que remite a su vez al "a la sombra de las muchachas en flor" del título- parte de comparar la diversidad en el caracter y la apariencia de las chicas, entendida como rasgos de transmisión hereditaria (recordemos las reflexiones al respecto en relación a Gilberte, página 145), con las características de las flores, también relativas a su especie y variedad, presentadas con un vocabulario vagamente científico. La comparación con el mundo vegetal, entonces, queda en el aire, y es atrapada de nuevo por las muchachas: algún día serán flores marchitas, ahora están en la "flor de la edad".

lunes, 26 de noviembre de 2012

Páginas 465-474

Conversando con Albertine el narrador descubre que lo que más le importa a la chica son los deportes; más adelante, sin embargo, se entera de que, gracias a Elstir y a un curso de pintura, la líder de la pandilla de Balbec se interesa por las artes plásticas. Además, a lo largo de la charla, parecería que Albertina no aprecia mucho -a juzgar por sus juicios sobre ellas- a sus amigas.
Durante una de sus caminatas, Albertine y el narrador se encuentran con Bloch:
Nos cruzamos con Bloch, que me dirigió una sonrisa fina e insinuante y -violento ante la presencia de Albertine, a quien no conocía o al menos conocía "sin conocer"-, embutió la cabeza en el cuello de su camisa con un movimiento envarado y repelente. "¿Cómo se llama ese tipo?", me preguntó Albertine. "o sé por qué me saluda, si no me conoce. Por eso no le he devuelto el saludo." No tuve tiempo de responder a Albertine, pues, viniendo derecho hacia nosotros, dijo: "Disculpa que te interrumpa, pero quería avisarte de que mañana voy a Doncières. Sería una descortesía esperar más y me pregunto qué pensará de mí Saint-Loup-en-Bray. Que sepas que tomaré el tren de las dos. A tus disposición". Pero yo sólo pensaba en volver a ver a Albertine e intentar conocer a sus amigas y Doncières -como ellas no iban a ir y yo volvería después de la hora en que bajaban a la playa- me parecía el fin del mundo. Dije a Bloch que me resultaba imposible. "Pues bien, iré solo" (...)
"Reconozco que es un muchacho bastante guapo", me dijo Albertine, "pero, ¡cómo me desagrada!"
Yo nunca había pensado que Bloch pudiese ser guapo; lo era, en efecto. Con la cabeza un poco prominente, una nariz muy curvada, un aire de extraordinaria finura y de estar ocnvencido de ella, tenía un rostro agradable. Pero no podía gustar a Albertine (...) Cuando le dije aquel primer día que se llamaba Bloch, exclamó: "Habría apostado a que era un judaca. Es muy propio de esa gente ser tan chicnches" (pp.468-469).
Más adelante se cruzan con unas conocidas del narrador.
...pasaron unas jóvenes -las señoritas d'Ambresac-, a quienes saludé y a las que Albertine saludó también.
Pensaba que con ello mi relación con Albertine mejoraría. eran las hijas de una pariente de la Sra. de Villeparisis y que conocía también a la Sra. de Luxembourg (...) Las hijas, muy guapas, vestían con elegancia, pero de ciudad, no de playa. Con sus vestidos largos, bajo sus grandes sombreros, parecían pertenecer a una humanidad distinta a la de Albertine. Ésta sabía muy bien quiénes eran. "¡Ah! ¿Conoces a las niñas d'Ambresac? Pues conoces a gente muy distinguida. Por lo demás, son muy sencillos", añadió, como si fuera contradictorio. "Son muy amables, pero tan bien educadas, que no les dejan ir al Casino, sobre todo por nosotras, porque tenemos muy malos modales. ¿Te gustan? Hombre, eso depende. Son lo que se dice unas pavitas. Tal vez tenga su encanto. Si te gustan las pavitas, vas bien servido." (p.472)

domingo, 25 de noviembre de 2012

Páginas 455-464

A los pocos días de la charla con Elstir, la abuela del narrador regala a Saint-Loup unas cartas de Proudhon, ya que Robert debe regresar a sus obligaciones.
Las leyó con avidez, manejando las hojas con respeto e intentando retener las frases, y después, tras levantarse, estaba ya disculpándose ante mi abuela de haber permanecido demasiado tiempo, cuando la oyó responderle:
"No, no, lléveselas, he pedido que me las enviaran para regalárselas".
Fue presa de un júblio que pudo dominar tan poco como un estado físico que se produce sin intervención de la voluntad y se puso escarlata, como a un niño a quien acaban de castigar, y mi abuela, al ver todos los esfuerzos que había hecho -sin conseguirlo- para contener el júbilo que lo embargaba, se sintió mucho más emocionada que por todos los agradecimientos que hubiera podido proferir. (p.454)
Ya solo en Balbec, el narrador se acerca a las amigas de Albertine. Elstir da una fiesta en su estudio y lo invita: es la mejor ocasión para conocerlas.
Cuando llegué a casa de Elstir, un poco más tarde, creí al principio que la Srta. Simonet no estaba en el taller. Sí que había una muchacha sentada, con vestido de seda y descubierta, pero cuyas magnífica cabellera, nariz y tez no conocía yo, y en la que no reconocía la entidad que había extraído yo de una joven ciclista que se paseaba tocada con una gorra de polo a lo largo del mar. Sin embargo, era Albertine. Pero incluso cuando lo supe, no le presté atención. (p.459)
Como era de esperarse, en tanto la expresión de ese sentimiento, en sus múltiples variaciones, es uno de los ejes más evidentes de A la sombra de las muchachas en flor, conocer en persona a Albertine y conversar con ella no logra sino desilusionar al narrador. Pero a no desesperar: conocer a la muchacha puede tener, evidentemente, sus ventajas:
Aunque me sintiera bastante decepcionado de haber visto en la Srta. Simonet a una muchacha demasiado poco diferente de todas las que conocía, me decía que -así como mi decepción ante la iglesia de Balbec no me impedía desear ir a Quimperé, a Pont-Aven y a venecia- al menos por mediación de Albertine podría -si esta resultaba no ser lo que había yo esperado- conocer a sus amigas de la pandilla. (p.464).

Páginas 445-454

Cuando el narrador le reprocha -a su manera- a Elstir no haberle presentado a las chicas, la respuesta es muy sencilla:
"Me habría gustado tanto conocerlas", dije a Elstir, al llegar junto a él.
"Entonces, ¿por qué se ha quedado a tanta distancia?"  (p.448)
Para compensar, Elstir ofrece al narrador un esbozo de Puerto de Carquethuit; el narrador aprovecha y pide más:
"Me habría gustado mucho disponer de una fotografía, si tiene usted alguna, del retrato de Miss Sacripant. Pero ¿qué significa ese nombre?" "Es el de un personaje que desempeó la modelo en una estúpida opereta." "Usted sabe que yo no la conozco de nada, señor Elstir, pero parece creer lo contrario."
Elstir guardó silencio. "¿No será la Sra. Swann antes de su matrimonio?", dije con uno de esos bruscos encuentros fortuitos de la verdad, que son, a fin de cuentes, bastante poco frecuentes, pero que después bastan para dar cierto fundamento a la teoría de los presentimientos, si procuramos olvidar todos los errores que la invalidarían. Elstir no me respondió. Era sin duda un retrato de Odette de Crécy. Ésta no había querido conservarlo por muchas razones, algunas de las cuales son demasiado evidentes. Había otras. El retrato era anterior al momento en que Odette, tras disciplinar sus facciones, había hecho con su rostro y su talle aquella creación cuyas grandes líneas iban a respetar, a lo lago de los años, sus peluqueros, sus modistas y ella misma, en su forma de estar, hablar, sonreír, posar las manos, las miradas, pensar. (pp.448-449)
El narrador sigue atando cabos. Si Elstir conoció a Odette en su juventud, seguramente también conoció a los Verdurin. Por lo tanto, quizá no sea otro que Elstir el pintor llamado "Biche", del que tanto ha hablado la Sra. Verdurin. Esto quiere decir, por otra parte, que en este momento de su vida -digamos 18-29 años-, el narrador ya tiene acceso a la información que luego será volcada en "Un amor de Swann".
A aquellos pensamientos silenciosamente rumiados junto a Elstir, mientras lo acompañaba a su casa, me llevaba el descubrimiento que acababa de hacer respecto de la identidad de su modelo, cuando aquel primer descubrimiento me procuró otro, más turbador aún para mí, sobre la identidad del artista. Había hecho el retrato de Odette de Crécy. ¿Sería posible que aquel hombre genial, aquel solitario, aquel filósofo de conversación magnífica y que lo dominaba todo, fuera el ridículo y perverso pintor adoptado en otro tiempo por los Verdurin? Le pregunté si los había conocido, si por casualidad lo apodaban Sr. Biche entonces. Me respondió que sí, sin turbación, como si se tratara de una parte ya un poco antigua de su existencia... (p.451)
Ante el asombro del narrador, Elstir arma un discurso impresionante:
"No hay hombre, por sabio que sea", me dijo, "que en determinada época de su juventud no haya pronunciado palabras -o incluso llevado una vida- cuyo recuerdo no le resulte desagradable y que desearía ver abolido, pero en modo alguno debe lamentarlo, porque sólo puede estar seguro de haber llegado a ser un sabio, en la medida en que ello sea posible, si ha pasado por todas las encarnaciones ridículas u odiosas que deben preceder a esta última. Sé que hay jóvenes, hijos y nietos de hombres distinguidos, a quienes sus preceptores han enseñado la nobleza del espíritu y la elegancia moral desde el colegio. Tal vez no tengan nada que suprimir de su vida, podrían publicar y firmar todo lo que han dicho, pero son espíritus pobres, descendientes sin fuerza de doctrinarios y cuya sabiduría es negativa y estéril. No recibimos la sabiduría, debemos descubrirla por noostors mismos después de un trayecto que nadie puede hacer por nosotros..." (p.452)

viernes, 23 de noviembre de 2012

Páginas 435-444

El narrador empieza a preocuparse de que Elstir se demore tanto en su taller que les resulte imposible encontrarse, en la caminata que tienen proyectada, con Albertine y las otras chicas.
...Pensé que [Albertine] había ido a reunirse con sus amigas en el malecón. Si hubiera podido encontrarme en él con Elstir, las habría conocido. Inventé mil pretextos para que accediera a compañarme a dar una vuelta por la playa. Ya no tenía yo la calma de antes de la aparición de la muchacha en el marco de la ventanita, tan encantadora hasta entonces con su su madreselva y ahora tan vacía. Elstir me dio una alegría, mezclada de tortura, al decirme que daría una vuelta conmigo, pero que antes debía acabar el fragmento que estaba pintando. Eran flores, pero no aquellas cuyo retrato habría preferido yo encargarle en lugar de una persona, a fin de conocer mediante la revelación de su genio lo que con tanta frecuencia había buscado en vano entre ellas: majuelos, espinos rosados, acianos, flores de manzano. Mientras pintaba, Elstir me hablaba de botánica, pero yo apenas lo escuchaba; ya no se bastaba a sí mismo, ya sólo era el intermediario necesario entre aquellas muchachas y yo; el prestigio que tan sólo unos instantes antes le infundía para mí su talento ya sólo valía en la medida en que me confería un poco a mí mismo ante la pandilla a la que iba a presentarme. (p.435)
Impaciente, el narrador se pone a mirar cuadros viejos, hasta que encuentra uno que le llama la atención:
Era -aquella acuarela- el retrato de una joven no linda, pero de un tipo curioso, tocada con un gorro bastante semejante a un bombín bordeado de una cinta de seda color de cereza; una de sus manos, enfundadas en mitones, sostenía un cigarrillo encendido, mientras que la otra elevaba a la altura de la rodilla como un gran sombrero de jardín, simple pantalla de paja contra el sol (...) El carácter ambiguo de la persona cuyo retrato tenía ante mis ojos se debía -sin que yo lo comprendiese- a que era una joven actriz de otro tiempo medio disfrazada. Pero su bombín, bajo el cual el pelo estaba ahuecado, pero corto, y su chaqueta de terciopelo y sin solapas que se abría sobre un plastrón blanco me hicieron vacilar sobre la fecha de la moda y el sexo de la modelo, por lo que no sabía exactamente qué tenía ante los ojos, excepto que se trataba del más claro fragmento de pintura (...) Sobre todo se sentía que Elstir, sin preocuparse del cariz inmoral que podía presentar aquel disfraz de una joven actriz para quien el talento con el que desempeñara su papel tenía seguramente menos importancia que el irritante atractivo que iba a ofrecer a los sentidos hastiados o depravados de algunos espectadores, se había aplicado, en cambio, a esos rasgos de ambigüedad como a un elemento estético que valía la pena poner en relieve y que había procurado al máximo subrayar. A lo largo de las líneas del rostro, el sexo parecía estar a punto de confesar que era el de una muchacha un poco masculina, se esfumaba y más allá reaparecía para sugerir más bien la idea de un joven afeminado vicioso y soñador y después se desdibujaba otra vez, permanecía inaprensible (...) Al pie del retrato había este rótulo: Miss Sacripant, octubre de 1872. (pp.436-437)
Más adelante descubriremos que "Miss Sacripant" no es otra que Odette, la mujer de Swann.
Finalmente Elstir termina el cuadro, pero la salida se demora por la llegada de su mujer (a la que esconde el cuadro que había encontrado el narrador); después de un rato de recorrer el malecón, cuando el narrador ya se dio por vencido, las chicas aparecen. Pero...
Al sentir que era inevitable el encuentro entre ellas y nosotros y que Elstir iba a llamarme volví la espalda como un bañista que va a recibir la ola; me detuve en seco y, dejando que mi ilustre compañero prosiguera su camino, me quedé atrás, inclinado (...) hacia el escaparate de la tienda de antiguedades (...) Miraba el escaparate esperando el momento en que mi nombre, gritado por Elstir, llegara a acertarme como una bala esperada e inofensiva. La certeza de la presentación a aquellas muchachas había tenido la virtud no sólo de hacerme aparentar, sin otambién experimentar, indiferencia para con ellas. El placer de conocerlas, ya inevitable, quedó comprimido, reducido, me pareció menor que el de charlar con Saint-Loup, cenar con mi abuela (...) Elstir iba a llamarme. En modo alguno había sido así como con frecuencia me había imaginado -en la playa, en mi habitación- que conocería a aquellas muchachas. Lo que iba a suceder era otro acontecimiento para el que no me había preparado (...) Tras decidirme a volver la cabeza, vi a Elstir -parado unos pasos más allá con las muchachas- decirles adiós (...) Elstir ya se había separado de las muchachas sin haberme llamado. Se internaron por una calle transversal y él vino hacia mí. Todo había salido mal. (pp.443-445)

jueves, 22 de noviembre de 2012

Páginas 425-434

Seguimos con la descripción del cuadro de Elstir. El narrador insiste en la exposición del "truco" del pintor, que confunde elementos marinos con elementos terrestres y trastoca el sistema de preconceptos que hace a la percepción visual:
Si bien todo el cuadro daba esa impresión de los puertos en los que el mar entra en la tierra, en los que ésta ya es marina y la población anfibia, la fuerza del elemento marino estallaba por doquier y cerca de las rocas, a la entrada de la escollera, donde el mar estaba agitado, se sentía -por los esfuerzos de los marineros y la oblicuidad de los barcos inclinados en ángulo ante la serena verticalidad del depósito, de la iglesia, de las casas de la ciudad, donde unos volvían y otros partían a pescar- que trotaban bruscamente sobre el agua como sobre un animal fogoso y rápido cuyos sobresaltos, sin su destreza, los habrían arrojado a tierra (...) E incluso se sentían aún las potentes acciones que debía neutralizar el bello equilibrio de las barcas inmóviles, gozando del sol y del frescor, en las partes -superpuestas unas sobre otras por la perspectiva- en que los reflejos del mar -de tan apacible como estaba- tenían casi más solidez y realidad que los cascos vaporizados por un efecto de sol. O, mejor dicho, no parecían otras partes del mar. (p.425)
A partir de aquí el narrador se lanza a una especulación sobre estética, con el cuadro de Elstir como punto de partida:
Desde los comienzos de Elstir, conocimos las fotografías de paisajes y ciudades, calificadas de "admirables". Si intentamos precisar lo que en este caso designan los aficionados con ese epíteto, veremos que suele aplicarse a alguna imagen singular de algo conocido, imagen diferente de las que estamos habituados a ver, singular y, sin embargo, verdadera y que, por esa razón, nos resulta doblemente pasmosa, porque nos asombra, nos hace salir de nuestros hábitos y al tiempo entrar en nosotros mismos al recordarnos una impresión. Por ejemplo, una de esas fotografías "magníficas" ilustrará una ley de la perspectiva, nos mostrará cierta catedral que estamos habituados a ver en medio de la ciudad, tomada, en cambio, desde un punto elegido desde el que parecerá treinta  veces más alta que las casas y formando un espolón al borde del río del que está, en realidad, distante. Ahora bien, el esfuerzo de Elstir para no exponer las cosas tal como sabía que eran, sino según esas ilusiones ópticas de las que se compone nuestra visión primordial, lo había incitado precisamente a poner de manifiesto algunas de esas leyes de perspectiva, más sorprendentes aún, pues el arte fue el primero en revelarlas. (pp.426-427)
Pronto encontramos que ya no se habla únicamente de Puerto de Carquethuit sino que otros trabajos de Elstir parecen incorporarse a la descripción (de un modo muy poco específico, que permite dudar si en realidad se trata de otros cuadros): el resultado es la creación de una suerte de macro-cuadro, que se vuelve signo de las ideas del pintor y su estética:
En un cuadro que representaba Balbec un tórrido día de verano, un entrante del mar parecía -encerrado entre murallas de granito rosado- no ser el mar, que comenzaba más allá. Sólo las gaviotas (...) sugerían la continuidad del océano. Otras leyes se desprendían de aquella misma tela como -al pie de los inmensos acantilados- la gracia liliputiense de las velas blancas sobre el espejo azul, en el que parecían mariposas dormidas, y ciertos contrastes entre la profundidad de las sombras y la palidez de la luz (...) Asimismo, tras una fila de bosque, allende el mar, comenzaba otro mar -rosado con el ocaso- que era el cielo. La luz, inventando como nuevos sólidos, empujaba el caso del barco sobre el que caía, más atrás del que estaba a la sombra, y disponía como los peldaños de una escalera de cristal sobre la superficie materialmente plana, pero quebrada por la iluminación matutina del mar. (p.427).
Llegamos así a una primera conclusión:
El esfuerzo que Elstir hacía para despojarse ante la realidad de todas las nociones de su inteligencia resultaba tanto más admirable cuando que aquel hombre, quien antes de pintar se volvía ignorante y lo olvidaba todo por probidad -pues lo que sabemos no nos pertenece-, tenía precisamente una inteligencia excepcionalmente cultivada. (p.428)
Elstir se olvida de su saber, se desprende de su inteligencia, en tanto operan como prejuicios, y pinta lo que ve. El resultado parece alejarse del realismo e introducirse en el "ensueño", como dice varias veces el narrador, pero, en rigor, su reconstrucción de la realidad sensible es más "realista" que cualquier cuadro pintado con convenciones de la historia del arte que regulan las pautas de la mimesis. Elstir, en ese sentido, se aparte de la tradición, de la historia; su pintura, volcada a los objetos, a la percepción visual de los objetos, sueña la utopía ahistórica.
El narrador, entonces, le comenta que la iglesia de Balbec lo desilusionó, para horror del pintor, que se lanza a una extensísima descripción del portal de la iglesia, en el que es contada mediante imágenes la historia del mundo. Se trata, entonces, de otra obra-total incorporada a la novela, y se cuenta una vez más la historia del narrador desilusionado que luego "entiende mejor" lo que en su momento se perdió gracias a la intervención de otra persona (en particular, en el momento de la desilusión ante la Berma, de otro artista: Bergotte -páginas 137-146):
"¡Como! ¿Que le decepcionó ese pórtico? Pero si es la más bella Biblia historiada que el pueblo haya podido leer jamás. Esa Virgen y todos los bajorrelieves que cuentan su vida son la expresión más tierna, más inspirada, de ese largo poema de adoración y alabanzas que la Edad Media desplegaría a la gloria de la Madona (...) Pues lo que tiene usted ahí es todos los círculos del Cielo, todo un gigantesco poema teológico y simbólico. Es una locura, es divino, es mil veces superior a todo lo que pueda usted ver en Italia, donde, por lo demás, el tímpano fue copiado, literalmente, por escultores mucho menos geniales..."
Aquella inmensa visión celeste de la que me hablaba, aquel gigantesco poema teológico que se había escrito -comprendía yo- allí no eran lo que yo había visto, cuando mis ojos, henchidos de deseos, se habían abierto ante la fachada. Le hablé de esas grandes estatuas de santos, montados sobre zancos, que forman como una avenida.
"Parte del fondo de los tiempos para llegar a Jesucristo", me dijo. "Son, por una parte, sus antepasados, según el espíritu y, por otra, los reyes de Judea, sus antepasados por la carne. Todos los siglos están ahí. Y si hubiera contemplado usted mejor lo que le parecieron zancos, habría podido nombrar a los encaramados. Pues a los pies de MOisés habría recnocido el becerro de oro; bajo los pies de Abraham, el carnero; bajo los de José, el demonio aconsejado a la mujer de Putifar.
También le dije que esperaba encontrar un monumento casi persa y que seguramente ésa había sido una de las causas de mi error. "No, no", me respondió, "había mucho de cierto. Algunas partes son totalmente orientales; un capitel reproduce tan exactamente un motivo persa, que la persistencia de las tradiciones orientales no basta para explicarlo. El escultor debió de copiar algún cofre traído por navegantes". Y, en efecto, más adelante iba a enseñarme la fotografía de un capitel en el que vi dragones casi chinos que se devoraban... (pp.429-430)
Dragones chinos, motivos persas, los antepasados de Jesucristo: el pórtico de la iglesia de Balbec comienza a asemejarse a un posible aleph enclavado en En busca del tiempo perdido.
Pero algo interrumpe la conversación sobre arte. Una chica pasa en bicicleta y saluda al pintor. El narrador queda boquiabierto:
"¿Conoce usted a esta mujer, señor Elstir?", le dije, al comprender que podía presentármela, invitarla a su casa. Y aquel taller apacible con su horizonte rural se había llenado de un colmo delicioso, como ocurre con una casa en la que un niño estaba ya a gusto y se entera de que, además, por la generosidad con que las cosas bellas y las personas nobles aumentan indefinidamente sus dones, le están preparando una magnífica merienda. Elstir me dijo qu ese llamaba Albertine Simonet y me nombró también a sus otras amigas, a las que yo describí con bastante exactitud como para que cupiera la menor duda. (p.432)



Páginas 415-424

Elstir conversa un rato con el narrador y Saint-Loup en el restaurante de Rivebelle.
Con las pocas palabras que Elstir vino a decirnos, tras sentarse a nustra mesa, en ninguna de las diversas veces en que le hablé de Swann me respondió. Empecé a creer que no lo conocía. No por ello dejó de pedirme que fuera a verlo a su taller de Balbec, invitación que no hizo a Saint-Loup y que me granjearon (...) unas palabras que le hicieron pensar que yo amaba las artes. Me produgó una amabilidad que era tan superior a la de Saint-Loup como ésta a la afabilidad de un pequeñoburgués. (p.415)
La visita, sin embargo, se demora unos días más. El narrador está más interesado en las chicas (la "pandilla") de Balbec que en una conversación sobre pintura, pero su abuela insiste:
Mi abuela, a quien había yo contado mi entrevista con Elstir y que se alegraba del provecho intelectual que podía reportarme su amistad, consideraba absurdo y un poco descortés que no hubiera ido aún a visitarlo. Pero yo sólo pensaba en la pandilla y, como no estaba seguro de la hora en que pasarían por el malecón, no me atrevía a alejarme de él. Mi abuela se extrañaba también de mi elegancia, pues de repente me había acordado de trajes que hasta entonces había dejado en el fondo de la maleta. Cada día me ponía uno diferente y había escrito incluso a París para que me enviaran nuevos sombreros y nuevas corbatas. (p.418)
Finalmente la visita se produce; el narrador "cede" a la insistencia de su abuela y parte en dirección a la casa-estudio de Elstir.
Tuve que acabar obedeciendo a mi abuela con tanto más enojo cuanto que Elstir vivía bastante lejos del malecón, en una de las avenidas más nuevas de Balbec. El calor del día me obligó a tomar el tranvía que pasaba por la Rue de la Plage y me esforcé en pensar que estaba en el antiguo reino de los cimerios, en la patria tal vez del rey Marco o en el bosque de Brocelandia, y no mirar el lujo de pacotilla de las construcciones que se alzaban ante mí, la más suntuosamente fea de entre las cuales tal vez fuera la quinta de Elsitr, pese a lo cual l ahabía alquilado, porque -de todas las de Balbec- era la única que podía ofrecerle un gran taller (...) y el taller de Elstir me pareció como el laboratorio de una nueva creación del mundo, en el que -a partir del caos que son todas las cosas que vemos- había obtenido -pintándolos en diversos rectángulos de tela situados en todos los sentidos- una ola del mar -aquí- que estrellaba encolerizada su espuma lila sobre la arena y un joven -allá- con traje de dril blanco y acodado en el puente de un barco (...) En el momento en que entré, el creador estaba acabando, con el pincel que sostenía en la mano, la forma del sol en el ocaso (...) Mientras Elstir seguía -así se lo rogué- pintando, yo circulaba por aquel claroscuro y me detenía ante un cuadro y después ante otro. La mayoría de los que me rodeaban no eran lo que más me habría gustado ver de él, la spinturas pertenecientes a su estilo primero y segundo, como decía una revista de arte inglesa (...): el estilo mitológico y auqel en el que había recibido la influencia del japón, admirablemente representados los dos, según decían, en la colección de la Sra. de Guermantes. Naturalmente, lo que había en su taller eran sólo marinas realizadas allí, en Balbec. (pp.421-423)
Aquí comienza un pasaje maravilloso del libro, la larga descripción de Puerto de Carquethuit, una de las marinas de Elstir -aunque también se habla de otros cuadros, sin nombrarlos y fundiéndolos con Puerto...-; el narrador, para comenzar, nos prepara para uno de los artificios más importantes de la estética del pintor:
...podía discernir que el encanto de cada una de ellas [las marinas] consistía como en una metamorfosis de cosas representadas, análoga a la que en poesía se denomina metáfora y que, si bien Dios Padre había creado las cosas nombrándolas, Elstir las recreaba quitándoles el nombre o atribuyéndoles otro. Los nombres que designan las cosas responden siempre a una idea de la inteligencia, extraña a nuestras impresiones verdaderas y que nos obliga a eliminar de ellas todo lo que remite a dicha idea.
A veces en mi ventana del hotel de Balbec, por la mañana, cuando Françoise abría las cortinas que ocultaban la luz o, por la noche, cuando esperaba al momento de partir con Saint-Loup, había confundido yo -influido por un efecto del sol- una parte más obsruca del mar con una costa alejada o había contemplado, jubiloso, una zona azul y fluida sin saber si pertenecía al mar o al cielo. Muy pronto mi inteligencia restablecía la separaciónentre los elementos que mi impresión había abolido (...) Pero de los escasos momentos en que se ve la naturaleza tal como es, poéticamente, era de los que estaba hecha la obra de Elstir. Una de su smetáforas más frecuentes en las marinas que tenía junto a sí en aquel momento era precisamente la que, al comparar la tierra con el mar, suprimía todo deslinde entre ellos. Esa comparación, tácita e incansablemente repetida en una misma tela, era la que introducía en ella esa unidad multiforme y poderosa (...) Por ejemplo, para una metáfora de esa clase -en un cuadro que representaba el puerto de Carquethuit (...)- había preparado Elstir el espíritu del espectador al emplear términos exclusivamente marinos para el pueblecito y para el mar exclusivamente urbanos... (pp.423-424)
El artificio de Elstir consiste en proponer al espectador del cuadro elementos terrestres como si fueran marinos y viceversa. Así, las embarcaciones del puerto son confundidas con casas y edificios:
...por sobre los techos sobresalían -como si hubieran sido chimeneas o campanarios- mástiles, que parecían infundir a los barcos a los que pertenecían un caracter urbano, como construidos sobre la tierra (...) por lo que auqella flotilla de pesca parecía pertenecer menos al mar que, por ejemplo, las iglesias de Criquebec, que -rodeadas de agua por todos lados, porque se las veía sin la ciudad en una polvareda de sol y olas- parecían salir, a lo lejos, de las aguas... (p.424)


martes, 20 de noviembre de 2012

Páginas 405-414

En estas páginas el narrador nos cuenta del levante de Saint-Loup en Rivebelle y de la resaca de la mañana siguiente:
De repente me despertaba, advertía que, gracias a un largo sueño, no había oído el concierto sinfónico. Ya era la tarde; me cercioraba de ello con el reloj, tras hacer algunos esfuerzos para levantarme, infructuosos al principio e interrumpidos por caídas sobre la almohada, pero de esas caídas cortas que siguen al sueño como a las demás ebriedades, ya las procure el sueño o una convalecencia; por lo demás, antes incluso de haber mirado la hora, estaba seguro de que ya había pasado al mediodía. La noche anterior, yo no era sino un ser vaciado, sin peso y (...) no podía cesar de dar vueltas y hablar, carecía ya de consistencia y de centro de gravedad, estaba lanzado, me parecía que podría continuar mi taciturna carrera hasta la Luna. Ahora bien, aunque durmiendo mis ojos no habían visto la hora, mi cuerpo había sabido calcularla, había medido el tiempo -no en una esfera superficicialmente imaginada, sino- por el epso progresivo de todas mis fuerzas recuperadas, que, como un reloj potente, había dejado descender punto por punto de mi cerebro al resto de mi cuerpo (...) la abundancia intacta de sus provisiones. Si es cierto que el mar fue en tiempos nuestro medio vital en el que debemos sumergir de nuevo nuestra sangre para recuperar las fuerzas, lo mismo ocurre con el olvido, la nada mental; parecemos entonces ausentes del tiempo durante unas horas, pero las fuerzas que se han acumulado entretanto y no se han gastado lo miden por su cantidad tan exactamente como las pesas del reloj o los montículos que se van despoblando del reloj de arena. Por lo demás, no se sale más fácilmente de semejante sueño que de la vigilia prolongada... (pp.408-409)
Más adelante hace su aparición el Elstir, amigo de Swann y el pintor de la trilogía de artistas ficticios central a la novela (Bergotte, Vinteuil y Elstir; a los que cabría añadir a la Berma):
Ya en el restaurante de Rivebelle habíamos visto dos o tres veces (...) a un hombre muy alto, muy musculoso, de facciones regulares y barba entrecana, pero cuya soñadora mirada permanecía clavada con aplicación en el vacío. Una noche en que preguntamos al dueño quién era aquel comensal obscuro, aislado y tardío, nos dijo: "¡Cómo! ¿No conocían ustedes al célebre pintor Elstir?" Swann había pronunciado en cierta ocasión su nbombre delante de mí y yo había olvidado enteramente a propósito de qué (...) "Es un amigo de Swann y un artista muy conocido, de gran valor", dije a Saint-Loup. (p.413)

lunes, 19 de noviembre de 2012

Páginas 395-404

El empleado del hotel finalmente localiza a los Simonet en una lista de invitados:
Una vez más estaba yo forjando esa persona mediante el apellido Simonet y el recuerdo de la armonía reinante entre los jóvenes cuerpos que había visto desplegarse por la playa en una procesión deportiva digna de la Antigüedad y de Giotto. No sabía yo cuál de aquellas jóvenes era la Srta. Simonet, si se apellidaría así alguna de ellas, pero sabía que la Srta. Simonet me amaba y que gracias a Saint-Loup iba a intentar conocerla. Por desgracia, éste se veía obligado a regresar todos los días (...) a Doncières, pero me pareció que, para hacerlo incumplir sus obligaciones militares, podía contar -más aún que con su amistad conmigo- con esa propia curiosidad de naturalista humano por conocer una nueva variedad de belleza humana...(p.395)
Ya en Rivebelle, en el restaurante, el narrador comienza a beber. Se trata de otro pasaje en el que se construye la borrachera del personaje sin aludir directamente a los efectos del alcohol.
A partir de aquel momento, yo ya no era el nieto de mi abuela -y no iba a acordarme de ella hasta la salida-, sino un hombre nuevo: el hermano momentáneo de los camareros que iban a servirnos (...) Absorbía en una hora -añadiéndole unas gotas de oporto (...)- que en Balbec no habría querido alcanzar en una semana, pese a que (...) el sabor de auqellas bebidas representaba un placer claramente apreciable, pero fácil de sacrificar, y daba al violinista que acababa de tocar los dos "luises" ahorrados en un mes con vistas a comprarme algo que ya no recordaba (...) No tardó el espectáculo en ordenarse -al menos para mí- de la forma más noble y serena. Toda aquella actividad vertiginosa cristalizaba en una apacible armonía. Yo miraba las mesas redondas cuya inumerable asamblea llenaba el restaurante, como otros tantos planetas, tal como aparecen representados en los cuaros alegóricos de antaño.  Por lo demás, entre aquellos diversos astros se ejercía una fuerza de atracción irresistible y en cada una de las mesas los comensales no quitaban la vista de otras mesas (...) Dos horribles cajeras (...) parecían dos magas ocupadas en prever mediante cálculos astrológicos las conmociones que podían producirse a veces en aquella bóveda celeste concebida conforme a la ciencia de la Edad Media. (pp.397-398)
Pronto el delirio astrológico o astronómico cede paso a una visión más "interior", y es interesante, por supuesto, el papel central que juega la música en la sensibilidad y la imaginación del narrador:
Yo oía los bramidos de mis nervios, embargados de bienestar, independiente de los objetos exteriores que pueden darlo y que el menor desplazamiento de mi cuerpo, de mi atención, bastaba para infundirme, como una ligera presión en un ojo cerrado la sensación del color. Ya había bebido mucho oporto y, si pedía más, no era tanto con vistas al bienestar que las nuevas copas me brindarían cuanto por efecto del bienestar de las anteriores. Dejaba que la propia música condujera mi placer sobre cada nota en la que acababa, dócil, de posarse. Si bien aquel restaurante de Rivebelle (...) reunía en un mismo momento más mujeres que me tentaban con perspectivas de felicidad que el azar de los paseos o los viajes me habría permitido encontrar en un año, auqella música que oímos (...) era, por otra parte, como un lugar de placer aéreo superpuesto, a su vez, al otro y más embriagador que él. Pues cada uno de los motivos, particular como una mujer, no reservaba -como lo habría hecho para algún privilegiado- el secreto de la voluptuosidad que encerraba: me lo proponía, me echaba el ojo, venía hasta mí con paso caprichoso o chabacano, se me acercaba, me acariciaba, como si me hubiera vuelto de pronto más seductor, más poderoso o más rico; veía yo claramente en aquellas tonadas cierta crueldad; es que cualquier sentimiento desinteresado de la belleza, cualquier reflejo de la inteligencia les resultaba desconocido; para ellas, sólo existe el placer físico. Y son el infierno más despiadado, el más desprovisto de salidas para el desdichado celoso al que presentan dicho placer... (p.399-400)


Páginas 385-394

Después de su encuentro con las muchachas el narrador regresa al hotel y, tras una charla con uno de los empleados, se lanza a reflexionar sobre lo acontecido:
Yo me preguntaba si las muchachas a quienes acababa de ver vivirían en Balbec y quiénes podían ser. Cuando el deseo va, así, orientado hacia una pequeña tribu humana que selecciona, todo lo que puede estar relacionado con ella se vuelve motivo de emoción y después de ensueño. Yo había oido a una señora decir en el malecón: "Es un amiga de la pequeña Simonet", con el aire de precisión vanidosa de alguien que explica: "Es el amigo inseparable del pequeño de La Rochefoucauld". Y al instante se había visto en la cara de la persona a quien informaban de ello una mirada de curiosidad y mayor atención para con la persona favorecida, "amiga de la pequeña Simonet". (p.388)
Se trata, por supuesto, de Albertina, quien ya había sido "anunciada" de diversas maneras en las páginas anteriores. El narrador empieza a obsesionarse con el nombre:
No sé por qué me dije desde el primer día que el apellido de Simonet debía ser el de una de aquellas muchachas; ya no cesé de preguntarme cómo podría conocer a la familia Simonet y, además, por mediación de personas a las que ésta considerara superiores a sí misma, lo que no sería difícil, si se trataba de simples zorrillas de clase baja, para que no pudiera tener una idea desdeñosa de mí. Pues, mientras no hayamos vencido ese desdén, no podemos tener un conocimiento perfecto, no podemos practicar la absorción completa, de quien nos desdeña (...) La pequeña Simonet debía de ser la más linda de todas: la que habría podido llegar -me parecía- a ser mi amante, por lo demás, pues era la única que en dos o tres ocasiones había parecido -desviando a medias la cabeza- tomar conciencia de mi fija mirada. Pregunté al ascensorista si conocía a unos Simonet en Balbec. Como no le gustaba decir qu eignoraba algo, respondió que le parecía haber oído ese nombre. Al llegar al último piso, le rogué que me trajera las últimas listas de visitantes. (p.389)
Esa noche el narrador planea cenar con Robert de Saint-Loup en Rivebelle, donde además hay un casino. Esperando el momento para salir a cenar, todavía en su habitación de Balbec, el paisaje se vuelve el centro de la atención:
Y a veces en el cielo y el mar uniformemente grises un poco de rosa se sumaba con un refinamiento exquisito, mientras que una mariposita que se había quedado dormida en el alféizar de la ventana parecía poner con sus alas -al pie de aquella "armonía gris y rosa" del estilo de las de Whistler- la firma favorita del maestro de Chelsea. El propio rosa desaparecía y nada más había ya que contemplar (...) Sabía que de la crisálida de aquel crepúsculo se preparaba para salir, mediante una radiante metamorfosis, la resplandeciente luz del restaurante de Rivebelle. (p.393)

sábado, 17 de noviembre de 2012

Páginas 375-384

Empieza en estas páginas una segunda sección de este capítulo, apenas el narrador dirige su atención a un grupito de muchachas que vacacionan en Balbec. La ausencia de Robert de Saint-Loup -es decir, una ruptura en la rutina, en la costumbre: una irrupción-, que debe atender asuntos personales, hace que el narrador se pasee solo por Balbec, y así:

...Si me hubiese acompañado Saint-Loup, me habría atrevido a entrar en el salón de baile. Como estaba solo, me quedé simplemente delante del Grand-Hôtel esperando al momento de ir a reunirme con mi abuela, cuando -casi en el extremo aún del malecón, en el que formaban una singular mancha en movimiento- vi avanzar a cinco o seis muchachas tan diferentes en aspecto y modales de todas las personas a las que estábamos habituados en Balbec como podría haberlo sido en la playa una bandada de gaviotas, de procedencia desconocida, que hubieran ejecutado con pasos contados (...) un paseo cuyo fin habría parecido tan obscuro a los bañistas, a quienes no parecerían ver, como claramente determinado para sus espíritus de aves.
Una de aquellas desconocidas empujaba con la mano, delante de ella, su bicicleta; otras dos llevaban palos de golf y su vestimenta contrastaba con la de otras jóvenes de Balbec, algunas de las cuales practicaban -cierto es- deportes, pero sin por ello adoptar una forma de vestir especial. (pp.375-376)
Sorprende al narrador la "falta de respeto" con la que las muchachas parecen tratar a casi la totalidad de la gente que pasea por la costa de Balbec:
La mujer de un anciano banquero (...) lo había sentado en una silla de tijera frente al malecón, abrigado del viento y del sol por el quiosco de los músicos. Viéndolo bien instalado, acababa de dejarlo para ir a comprarle un períodico (...) La tribuna de los músicos formaba por encima de él un trampolín natural y tentador sobre el cual la mayor del grupito echó (...) a correr y saltó por encima del espantado anciano (...), lo que divirtió enormemente a las otras muchachas, sobre todo a dos ojos verdes en una cara rubicunda, quienes experimentaron para con aquel acto una admiración y una alegría en la que me pareció distinguir un poco de timidez (...) ausente en las otras. "Ese pobre viejo me da lástima: parece medio muerto", dijo una de las chicas con voz aguardentosa y acento a medias irónico. Dieron unos pasos más y después se detuvieron un momento en medio del camino sin preocuparse de interrumpir la circulación de los transeúntes (...) como un conciliábulo de aves reunidas en el momento de alzar el vuelo, y después reanudaron su lento paseo a lo largo del malecón, por encima del mar. (p.379)
Pareciera que el narrador va individualizándolas de a poco, distinguiendo una por una del grupito a través de rasgos discretos: los ojos, alguna actitud, algunas palabras. La comparación con las aves es reiterada, además. Y de la primera interacción con ellas -o al menos con una de ellas- surge un gran momento de la novela:
Por un instante, mientras pasaba junto a la morena de mejillas gruesas que empujaba una bicicleta, mi mirada se cruzó con las suyas -oblicuas y risueñas- dirigidas desde el fondo de aquel mundo inhumano que encerraba la vida de aquella pequeña tribu, desconocido inaccesible al que la idea de lo que yo era no podía, desde luego, alcanzar ni encontrar un lugar en él. ¿Me había visto aquella muchacha, tocada con una gorra de polo muy calada sobre la frente y totalmente atenta a lo que decían sus compañeras, en el momento en que el rayo negro emanado de sus ojos había topado conmigo? Si me había visto, ¿qué había podido representar yo para ella? ¿Desde dentro de qué universo me distinguía? Me habría resultado tan difícil decirlo como lo es concluir -de ciertas particularidades que se nos revelan en un astro vecino gracias al telescopio- que en él viven seres humanos, que nos ven, y qué ideas puede desperter en ellos esa visión. (p.381)

Páginas 365-374

Saint-Loup y la aristocracia. El narrador vuelve contínuamente a ese tema, visto desde sus propios ojos, desde los de Bloch, desde los de él mismo y desde los de Françoise:
Ahora bien, la sinceridad y el desinterés de Saint-Loup eran, en cambio, absolutos y esa gran pureza moral que -al no poder satisfacerse enteramente con un sentimiento egoísta como el amor, al no encontrar, por otra parte, en sí mismo la imposibilidad que existía, por ejemplo, en mí para encontrar mi alimento espiritual fuera de mí mismo- lo volvía en verdad apto -en la misma medida en que yo no lo era- para la amistad.
Françoise no se equivocaba menos sobre Saint-Loup, cuando decía que parecía no desdeñar al pueblo, pero que no era verdad y que bastaba verlo cuando estaba encolerizado con su cochero. En efecto, Robert lo había regañado alguna vez con cierta rudeza, prueba en él menos del sentimiento de diferencia que del de igualdad entre las clases. "Pero", me dijo en respuesta a mis reproches por haber tratado con cierta dureza a aquel cochero, "¿por qué habría de fingir y tratarlo con consideración? ¿Acaso no es igual a mí? ¿Es que no está tan cercano a mí como mis tíos o mis primos? Pareces dar a entender que habría que tratarlo con consideración, ¡como a un inferior! Hablas como un aristócrata", añadió con desdén.
En efecto, si había una clase contra la cual abrigara prevención y parcialidad, era la aristocracia y hasta el punto de resultarle tan difícil creer en la superioridad de un hombre de la alta sociedad como fácil hacerlo en la de uno del pueblo... (p.367)
En adelante el narrador nos cuenta sobre la relación de Saint-Loup con su amante.
Aquel período dramático de su relación -y que había llegado entonces a su punto más agudo, más cruel para Saint-Loup, pues ella le había prohibido quedarse en París, donde su presencia la exasperaba y lo había obligado a pasar las vacaciones en Balbec, junto a su guarnición- había comenzado una noche en casa de una tía de Saint-Loup, quien había conseguido que mi amiga acudiera a la casa de éste a recitar ante numerosos invitados fragmentos de una obra simbolista ya representada por ella en un escenario de vanguardia y por la que le ha´bia hecho compartir su propia admiración.
Pero, cuando había aparecido, con un gran lis en la mano y vestida con un traje copiado de la "Ancilla Domini" y que era -había convencido a Saint-Loup al respecto- una auténtica "visión de arte", su entrada había sido acogida -en aquella asamblea de hombres de círculo y duquesas- con sonrisas que el monótono tono de la salmodia, la extravagancia de algunas palabras, su frecuente repetición habían convertido en ataques de risa, al principio sofocados y después tan irresistibles, que la pobre recitadora no había podido continuar (...) En cuanto a la artista, salió diciendo a Saint-Loup:
"Pero, ¿a qué reunión de pavas, de mujerzuelas sin instruccion, de patanes has ido a traerme? Más vale que te lo diga: no ha habido ni uno de los hombres presentes que no me haya guiñado el ojo o me haya metido el piey y, como he rechazado sus insinuaciones, han intentado vengarse".
Palabras que habían convertido la antipatía de Robert a la alta sociedad en un horror mucho más profundo y doloroso y que le inspiraban en particular quienes menos lo merecían: parientes serviciales, delegados por la familia, quienes habían intentado persuadir a la amiga de Saint-Loup para que rompiera con él... (pp.371-372)

jueves, 15 de noviembre de 2012

Páginas 355-364

Los personajes de Bloch y su padre sirven a Proust para incorporar más capas de humor a su novela. Así, resulta especialmente gracioso leer la manera en que el narrador los describe y comenta sus dichos. El padre de Bloch, por ejemplo, dice conocer a Bergotte:
Yo mismo me dejé engañar y, por la forma como el Sr. Bloch me habló de Bergotte, creí también que era uno de sus viejos amigos. Ahora bien, el Sr. Bloch conocía a todas las personas célebres exclusivamente "sin conocerlas", por haberlas visto en el teatro, en los bulevares. Por lo demás, se imaginaba que su propia cara, su nombre, su personalidad no les eran desconocidos y que, al verlo, se veían con frecuencia obligados a contener un deseo furtivo de saludarlo. Los miembros de la alta sociedad -no por conocer, por recibir a cenar- a las personas de talento, originales, las comprenden. Pero, cuando hemos frecuentado un poco dicha sociedad, la necesidad de sus habitantes nos hace concebir un deseo demasiado intenso de vivir en los medios obscuros en los que se conoce exclusivamente "sin conocer" y atribuirles demasiada inteligencia. (pp.356-357).
 Poco después el Sr. Bloch humilla a su propio tío -que es quien paga el alquiler en Balbec-, y leemos de paso otra descripción por parte del narrador de sus costumbres:
Ahora bien, si el defecto de su hijo, es decir, lo que su hijo creía invisible a los demás, era la grosería, el del padre era la avaricia. Por eos, mandó servir en una garrafa -con el nombre de champán- un vinillo espumoso y -con el de butacas- había mandado comprar sillas de patio que costaban la mitad, milagrosamente convencido por la intervención divina de su defecto qu eni a la mesa ni en el teatro -donde todos los palcos estaban vacíos- advertimos la diferencia. Cuando el Sr. Bloch nos hubo dejado mojar los labios en copas lisas que su hijo decoraba con el nombre de "cráteras de flancos profundamente ahuecados", nos hizo admirar un cuadro que le gustaba tanto, que se lo llevaba consigo a Balbec. Nos dijo que era un Rubens. Saint-Loup le preguntó, ingenuo, si estaba firmado. El Sr. Bloch respondió -y, al hacerlo, enrojeció- que, para que cupiera en el marco había mandado cortar la firma, cosa que carecía de importancia, poes no quería venderlo (pp.363-364).
Poco después leemos las opiniones de Bloch sobre Charlus:
"...A propósito", preguntó a Saint-Loup, cuando estuvimos fuera (y yo temblé, pues comprendí en seguida que al Sr. de Charlus era al que se refería Bloch con tono irónico), "¿quién era ese excelente mamarracho vestido de obscuro con el que los vi pasear anteayer por la mañana en la playa?" "Mi tío", respondió Saint-Loup, ofendido. Por desgracia, una "plancha" distaba mucho de parecer a Bloch cosa que evitar. Se desternilló: "Enhorabuena, debería haberlo adivinado, tiene una excelente distinción y una impagable jeta de viejo chocho de la más alta alcurnia". "Te equivocas de medio a medio, es muy inteligente", replicó Saint-Loup, furioso. "Lo lamento, pues entonces es menos completo. Por lo demás, me gustaría mucho conocerlo, pues estoy seguro de que escribiría piezas impecables sobre tipos así. Ése es -al verlo pasar- para troncharse. Pero no insistiría en el aspecto caricatural, en el fondo bastante despreciable para un artista prendado de la belleza plástica de las frases, de la jeta, qu eme ha hecho -les ruego que me perdonen- desternillarme un buen rato y pondría de relieve el aspecto aristocrático de tu tío, que, en resumidas cuentas, causa un efecto colosal y, apgadas las primeras carcajadas, impresiona con un gran estilo..." (p.364)

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Páginas 345-354

Charlus invita al narrador y a su abuela a una cena en la habitación de la Sra. de Villeparisis; es una gran ocasión para estudiarlo de cerca, y así leemos que:
...el rostro del Sr. de Charlus era -si exceptuamos aquellos ojos- semejante al de muchos hombres apuestos. Y, cuando Saint-Loup, al hablarme de otros Guermantes, me dijera más adelante: "Qué caramba, no tienen ese aire de raza, de gran señor de la cabeza a los pies, de mi tío Palamède", y me confirmara que el aire de raza y la distinción aristocráticos no eran nada misterioso y nuevo, sino elementos que yo había reconocido sin dificultad y sin sentir una impresión particular, iba yo a notar que se disipaba una de mis ilusiones. Pero en vano cerraba herméticamente el Sr. de Charlus la expresión de aquel rostro, al que una ligera capa de polvos confería en parte el aspecto de un rostro de teatro, los ojos eran lo único que no había podido cerrar, como una resquebrajadura, como una tronera, desde la cual (...) te sentías bruscamente cruzado por el reflejo de un artefacto interior que no parecía tranquilizador precisamente, ni siquiera para quien -sin dominarlo totalmente- lo llevaba en sí mismo, en estado de equilibrio inestable y siempre a punto de estallar, y la expresión (...) de aquellos ojos -con toda la fatiga resultante, en torno a ellos, hasta unas ojeras muy bajas, para el rostro, por bien formado que estuviese- recordaba a un incógnito, aun disfraz de un hombre poderoso en peligro o simplemente de un individuo peligroso, pero trágico. Me habría gustado adivinar cuál era aquel secreto que no llevaban dentro de sí los otros hombres y que me había vuelto tan enigmática la mirada del Sr. de Swann, cuando lo había visto por la mañana cerca del casino. Pero, con lo que ahora sabía de su parentesco, ya no podía creer que fuera el de un ladrón ni -por lo que oía de su conversación- el de un loco (...) En la misma medida en que se mostraba benévolo con las mujeres (...) manifestaba de forma general para con los hombres -y, en particular, los jóvenes- un odio de una violencia que recordaba al de ciertos misóginos para con las mujeres. De dos o tres gigolos familiares o íntimos de Saint-Loup (...) el Sr. de Charlus dijo con una expresión casi veroz (...) "Son unos simples canallas". Comprendí que lo que reprochaba sobre todo a los jóvenes de hoy era ser demasiado afeminados. "Son auténticas mujeres", decía con desprecio. Pero, ¿qué vida no habría parecido afeminada en comparación con la que él quería que llevara un hombre y que nunca consideraba suficientemente enérgica y viril? (pp.348-349)
Ese "misterio" de Charlus, eso que el narrador falla en ver, queda claramente sugerido un poco más adelante, cuando el barón llama a la puerta del narrador para ofrecerle un libro de Bergotte:
...tras oir que llamaban a la puerta de mi habitación y haber preguntado quién era [escuché] la voz del Sr. de Charlus, quien decía con tono seco:
"Soy Charlus. ¿Puedo entrar? Mire", prosiguió con el mismo tono, una vez que hubo vuelto a cerrar la puerta, "mi sobrino estaba contando antes que se sentía usted un poco contrariado antes de dormirse y, por otra parte, que admiraba usted los libros de Bergotte. Como llevo uno en mi maleta que probablemente no conozca usted, se lo traigo para ayudarlo a pasar esos momentos en que se siente desdichado."
Di las gracias, emocionado, al Sr. de Charlus y le dije que había temido, al contrario, que lo que le había dicho Saint-Loup de mi malestar al acercarse la noche me hubiera hecho parecer ante él más estúpido de lo que era.
"No, qué va", respondió con acento más dulce. "Tal vez no tenga usted mérito personal, ¡son tan pocas las personas que lo tienen! Pero, por un tiempo al menos, tiene usted la juventud y eso es siempre una seducción. Por lo demás, la mayor de las tonterías es considerar ridículos o vituperables los sentimientos que no experimentamos. A mí me gusta la noche y usted me dice que le teme; a mí me gusta oler las rosas y a un amigo mío su olor le da fiebre. ¿Cree usted que lo considero por ello inferior a mí? Procuro comprenderlo todo y me guardo de condenar nada. En una palabra, no se queje demasiado, no voy a decir que sus tristezas no sean angustiosas, sé lo que se puede sufrir por cosas que los demás no cmprenden, pero usted al menos ha dirigido bien su afecto hacia su abuela. La ve usted mucho. Y, además, se trata de un cariño permitido, quiero decir, un cariño correspondido. ¡Hay tantos otros de los que no se puede decir lo mismo!
Se paseaba de un extremo a otro de la habitación mirando un objeto, alzando otro. Yo tenía la impresión de que tenía algo que anunciarme y no encontraba los términos para hacerlo (pp.352-353).
Es curioso que el narrador no repare en la "indirecta" de Charlus, que no sea capaz de deducir lo que, mucho después en la novela, confirmará con sus propios ojos, justamente él, que no deja de especular sobre las costumbres de la hija de Vinteuil o de Odette (además, tanto se habla de judios antisemitas -como Bloch- o de snobs que detestan a los snobs, que sorprende que al narrador no se le ocurra pensar que quizá Charlus es un homosexual homófobo). Quizá el hecho de que, por esta vez, esa sugerencia de homosexualidad lo toque a él, asi sea como objeto del deseo, es lo que lo inhibe de verbalizar al menos la intuición de qué se proponía Charlus al visitarlo esa noche.
Pasaron unos minutos así y después, tras unos instantes de vacilación y varios intentos frustrados, se dio media vuelta y con su voz, de nuevo áspera, me soltó "Adiós, buenas noches", y se marchó. Después de todos los sentimientos elevados que yo le había oído expresar aquella noche, el día siguiente, que era el de su marcha, por la mañana, en el momento en que iba a bañarme, cuando el Sr. de Charlus se me acercó, en la playa para avisarme de que mi abuela me esperaba en cuanto saliera del agua, me asombró mucho oírle deicr, al tiempo que me pellizcaba el cuello con una familiaridad y una risa vulgares:
"Pero, ¡nos trae sin cuidado nuestra vieja abuela, ¿eh?, granujilla!".
"¡Cómo! pero, ¡si la adoro!"
"Mire", me dijo, al tiempo que daba un paso para alejarse, y con expresión glacial, "usted es aún joven, por lo que debería aprovechar para aprender dos cosas: la primera es la de abstenerse de expresar sentimientos demasiado naturales como para no quedar sobreentendidos; la segunda es la de no responder con vehemencia a cosas que le digan antes de haber comprendido plenamente su significado. Si hubiera tenido usted esa precaución hace un instante, se habría evitado parecer hablar a tontas y a locas y como un sordo y sumar un segundo ridículo al de llevar anclas bordads en el bañador. Le he presetado un libro de Bergotte, que necesito. mándemelo dentro de una hora (...) Ahora caigo en la cuenta de que me precipité ayer al hablarle de las seducciones de la juventud, le habría hecho un mayor favor indicándole su atolondramiento, sus consecuencias y su incomprensión. Espero que esta duchita no le resulte menos saludable que el baño, pero no se quede así, inmóvil, que puede coger frío. ¡Adiós, buenas tardes!"
Seguramente se arrepintió de sus palabras, pues un tiempo después recibí el libro (...) que me había prestado y que yo le había devuelto... (pp.353-354)

Páginas 335-344

Después de un breve pasaje con el padre de Bloch, el narrador nos cuenta de la admiración que tiene Saint-Loup por su tío, que no es otro que el baron Palamède de Charlus, que ya había aparecido en la novela en "Un amor de Swann".
Saint-Loup me habló de la juventud, ya muy lejana, de su tío. Todos los días llevaba a mujeres a un piso de soltero que compartí acon dos de sus amigos, apuestos como él, por lo que los llamaban "las tres Gracias".
"Un día, uno de los hombres que ocupa un primerísimo plano en el Faubourg Saint-Germain, como habría dicho Balzac, pero que en un primer período, bastante enojoso, mostraba gustos extraños, expresó el deseo de acompañar a mi tío a quel piso. Pero, nada más llegar, no fue a las mujeres, sino a mi tío Palamède, a quien se declaró. Mi tío hizo como que no entendía, se llevó con un pretexto a sus dos amigos, volvieron, cogieron al culpable, lo desnudaron, lo golpearon hasta hacerlo sangrar y lo arrojaron a patadas -con un frío de diez grados bajo cero- afuera, donde fue encontrado medio muerto, por lo que la Justicia hizo una investigación y al desdichado le costó Dios y ayuda hacerla renunciar. Hoy mi tío ya no se entregaría a una ejecución tan cruel y no puedes imaginarte el número de hombres del pueblo a los que tiene -él, tan altivo con la gente de la alta sociedad- afecto y protege, aun a riesgo de ser pagado con ingratitud. (p.336)
El tema de la homofobia de Charlus contrasta marcadamente con algunas actitudes que le vamos encontrando a medida que avanzamos en este episodio. Para empezar, lo de "las tres Gracias" es bastante evidente, aunque el narrador parece no perctarse de ello.
Nos enteramos, por supuesto, de muchos más detalles sobre la personalidad de Charlus:
Un verano muy lluvioso, en que tenía un poco de reumatismo, se había encargado un gabán de una vicuña ligera, pero cálida, que sólo sirve para hacer mantes de viaje y cuyas rayas azules y anaranjadas había respetado. En seguida los sastres importantes recibieron encargos de gabanes azules, con franjas y largos pelos (...) Si para comer un pastel se servía con un tenedor, en lugar de con la cuchara, o con un cubierto por él inventado y encargado a un orfebre o con los dedos, quedaba en adelante vedado hacerlo de otro modo. En cierta ocasión quiso volver a oír ciertos cuartetos de Beethoven (...) y mandó venir a unos artistas para que los interpretaran todas las semanas para él y unos amigos. Aquel año lo más elegante fue celebrar reuniones poco numerosas en las que se oía música de cámara. (p.337)
La admiración que le profesa Saint-Loup es evidente:
Por lo demás, creo que en su vida se ha aburrido. Con su apostura, ¡la de mujeres que ha debido tener! Por lo demás, no podría deciros cuáles exactamente, porque es muy discreto. Pero sé que ha engañado, pero bien, a mi pobre tía. Lo que no quita para que fuera delicioso con ella, quien lo adoraba, y la lloró durante años. Cuando está en París, vuelve a ir al cementerio casi todos los días. (pp.337-338)
Finalmente el narrador se encuentra con el célebre barón.
La mañana siguiente al día en que Robert me había hablado así de su tío, mientras lo esperaba (...) tuve (...) la sensación de ser observado (...) Volví la cabeza y vi a un hombre muy alto y bastante grueso, de unos cuarenta años y con bigote muy negro y que, al tiempo que se golpeaba, nervioso, el pantalón con un bastoncillo, me clavaba unos ojos dilatados por la atención (...) Me lanzó un vistazo supremo, a la vez audaz, prudente, rápido y profundo, como el último disparo en el momento de darse a la fuga, y, después de haber mirado en derredor y adoptado de pronto expresión distraída y altiva, se volvió (...) hacia un cartel en cuya lectura se enfrascó, al tiempo que canturreaba una tonada y se atusaba la rosa de espuma que colgaba de su ojal. Sacó del bolsillo una libreta en la que pareció anotar el título del espectáculo anunciado (...), hizo el gesto de descontento con el que se cree dar a entender que se está harto de esperar, pero que nunca se hace cuando se espera de verdad, y, después (...) exhaló el ruidoso resoplido de las personas que no es que tengan demasiado calor, sino que desean hacer ver que lo tienen. Pensé que se trataba de un timador de hotel, que, tras habernos observado tal vez los días anteriores, a mi abuela y a mí, estaba preparando una jugarreta... (pp.338-339)
El "hombre muy alto y bastante grueso" es, por supuesto, Charlus. Es la señora de Villeparisis la que lo presenta al narrador y a la abuela:
"¿Cómo está usted? Le presento a mi sobrino, el barón de Guermantes", me dijo la Sra. de Villeparisis, mientras el desconocido, sin mirarme, al tiempo que mascullaba un vago: "Encantado", seguido de "hum, hum, hum" para que su amabilidad pareciera algo forzada y plegando el meñique, el índice y el pulgar, me ofrecía el dedo medio y el anular, sin anillo alguno, que estreché bajo su guante de piel de Suecia; después, sin haber alzado la vista para mirarme, se volvió hacia la Sra. de Villeparisis.
"¡Huy, Dios mío! ¿Estaré perdiendo la cabeza?", dijo ésta. "¡Pues no te he llamado barón de Guermantes! Le presento al barón de Charlus. Al fin y al cabo, no es un error tan grande", añadió, "no dejas de ser un Guermantes, de todos modos." (p.340)
La invocación del nombre de Guermantes fascina al narrador, como era de esperar:
"Dime: ¿he oído bien? La Sra. de Villeparisis ha dicho a tu tío que era un Guermantes".
"Pues, claro, naturalmente: es Palamède de Guermantes."
"Pero, ¿de los mismos Guermantes que tienen un castillo cerca de Combray y afirman descender de Genoveva de Brabante?"
"Pues claro que sí; mi tío, muy aficionado a la heráldica, te respondería que nuestro grito, nuestro grito de guerra, que después pasó a ser Passavant, fue primero Combraysis", dijo riendo para no parecer envanecerse de aquella prerrogativa del grito, de la que sólo gozaban las casas soberanas, los grandes jefes de bandas. "Es el hermano del propietario actual del castillo".
La historia, contada por Robert, de las amantes de Charlus deja pensando al narrador.
"Pero entre las numerosas amantes que, según me has dicho, tuvo tu tío, el Sr. de Charlus, ¿no fue una de ellas la Sra. Swann?"
"¡Oh! ¡No, no! Eso sí: es un gran amigo de Swann y siempre lo ha apoyado mucho. Pero nunca se ha dicho que fuera amante de su esposa. Causarías mucho asombro en la alta sociedad, si afirmaras creer eso."
No me atreví a responderle que mayor habría sido el que habrían sentido en Combray, si hubiera afirmado no creerlo. (p.342)


lunes, 12 de noviembre de 2012

Páginas 325-334

Bloch había hecho su aparición en la sección "Combray II", presentado como compañero de estudios  y dueño de unos hábitos bastante particulares y teatrales que resultan un poco molestos a la familia del narrador. Ahora lo encontramos en Balbec, obsesionado con el esnobismo y pronunciando mal palabras en inglés, entre otros asuntos que le sirven al narrador de punto de partida para una larga reflexión sobre la amistad:
...Mientras que otros nos irritan con su exagerada curiosidad o su absoluta falta de curiosidad y podemos hablarles de los acontecimientos más sensacionales sin que sepan de qué se trata, otros tardan meses en contestarnos a una carta relativa a un asunto que nos afecta a nosotros y no a él o, si nos dicen que van a venir a pedirnos algo y no nos atrevemos a salir por miedo a que no nos encuentren, no vienen y nos hacen esperar semanas, porque, al no haber recibido de nosotros la respuesta que su carta en modo alguno requería, creían habernos enojado. Y algunos, consultando su deseo y no el nuestro, nos hablan sin dejarnos decir palabra, si están contentos y tienen ganas de vernos, aun cuando tengamos que hacer un trabajo urgente, pero, si se sienten cansados por el tiempo el de mal humor, no podemos arrancarles una palabra, oponen a nustros esfuerzos un decaimiento inerte y se toman tan poca molestia en respondernos, ni siquiera con monosílabos, a lo que decimos como si no nos hubiesen oído. Cada uno de nuestros amigos tiene hasta tal punto sus defectos, que para seguir queriéndoles nos vemos obligados a intentar consolarnos de ellos -pensando en su talento, en su bondad, en su ternura- o más bien a no tenerlos en cuenta desplegando para ello toda nuestra buena voluntad. Por desgracia, nuestra complaciente obstinación en no ver el defecto de nuestro amigo es superada por la que muestra en entregarse a él por su ceguera o la que atribuye a los demás. Pues no lo ve o no cree que no lo vemos. (p.328)
En cuanto a los defectos de Bloch, hay mucho para decir:
Cuando Bloch me habló de la crisis de esnobismo por la que debía atravesar yo y me pidió que le confesara que era un esnob, habría podido responderle: "Si lo fuese, no te frecuentaría". Me limité a decirle que era poco amable. Entonces quiso excusarse, pero al modo precisamente del hombre maleducado, que tiene mucho gusto -al retirar sus palabras- en encontrar una ocasión para agravarlas. "Perdóname", me decía ahora, siempre que nos encontrábamos, "te he apenado, te he torturado, he sido perverso sin motivo Y, sin embargo -el hombre en general y tu amigo en particular es un animal tan singular-, no puedes imaginarte el cariño que siento por ti, yo, que te hago rabiar tan cruelmente. Con frecuencia me hace derramar lágrimas, cuando pienso en ti." Y soltó un sollozo.
Lo que en Bloch me asombraba más que sus malos modales era la irregularidad de su conversación. Aquel muchacho tan exigente que decía de los escritores más en boga: "Es un idiota, lo que se dice un imbécil de remate", a veces contaba, muy alegre, anécdotas que no tenían la menor gracia y citaba como "alguien muy curioso" a un hombre enteramente mediocre. Aquel doble rasero para juzgar el ingenio, el valor, el interés de las personas, no dejó de asombrarme... (pp.330-331)
A la vez,
...en modo alguno era Bloch un mal muchacho, podía tener grandes amabilidades (...) "No puedes imaginarte mi dolor cuando pienso en ti", prosiguió Bloch. "En el fondo", añadió, irónico y empequeñeciendo su pupila, como si se tratara de dosificar en el microscopio una cantidad infinitesimal de "sangre judía", "es una faceta bastante judía que reaparece en mí" y como habría podido decir -pero no lo habría dicho- un gran señor francés que, entre sus antepasados totalmente cristianos hubiera contado, sin embargo, con Samuel Bernard o, más antiguamente aún, con la Santa Virgen, de la que afirman descender, según dicen, los Lévy, "Me gusta bastante", añadió, "tener en cuenta, así, en mis sentimientos la parte -bastante escasa, por lo demás- que puede deberse a mis orígenes judíos". (pp.332-333)

Páginas 315-324

En estas páginas recorremos una extensa descripción de Robert de Saint-Loup, de quien se nos advierte casi enseguida que:
Por su distinción, su impertinencia de joven "león", por su extraordinaria belleza sobre todo, algunos le veían incluso un aire afeminado, pero sin reprochárselo, pues conocían su virilidad y la pasión que sentía por las mujeres. (p.315)
El tema de la homosexualidad de Robert aparecerá mucho más adelante, como confirmando este rumor inicial. Pronto se encontrarán el narrador y Saint-Loup:
¡Qué decepción experimenté los días siguientes, cuando, siempre que lo encontré fuera o en el hotel (...) pude darme cuenta de que no intentaba acercársenos y vi que no nos saludaba, aunque no podía ignorar que éramos los amigos de su tía! Y, recordando la amabilidad que me habían mostrado la Sra. de Villeparisis y, antes que ella, el Sr. de Norpois, pensé que tal vez éstos fueran tan sólo unos nobles de mentirijillas y que un artículo secreto de las leyes que rigen la aristocracía debía de permitir tal vez a las mujeres y a ciertos diplomáticos renunciar -en sus relaciónes con los plebeyos y por una razón que se me escapaba- a la altivez que, en cambio, debía ejercer, despiadado, un joven marqués (...)  La propia Sra. de Villeparisis añadió, aunque indirectamente, una confirmación de los rasgos esenciales, ya indudables para mí, del caracter de su sobrino, un día en que me los encontré a los dos en un camino tan estrecho, que no pudo por menos de presentarme a su sobrino. Aquel joven pareció oír que le citaban el nombre de alguien, pues ningún músculo de su rostro se movió; sus ojos, en los que no brilló ni la más débil vislumbre de simpatía humana, mostraron simplemente en la insensibilidad, en la inanidad, de la mirada una exageración por defecto sin la cual nada los habría diferenciado de espejos sin vida. Después, tras clavar en mí aquellos duros ojos, como si hubiese querido informarse sobre mí, antes de devolverme el saludo, alargó cuan largo era el brazo mediante un brusco arranque -que más pareció debido a un reflejo muscular que a un acto de voluntad y creó entre él y yo el mayor intervalo posible- y me tendió la mano, a distancia. Cuando, el día siguiente, me pasaron su tarjeta, creí que era al menos para un duelo. Pero sólo me habló de literatura y, después de una larga charla, declaró que deseaba ardientemente verme varias horas todos los días. (pp.316-317)
Comienza así una rutina de charlas y paseos con Saint-Loup, en cuya narración nos enteramos de detalles de su vida del marqués, del carácter de su padre, de sus opiniones políticas y literarias.
No tardamos en convenir él y yo en que habíamos llegado a ser grandes amigos para siempre y él hablaba de "nuestra amistad" como de algo importante y delicioso que existiese fuera de nosotros y que no tadó en considerar el mayor gozo (...) de su vida. Aquellas palabras me causaban como una tristeza y me sentía violento a la hora de responder a ellas, pues yo no experimentaba, al encontrarme y hablar con él -y segurament elo mismo habría ocurrido con cualquier otro-, nada parecido a ese gozo que, en cambio, podía sentir cuando carecía de compañero. A solas sentía afluir a veces desde lo más profundo de mi ser algunas de esas impresiones que me infundían un bienestar delicioso, pero, cuando me encontraba con alguien, en cuanto hablaba con un amigo, mi mente daba media vuelta y hacia ese interlocutor -y no hacía mí- dirigía sus pensamientos y, cuando seguían ese sentido inverso, no me procuraban el menor placer. (pp.321-322)
Otro personaje que reaparece en el hotel de Balbec es Bloch, el viejo amigo judío del narrador. Su entrada es especialmente graciosa:
Un día en que estábamos sentados en la arena, Saint-Loup y yo, oímos -procedentes de una tienda de tela junto a la que nos encontrábamos- imprecaciones contra el pulular de israelitas que infestaba Balbec. "No se pueden dar dos pasos sin toparse con ellos", decía la voz. "Yo no soy por principio irreductiblemente hostil a la nacionalidad israelita, pero aquí hay un aplétora. Oyes todo el rato: "Mira, Abraham, he visto a Jacob". Esto parefce la Rue d'Aboukir." El hombre que tronaba así contra Israel salió por fin de la tienda y alzamos la vista hacia aquel antisemita. era mi compañero Bloch. (p.324)

Páginas 305-314

La señora de Villeparisis cuenta al narrador una serie de anécdotas de escritores célebres que visitaban a su padre:
Tímidamente, citaba yo a la Sra. de Villeparisis, al tiempo que le mostraba la luna en el cielo, alguna expresión hermosa de Chateaubriand o Vigny o Victor Hugo: "Esparcía ese antiguo secreto de melancolía" o "Llorando como Diana junto a sus fuentes" o "La sombra era nupacial, augusta y solemne".
"¿Y eso le parece hermoso?", me preguntaba ella. "¿Genial, como dice usted? He de decirle que siempre me asombra ver que ahora se toman muy en serio cosas de las que los amigos de esos señores, aún reconociendo plenamiente sus cualidades, eran los primeros en burlarse. No se prodigaba el calificativo de genio como ahora, cuando, si se dice a un escritor que sólo tiene talento, se lo toma como una injuria. Me cita usted una frase famosa del Sr. de Chateaubriand sobre la luz de la luna. Va usted a ver que tengo razones para mostrarle refractaria al respecto. El Sr. de Chateaubriand venía con mucha frecuencia a casa de mi padre. Por lo demás, era agradable, cuando estábamos a solas con él, porque entonces era sencillo y divertido, pero, en cuanto había otras personas, se ponía a hacer poses y resultaba ridículo; delante de mi padre, afirmaba haber arrojado su dimisión a la cara del Rey y haber dirigido el cónclave, pero olvidaba haber encargado a mi padre suplicar al Rey que volviera a admitirlo y que auqél le había oído hacer los pronósticos más insensatos sobre la elección del Papa" (...) Ante el nombre de Vigny se echó a reir: "El que decía: "Soy el conde Alfred de Vigny". Se es conde o no se es, eso carece de la menor importancia". (pp.306-307)
Un tiempo después la Sra. de Villeparisis anuncia al narrador y su abuela que no podrá verlos con la misma frecuencia, porque un sobrino suyo la visitará en el hotel de Balbec. Se trata de Robert de Saint-Loup, uno de los personajes centrales de la novela:
Una tarde en que hacía mucho calor, estaba yo en el comedor, medio a obscuras, porque lo habían dejado -para protegerlo del sol- con las cortinas echadas, que éste amarilleaba y por cuyos intersticios parpadeaba el azul del mar, cuando por la vía central que comunicaba la playa con la carretera vi pasar -alto, delgado, con el cuello despejado y la cabeza orgullosamente erguida- a un joven de ojos penetrantes, piel tan rubia y pelo tan dorado como si hubiese absorbido todos los rayos del sol. Iba vestido con un traje de tela tan ligera y blanquecina, que nunca -me habría parecido- se atrevería un hombre a ponérselo y que -no menos que el frescor del comedor- evocaba el calor y el buen tiempo de fuera, y caminaba aprisa. Sus ojos, de uno de los cuales se caía a cada momento un monóculo, eran del color del mar. Todo el mundo lo miró pasar con curiosidad, se sabía que aquel joven marqués de Saint-Loup-en-Bray era famoso por su elegancia... (p.314)

viernes, 9 de noviembre de 2012

Páginas 295-304

En estas páginas el narrador nos cuenta de sus paseos con la Sra. de Villeparisis y de las mujeres que acaparan su atención. Sobre este tema en particular aparece una pequeña anécdota especialmente graciosa:
...nunca en la vida he encontrado muchachas tan deseables como los días en que estaba con alguna persona seria a quien, pese a los mil pretextos que inventaba, no podía abandonar: unos años después de aquel en que fui por primera vez a Balbec, yendo en coche por París con un amigo de mi padre y tras divisar a una mujer que caminaba aprisa en la noche, pensé que no era razonable perder la parte de felicidad que me correspondía en la única vida que seguramente existe y, tras apearme de un salto y sin excusarme, fui en busca de la desconocida, la perdí en el cruce de dos calles, volví a encontrarla en una tercera y me encontré al fin, jadeante, bajo un reverbero, ante la vieja Sra. Verdurin, a quien evitaba por doquier y que exclamó, contenta y sorprendida: "¡Oh! ¡Qué amable ha sido por haber corirdo para saludarme!". (pp.298-299)
Es interesante, además, la referencia a un momento de la vida posterior al que se nos está narrando extensivamente y otra de esas regiones que jamás podremos saber ubicar en una cronología de la vida del narrador; queda claro, en todo caso, que las visitas a Balbec se reiteraron.
Encontramos aquí también el relato de la visita a la iglesia "cubierta de hiedra" (p.294) mencionada por la Sra. de Villeparisis:
Para reconocer una iglesia en el bloque de verdor ante el que me dejaron, era necesario un esfuerzo que me hizo inclinarme profundamente sobre la idea de iglesia (...) para no olvidar que la cimbra de una mata de hiedra -aquí- era el de una vidriera ogival, que el saliente de las hojas -allá- se debía a un relieve de un capitel. Pero entonces soplaba un poco de viento, hacía temblar el pórtico móvil recorrido por remolinos propagados y trémulos como una claridad, se estrellaban las hojas unas contra otras y la fachada vegetal arrastraba, temblorosa, consigo los pilares ondulosos, acariciados y huidizos. (pp.300-301)
Es interesante leer este último pasaje en relación al "monstruo marino" comparado con una catedral (p.279), y a partir de ahí regresar a la noción de la novela como catedral, o, mejor, de la catedral como modelo de la novela.
También en estas páginas se encuentra uno de los pasajes más memorables de toda En busca del tiempo perdido:
Bajamos hacia Hudimesnil: de repente me embargó esa felicidad profunda que no había sentido a menudo desde los tiempos de Combray, una felicidad análoga a la que me habían inspirado, entre otros, los campanarios de Martinville. Pero aquella vez quedó incompleta. Acababa de divisar, a un lado de la carretera con badenes que seguíamos, tres árboles que debían de servir de entrada a una alameda cubierta y formaban un dibujo que no veía yo por primera vez: no conseguía reconocer el lugar del que parecían como arrancados, pero tenía la sensación de que en otro tiempo me había sido familiar, de modo que, al tropezar mi espíritu entre un año lejano y el momento presente, los alrededores de Balbec vacilaron y me pregunté si no sería todo aquel paseo una ficción, Balbec un lugar en el que sólo hubiera estado con la imaginación, la Sra. de Villeparisis un personaje de novela y los tres viejos árboles la realidad que volvemos a ver al alzar la vista del libro que estábamos leyendo y que nos describía un ambiente al que habíamos acabado creyéndonos efectivamente transportados. (p.302)
La erosión de la famosa "cuarta pared" es evidente, pero, por supuesto, pivota en la distinción entre autor real y narrador o incluso autor intradiegético (si es que lo que estamos leyendo es la novela que escribirá en el futuro el narrador, lo cual es dudable); evidentemente para Proust, autor real, Balbec es un lugar en el que ha estado "sólo con la imaginación", y para nosotros lectores la Sra. de Villeparisis es, precisamente, un personaje de novela. Todos ellos se nos proponen como signos de una realidad que habita en la ficción, por decirlo de un modo un poco tosco; los árboles -en tanto "la realidad que volvemos a ver al alzar la vista del libro"- son propuestos como otra clase de signo; son ficción, por supuesto, en tanto pertenecen a una novela, pero si un discurso señala ficciones y las nombra como tales, y se detiene ante ellos y los nombra signos de otra realidad, debemos aceptar que su categorización es más compleja.
Pero el pasaje no se detiene aquí:
Yo miraba los tres árboles, los veía perfectamente, pero mi entendimiento sentía que ocultaban algo fuera de su alcance (...) Después (...) salté más adelante hacia los árboles o, mejor dicho, hacia la dirección interior al final de la cual los veía dentro de mí. Sentí de nuevo tras ellos el mismo objeto conocido, pero impreciso, y que no pude traer hacia mí. Sin embargo, a medida que el coche avanzaba, los veía acercarse. ¿Dónde los había ya visto? (p.303)
La experiencia se asemeja a la de la magdalena (páginas 50-59), en tanto en ambas hay una sensación que parece superar las capacidades intelectivas inmediatas del narrador y éste sólo piensa en esforzarse por atrapar ese significado esquivo; pero si con la taza de té lo logra (exhuma, digamos, sus recuerdos de Combray, a Combray entero), no sucede lo mismo con los árboles, que permanecen el misterio, como "una revelación que no se produce", para parafrasear la caracterización de Borges del hecho estético (basada, por otra parte, en Pater, extensivamente leído por Joyce y Proust y sus poéticas de la epifanía).
Al narrador, entonces, sólo le queda su intelecto, y para explicarse la extraña sensación que le generan los árboles piensa una serie de hipótesis:
  • Los vio en Combray; esto, sin embargo, es descartado, en tanto "no había [allí] lugar alguno en que se abriera así una alameda".
  • Los vio en la campiña alemana, en un viaje con su abuela; otra opción descartada de inmediato.
  • Proceden de "años tan lejanos" de su vida que "el paisaje que los rodeaba había quedado totalmente abolido" en su memoria, de modo que sólo sobreviven los árboles, recortados de su entorno, únicos sobrevivientes del "libro olvidado" de la "primera infancia". (p.303)
  • Los encontró efectivamente en el pasado, pero en un sueño; puede tratarse de un pasado remoto o de un sueño reciente: "¿Serían tan sólo una imagen totalmente nueva arrancada de un sueño de la noche anterior, pero ya tan borrosa, que me parecía proceder de mucho más lejos?
  • Nunca los había visto, y lo que produce la sensación tan particular trasciende su condición de árboles, en tanto "ocultaban tras de sí (...) un sentido tan obscuro, tan difícil de captar como un pasado lejano, por lo que, al incitarme a profundizar un pensamiento, creía que debía reconocer un recuerdo".
  • No ocultaban sentido alguno y la sensación anómala se debe a la fatiga, que hizo al narrador "verlos dobles en el espacio, como a veces se ve doble en el tiempo". (p.304)
La respuesta resulta esquiva; más allá de las opciones descartadas no hay manera de decidirse, y, mientras, los árboles
...como sombras, parecían pedirme que los llevara conmigo, que los devolviese a la vida. En su ingenua y apasionada gesticulación reconocía yo la pena impotente de un ser querido que ha perdido el uso de la palabra y siente que no podrá decirnos lo que quiere y que no sabemos adivinar. Pronto, en un cruce de caminos, el coche los abandonó. Éste llevaba lejos de lo único que creía verdadero, de lo que de verdad me habría hecho feliz: se parecía a mi vida. (p.304)
Evidentemente, la felicidad aportada al narrador por el acceso a la memoria de Combray no aparece aquí; por el contrario, sólo lo atrapa la tristeza:
Vi alejarse a los árboles agitando, desesperados, sus brazos, que parecían decirme: "Lo que no aprendas de nosotros hoy no lo sabrás nunca. Si nos dejas volver a caer en el fondo de ete camino del que intentábamos alzarnos hasta ti, toda una parte de ti mismo que te aportábamos caerá por siempre jamás en la nada". En efecto, si bien más adelante volví a conocer la clase de placer e inquietud que acababa de sentir una vez más y si bien una noche -demasiado tarde, pero para siempre- me apegué a él, de aquellos árboles mismos nunca supe, en cambio, lo que habían querido aportarme ni dónde los había visto. Y, cuando -tras haberse desviado el coche en un cruce- les volví la espalda y cesé de verlos (...) me sentí triste como si acabara de perder a un amigo, morir para mí mismo, renegar de un muerto o desconocer a un dios. (pp.304-305)
El "dios" recuerda a los mitos invocados por el narrador al referirse a la memoria "encerrada" en un objeto; la felicidad que surgiría de la recuperación de esa memoria no podrá ser sentida en relación a los árboles de Hudimesnil: el narrador efectivamente perdió algo: una parte de sí mismo, un amigo. La dimensión más espiritual, por supuesto, del acto de recuperación de los recuerdos queda vuelta evidente con la idea de "desconocer a un dios". Esos misteriosos momentos en que el narrador volvió "a conocer la clase de placer e inquietud que acababa de sentir" son, casi con seguridad, el de la magdalena y las epifanías finales de la novela, en El tiempo recobrado.
Pasajes como este, tan densos, tan brillantes como una supernova, vuelven aún más maravilloso que haya una novela de miles de páginas rodeándolos.



jueves, 8 de noviembre de 2012

Páginas 285-294

La amistad con la Señora de Villeparisis da resultados; el narrador y su abuela empiezan a frecuentar a las celebridades de Balbec y, además, a hacerse merecedores de otros "beneficios":
Como el médico de Balbec, a quien habían llamado por un acceso de fiebre que me había sobrevenido, consideró que no debía permanecer todo el día a la orilla del mar, a pleno sol, que el intenso calor no me sentaría bien, y expidió a mi nombre algunas recetas farmacéuticas, mi abuelo las cogió con aparente respeto, en el que yo reconocí en seguida la firme decisión de no ejecutar ninguna, pero tuvo en cuenta el consejo en materie de higiene y aceptó el ofrecimiento de la Sra. de Villeparisis de darnos algunos paseos en coche (...) La Sra. de Villeparisis mandaba enganchar los caballos temprano para que tuviéramos tiempo de ir hasta Saint-Mars-le-Vêtu o hasta las rocas de Quetteholme o cualquier otro destino de excursion, que, para un coche bastante lento, quedara lejano y requiriera todo el día. Alegre con el largo paseo que íbamos a emprender, yo tarareaba una tonada recientemente oída y me paseaba por la calle en espera de que la Sra. de Villeparisis estuviese lista. (pp.289-290)
Estos paseos pronto permitirán al narrador conocer las iglesias de los alrededores de Balbec.
La Sra. de Villeparisis, al ver que me gustaban las iglesias, me prometía que iríamos a ver -una vez- una y -otra vez- otra y sobre todo la de Carqueville, "totalmente oculta bajo su vieja hiedra", dijo con un movimiento de la mano que parecía envolver con gusto la fachada ausente en un follaje invisible y delicado (...) Parecía intentar excusarse aduciendo que, como uno de los castillos de su padre -aquel en que se había criado ella- estaba situado en una región en la que había iglesias del mismo estilo que la de los alrededores de Balbec, hab´ria sido vergonzoso no haber adquirido el gusto de la arquitectura, pues aquel castillo era, por lo demás, el más hermoso ejemplar de la del Renacimiento. Pero, como también era un verdadero museo, como, por otra parte, Chopin y Liszt habían tocado en él, Lamartine había recitado versos, todos los artistas conocidos de todo un siglo habían escrito pensamientos, melodías, habían trazado croquis en el álbum familiar, la Sra. de Villeparisis no mencionaba -por delicadeza, buena educación, modestia real o falta de mentalidad filosófica- sino aquel origen puramente material de su conocimiento de todas las artes y acababa pareciendo considerar la pintura, la música, la literatura y la filosofía como patrimonio de un amuchacha educada de la forma más aristocrática... (p.294)
Estos detalles contribuyen al retrato en proceso de la Sra. de Villeparisis, de quien también nos enteramos que
...era [más liberal] que la mayor parte de la burguesía. Le extrañaba que escandalizara la expulsión de los jesuitas, pues, según decía, siempre se había hecho, incluso durante la monarquía, incluso en España. defendía la República, a la que reprochaba su anticlericalismo tan sólo en esta medida: "Consideraría igualmente inaceptable que se me impidiera ir a misa, si lo deseo, que verme obligada a ir, si no quiero", y soltaba incluso palabras como éstas: "¡Oh! La nobleza hoy, ¿qué es?". "Para mí un hombre que no trabaja no es nada", tal vez sólo porque sentía el caracter mordaz, sabroso, memorable que cobraban en sus labios. (p.294)