Empieza en estas páginas una segunda sección de este capítulo, apenas el narrador dirige su atención a un grupito de muchachas que vacacionan en Balbec. La ausencia de Robert de Saint-Loup -es decir, una ruptura en la rutina, en la costumbre: una irrupción-, que debe atender asuntos personales, hace que el narrador se pasee solo por Balbec, y así:
...Si me hubiese acompañado Saint-Loup, me habría atrevido a entrar en el salón de baile. Como estaba solo, me quedé simplemente delante del Grand-Hôtel esperando al momento de ir a reunirme con mi abuela, cuando -casi en el extremo aún del malecón, en el que formaban una singular mancha en movimiento- vi avanzar a cinco o seis muchachas tan diferentes en aspecto y modales de todas las personas a las que estábamos habituados en Balbec como podría haberlo sido en la playa una bandada de gaviotas, de procedencia desconocida, que hubieran ejecutado con pasos contados (...) un paseo cuyo fin habría parecido tan obscuro a los bañistas, a quienes no parecerían ver, como claramente determinado para sus espíritus de aves.
Una de aquellas desconocidas empujaba con la mano, delante de ella, su bicicleta; otras dos llevaban palos de golf y su vestimenta contrastaba con la de otras jóvenes de Balbec, algunas de las cuales practicaban -cierto es- deportes, pero sin por ello adoptar una forma de vestir especial. (pp.375-376)
Sorprende al narrador la "falta de respeto" con la que las muchachas parecen tratar a casi la totalidad de la gente que pasea por la costa de Balbec:
La mujer de un anciano banquero (...) lo había sentado en una silla de tijera frente al malecón, abrigado del viento y del sol por el quiosco de los músicos. Viéndolo bien instalado, acababa de dejarlo para ir a comprarle un períodico (...) La tribuna de los músicos formaba por encima de él un trampolín natural y tentador sobre el cual la mayor del grupito echó (...) a correr y saltó por encima del espantado anciano (...), lo que divirtió enormemente a las otras muchachas, sobre todo a dos ojos verdes en una cara rubicunda, quienes experimentaron para con aquel acto una admiración y una alegría en la que me pareció distinguir un poco de timidez (...) ausente en las otras. "Ese pobre viejo me da lástima: parece medio muerto", dijo una de las chicas con voz aguardentosa y acento a medias irónico. Dieron unos pasos más y después se detuvieron un momento en medio del camino sin preocuparse de interrumpir la circulación de los transeúntes (...) como un conciliábulo de aves reunidas en el momento de alzar el vuelo, y después reanudaron su lento paseo a lo largo del malecón, por encima del mar. (p.379)
Pareciera que el narrador va individualizándolas de a poco, distinguiendo una por una del grupito a través de rasgos discretos: los ojos, alguna actitud, algunas palabras. La comparación con las aves es reiterada, además. Y de la primera interacción con ellas -o al menos con una de ellas- surge un gran momento de la novela:
Por un instante, mientras pasaba junto a la morena de mejillas gruesas que empujaba una bicicleta, mi mirada se cruzó con las suyas -oblicuas y risueñas- dirigidas desde el fondo de aquel mundo inhumano que encerraba la vida de aquella pequeña tribu, desconocido inaccesible al que la idea de lo que yo era no podía, desde luego, alcanzar ni encontrar un lugar en él. ¿Me había visto aquella muchacha, tocada con una gorra de polo muy calada sobre la frente y totalmente atenta a lo que decían sus compañeras, en el momento en que el rayo negro emanado de sus ojos había topado conmigo? Si me había visto, ¿qué había podido representar yo para ella? ¿Desde dentro de qué universo me distinguía? Me habría resultado tan difícil decirlo como lo es concluir -de ciertas particularidades que se nos revelan en un astro vecino gracias al telescopio- que en él viven seres humanos, que nos ven, y qué ideas puede desperter en ellos esa visión. (p.381)
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