lunes, 5 de noviembre de 2012

páginas 245-254

Después de encontrarse con la abuela en la estación de Balbec, el narrador toma otro tren hacia la playa.
Apenas me hube sentado en el vagón inundado por la fugitiva luz del ocaso y el persistente calor de la tarde (...) me preguntó: "Bueno, qué tal Balbec?", con una sonrisa tan ardientemente iluminada por la esperanza del gran placer que había yo -pensaba ella- experimentado, que no me atreví a confesarle de pronto mi desencanto. Por lo demás, la impresión que mi espíritu había buscado me ocupaba menos, a medida que se aproximaba el lugar al que mi cuerpo habría de acostumbrarse. (p.245)
Al llegar al Grand Hotêl, sin embargo:
Como había confesado a mi abuela que no me encontraba bien, que íbamos a vernos obligados -me parecía- a volver a París, ella había dicho sin protestar que salía a hacer unas compras, útiles tanto si nos marchábamos como si nos quedábamos (...); mientras la esperaba, yo me había ido a pasear por las calles atestadas por una multitud mantenida en ellas por el calor en las casas y en las que estaban aún abiertas la peluquería y una pastelería, algunos de cuyos parroquianos tomaban helados delante de la estatua de Fauguay-Touin. Me causó así tanto placer como el que puede proporcionar su imagen en medio de una revista "ilustrada" al enfermo que la hojea en la sala de espera de un cirujano. Me asombró que hubiera personas lo bastante diferentes de mí como para que el director pudiese haberme aconsejado aquel paseo por la ciudad como una distracción y como para que el lugar de suplicio que es una nueva morada pudiera parecer a algunos "una estancia deliciosa", según decía el prospecto del hotel (...) La necesidad que sentía de mi abuela había aumentado con mi temor a haberle causado una desilusión. Debía de estar desanimada, sentir que, si no soportaba yo aquella fatiga, era como para desesperar de que pudiese sentarme bien viaje alguno. Decidí volver a esperarla en el hotel... (pp.248-249)
Esa "necesidad" de la abuela da origen a una de las escenas más memorables de este capítulo, y, de paso, a otra aparición del tema edípico:
...me arrojé en brazos de mi abuela y apliqué los labios a su cara como si tuviera acceso, así, a aquel inmenso corazón que me abría. Cuando tenía así la boca pegada a sus mejillas, a su frente, obtenía en ellas algo tan benéfico, tan nutritivo, que conservaba la inmovilidad, la seriedad, la tranquila avidez de un niño que mama (...) Ella sentía tal placer en cualquier esfuerzo que me lo evitara a mí y -en un momento de inmovilidad y calma para mis miembros fatigados- algo tan delicioso, que -cuando, al ver que quería ayudarme a acostarme y descalzarme, hice el gesto de impedírselo y empezar a desvestirme por mí mismo- detuvo con una mirada suplicante mis manos que tocaban los primeros botones de mi chaqueta y de mis botines.
"Oh, te lo ruego", me dijo. "Es tal gozo para tu abuela. Y osbre todo no dejes de llamar a la pared, si necesitas algo esta noche: mi cama está adosada a la tuya y el tabique es muy fino. Dentro deun momento, cuando estés acostado, hazlo para ver si nos entendemos bien."
Y, en efecto, aquella noche llamé con tres golpes, que, cuando estuve enfermo, una semana después, renové todas las mañanas durante unos días, porque mi abuela quería darme leche temprano. Entonces, cuando me parecía oir que estaba despierta -para que no esperara y pudiera un instante después, volver a dormirse- me arriesgaba a dar tres golpecitos, tímida, débil, nítidamente, pese a todo, pues, si bien temía interrumpir su sueño en caso de que me hubiera equivocado y estuviese dormida, tampoco quería que siguiera alerta para oír una llamada que no hubiese distinguido la primera vez y que yo no me atrevería a repetir. (pp.252-253)

No hay comentarios:

Publicar un comentario