sábado, 3 de noviembre de 2012

Páginas 235-244

El médico le recomienda al narrador que beba un poco de alcohol para bajar la ansiedad del viaje; la abuela, en un principio, parece oponerse pero de todas formas el narrador pasa un rato en el bar del tren. Regresa, como era de esperar, totalmente borracho -aunque en ningún momento se nos diga literalmente que lo está:
Y, si fui, sin embargo, a beber mucho más de la cuenta en el bar del tren, fue porque sentía que, de lo contrario, tendría un ataque demasiado violento y eso sería lo que más la afligiría [a la abuela]. Cuando en la primera estación volví a montar a nuestro carruaje, dije a mi abuela lo contento que estaba de ir a Balbec, que tenía la sensación de que todo iba a salir bien, que en el fondo me iba a acostumbrar en seguida a estar separado de mamá, que aquel tren era agradable y el hombre del bar y los empleados tan encantadores, que me habría gustado volver a hacer con frecuencia aquel trayecto para tener la posibilidad de verlos de nuevo. Sin embargo, mi abuela no parecía alegrarse tanto como yo de todas aquellas buenas noticias. Me respondió apartando la mirada: "Tal vez deberías intentar dormir un poco", y volvió la vista hacia la ventana... (p.235)
Más adelante en el vieje el narrador descubre a una chica que vende café con leche a los pasajeros.
No sé si el salvaje encanto de aquellos lugares -al hacerme creer que aquella muchacha no era semejante a las otras mujeres- intensificaba el suyo, pero ella se lo devolvía. La vida me habría parecido deliciosa, si hubiera podido pasarla, hora tras hora, con ella, acompañarla hasta el torrente, hasta la vaca, hasta el tren, estar siempre a su lado, sentirme conocido de ella, con un lugar en su pensamiento. Me habría iniciado en los encantos de la vida rústica y de las primeras horas del día. Le hice una seña para que viniera a darme café con leche. Necesitaba que se fijara en mí. No me vio y la llamé. Por encima de su alto cuerpo, su tez era tan dorada y rosácea, que parecía vista a través de una vidriera iluminada. Volvió sobre sus pasos, yo no podía apartar mis ojos de su rostro, cada vez mayor, semejante a un sol que pudiéramos mirar fijamente y que se aproximara hasta llegar muy cerca de nosotros (...) Fijó en mi su mirada penetrante, pero, como los empleados estaban cerrando las puertas, el tren se puso en marcha; la vi abandonar la estación e internarse de nuevo por el sendero, ahora era de día: me alejaba de la aurora. Ya hubiera sido mi exaltación obra de aquella muchacha o hubiese causado, al contrario, la mayor parte del placer que había sentido al encontrarme junto a ella, estaba, en todo caso, tan mezclada con él, que mi deseo de volver a verla era ante todo el deseo moral de no dejar que aquel estado de excitación pereciera del todo, de no ser separado nunca más de la persona que -aun sin saberlo- en él había participado. No es sólo que aquel estado fuese agradable. Es sobre todo que (...) daba otro tono a lo que yo veía, me introducía como actor en un universo desconocido e infinitamente más interesante; aquella hermosa muchacha (...) era como parte de una vida diferente de la que yo conocía, separada de ella por una orla y en la que las sensaciones que inspiraban los objetos ya no eran las mismas... (pp.240-241).
Finalmente el narrador llega a la terminal de Balbec; para su sorpresa, no está cerca del mar, sino a unos 20 kilómetros (5 leguas), pero sí de la iglesia:
...cuando reconocí a los Apóstoles cuyas estatuas en molde había visto en el Museo del Trocadéro y que, a los dos lados de la Virgen y delante del profundo vano del pórtico, me esperaban como para rendirme honores, ya no quise pensar sino en el significado eterno de las esculturas. Con su rostro benévolo, chato y dulce y la espalda encorvada, parecían avanzar con expresión de bienvenida cantando el Aleluya de un día hermoso. Pero se advertía que su expresión era inmutable como la de un muerto y sólo se modificaba si los rodeábamos. Yo me decía: "Es aquí, es la iglesia de Balbec. Esta plaza, que parece conocer su gloria, es el único lugar del mundo que tiene la iglesia de Balbec. Lo que he visto hasta ahora eran fotografías de esta iglesia y (...) tan sólo los moldes. Ahora es la propia iglesia, es la propia estatua, son ellas, las únicas, es mucho más".
Tal vez fuera menos también. Así como un joven, en un día de examen o de duelo, considera el hecho sobre el que le han preguntado, la bala que ha disparado, muy poca cosa, cuando piensa en las reservas de ciencia y valor con que cuenta y que habría querido demostrar, así mi entendimiento -que había erigido la Virgen del pórtico fuera de las reproducciones que había tenido ante los ojos, inaccesible a las vicisitudes que podían amenazar a estas, intacta, si las destruían, ideal, con valor universal- se extrañaba de ver la estatua que había esculpido mil veces reducida a su propia apariencia de piedra... (p.243).
Era inevitable que la iglesia de Balbec -en esta primera visita- desilusionara al narrador, del mismo modo que lo hizo la primera vez que vio actuar a la Berma (páginas 27-36).

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