viernes, 9 de noviembre de 2012

Páginas 295-304

En estas páginas el narrador nos cuenta de sus paseos con la Sra. de Villeparisis y de las mujeres que acaparan su atención. Sobre este tema en particular aparece una pequeña anécdota especialmente graciosa:
...nunca en la vida he encontrado muchachas tan deseables como los días en que estaba con alguna persona seria a quien, pese a los mil pretextos que inventaba, no podía abandonar: unos años después de aquel en que fui por primera vez a Balbec, yendo en coche por París con un amigo de mi padre y tras divisar a una mujer que caminaba aprisa en la noche, pensé que no era razonable perder la parte de felicidad que me correspondía en la única vida que seguramente existe y, tras apearme de un salto y sin excusarme, fui en busca de la desconocida, la perdí en el cruce de dos calles, volví a encontrarla en una tercera y me encontré al fin, jadeante, bajo un reverbero, ante la vieja Sra. Verdurin, a quien evitaba por doquier y que exclamó, contenta y sorprendida: "¡Oh! ¡Qué amable ha sido por haber corirdo para saludarme!". (pp.298-299)
Es interesante, además, la referencia a un momento de la vida posterior al que se nos está narrando extensivamente y otra de esas regiones que jamás podremos saber ubicar en una cronología de la vida del narrador; queda claro, en todo caso, que las visitas a Balbec se reiteraron.
Encontramos aquí también el relato de la visita a la iglesia "cubierta de hiedra" (p.294) mencionada por la Sra. de Villeparisis:
Para reconocer una iglesia en el bloque de verdor ante el que me dejaron, era necesario un esfuerzo que me hizo inclinarme profundamente sobre la idea de iglesia (...) para no olvidar que la cimbra de una mata de hiedra -aquí- era el de una vidriera ogival, que el saliente de las hojas -allá- se debía a un relieve de un capitel. Pero entonces soplaba un poco de viento, hacía temblar el pórtico móvil recorrido por remolinos propagados y trémulos como una claridad, se estrellaban las hojas unas contra otras y la fachada vegetal arrastraba, temblorosa, consigo los pilares ondulosos, acariciados y huidizos. (pp.300-301)
Es interesante leer este último pasaje en relación al "monstruo marino" comparado con una catedral (p.279), y a partir de ahí regresar a la noción de la novela como catedral, o, mejor, de la catedral como modelo de la novela.
También en estas páginas se encuentra uno de los pasajes más memorables de toda En busca del tiempo perdido:
Bajamos hacia Hudimesnil: de repente me embargó esa felicidad profunda que no había sentido a menudo desde los tiempos de Combray, una felicidad análoga a la que me habían inspirado, entre otros, los campanarios de Martinville. Pero aquella vez quedó incompleta. Acababa de divisar, a un lado de la carretera con badenes que seguíamos, tres árboles que debían de servir de entrada a una alameda cubierta y formaban un dibujo que no veía yo por primera vez: no conseguía reconocer el lugar del que parecían como arrancados, pero tenía la sensación de que en otro tiempo me había sido familiar, de modo que, al tropezar mi espíritu entre un año lejano y el momento presente, los alrededores de Balbec vacilaron y me pregunté si no sería todo aquel paseo una ficción, Balbec un lugar en el que sólo hubiera estado con la imaginación, la Sra. de Villeparisis un personaje de novela y los tres viejos árboles la realidad que volvemos a ver al alzar la vista del libro que estábamos leyendo y que nos describía un ambiente al que habíamos acabado creyéndonos efectivamente transportados. (p.302)
La erosión de la famosa "cuarta pared" es evidente, pero, por supuesto, pivota en la distinción entre autor real y narrador o incluso autor intradiegético (si es que lo que estamos leyendo es la novela que escribirá en el futuro el narrador, lo cual es dudable); evidentemente para Proust, autor real, Balbec es un lugar en el que ha estado "sólo con la imaginación", y para nosotros lectores la Sra. de Villeparisis es, precisamente, un personaje de novela. Todos ellos se nos proponen como signos de una realidad que habita en la ficción, por decirlo de un modo un poco tosco; los árboles -en tanto "la realidad que volvemos a ver al alzar la vista del libro"- son propuestos como otra clase de signo; son ficción, por supuesto, en tanto pertenecen a una novela, pero si un discurso señala ficciones y las nombra como tales, y se detiene ante ellos y los nombra signos de otra realidad, debemos aceptar que su categorización es más compleja.
Pero el pasaje no se detiene aquí:
Yo miraba los tres árboles, los veía perfectamente, pero mi entendimiento sentía que ocultaban algo fuera de su alcance (...) Después (...) salté más adelante hacia los árboles o, mejor dicho, hacia la dirección interior al final de la cual los veía dentro de mí. Sentí de nuevo tras ellos el mismo objeto conocido, pero impreciso, y que no pude traer hacia mí. Sin embargo, a medida que el coche avanzaba, los veía acercarse. ¿Dónde los había ya visto? (p.303)
La experiencia se asemeja a la de la magdalena (páginas 50-59), en tanto en ambas hay una sensación que parece superar las capacidades intelectivas inmediatas del narrador y éste sólo piensa en esforzarse por atrapar ese significado esquivo; pero si con la taza de té lo logra (exhuma, digamos, sus recuerdos de Combray, a Combray entero), no sucede lo mismo con los árboles, que permanecen el misterio, como "una revelación que no se produce", para parafrasear la caracterización de Borges del hecho estético (basada, por otra parte, en Pater, extensivamente leído por Joyce y Proust y sus poéticas de la epifanía).
Al narrador, entonces, sólo le queda su intelecto, y para explicarse la extraña sensación que le generan los árboles piensa una serie de hipótesis:
  • Los vio en Combray; esto, sin embargo, es descartado, en tanto "no había [allí] lugar alguno en que se abriera así una alameda".
  • Los vio en la campiña alemana, en un viaje con su abuela; otra opción descartada de inmediato.
  • Proceden de "años tan lejanos" de su vida que "el paisaje que los rodeaba había quedado totalmente abolido" en su memoria, de modo que sólo sobreviven los árboles, recortados de su entorno, únicos sobrevivientes del "libro olvidado" de la "primera infancia". (p.303)
  • Los encontró efectivamente en el pasado, pero en un sueño; puede tratarse de un pasado remoto o de un sueño reciente: "¿Serían tan sólo una imagen totalmente nueva arrancada de un sueño de la noche anterior, pero ya tan borrosa, que me parecía proceder de mucho más lejos?
  • Nunca los había visto, y lo que produce la sensación tan particular trasciende su condición de árboles, en tanto "ocultaban tras de sí (...) un sentido tan obscuro, tan difícil de captar como un pasado lejano, por lo que, al incitarme a profundizar un pensamiento, creía que debía reconocer un recuerdo".
  • No ocultaban sentido alguno y la sensación anómala se debe a la fatiga, que hizo al narrador "verlos dobles en el espacio, como a veces se ve doble en el tiempo". (p.304)
La respuesta resulta esquiva; más allá de las opciones descartadas no hay manera de decidirse, y, mientras, los árboles
...como sombras, parecían pedirme que los llevara conmigo, que los devolviese a la vida. En su ingenua y apasionada gesticulación reconocía yo la pena impotente de un ser querido que ha perdido el uso de la palabra y siente que no podrá decirnos lo que quiere y que no sabemos adivinar. Pronto, en un cruce de caminos, el coche los abandonó. Éste llevaba lejos de lo único que creía verdadero, de lo que de verdad me habría hecho feliz: se parecía a mi vida. (p.304)
Evidentemente, la felicidad aportada al narrador por el acceso a la memoria de Combray no aparece aquí; por el contrario, sólo lo atrapa la tristeza:
Vi alejarse a los árboles agitando, desesperados, sus brazos, que parecían decirme: "Lo que no aprendas de nosotros hoy no lo sabrás nunca. Si nos dejas volver a caer en el fondo de ete camino del que intentábamos alzarnos hasta ti, toda una parte de ti mismo que te aportábamos caerá por siempre jamás en la nada". En efecto, si bien más adelante volví a conocer la clase de placer e inquietud que acababa de sentir una vez más y si bien una noche -demasiado tarde, pero para siempre- me apegué a él, de aquellos árboles mismos nunca supe, en cambio, lo que habían querido aportarme ni dónde los había visto. Y, cuando -tras haberse desviado el coche en un cruce- les volví la espalda y cesé de verlos (...) me sentí triste como si acabara de perder a un amigo, morir para mí mismo, renegar de un muerto o desconocer a un dios. (pp.304-305)
El "dios" recuerda a los mitos invocados por el narrador al referirse a la memoria "encerrada" en un objeto; la felicidad que surgiría de la recuperación de esa memoria no podrá ser sentida en relación a los árboles de Hudimesnil: el narrador efectivamente perdió algo: una parte de sí mismo, un amigo. La dimensión más espiritual, por supuesto, del acto de recuperación de los recuerdos queda vuelta evidente con la idea de "desconocer a un dios". Esos misteriosos momentos en que el narrador volvió "a conocer la clase de placer e inquietud que acababa de sentir" son, casi con seguridad, el de la magdalena y las epifanías finales de la novela, en El tiempo recobrado.
Pasajes como este, tan densos, tan brillantes como una supernova, vuelven aún más maravilloso que haya una novela de miles de páginas rodeándolos.



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