Las noches en la habitación del Gran Hotêl de Balbec no son fáciles:
...para una naturaleza nerviosa como la mía -es decir, aquella en que lo sintermediarios, los nervios, desempeñan mal sus funciones, no detienen en su camino hacia la conciencia, sino que dejan, al contrario, llegar hasta ella, nítida, agotadora, innumerable y dolorosa, la queja de los más humildes elementos del yo que van a desaparecer-, la ansiosa alarma que sentía bajo aquel techo desconocido y demasiado alto no era sino la protesta de una amistad que sobrevivía en mí para con un techo familiar y bajo. Seguramente aquella amistad desaparecería, tras haber ocupado otra su lugar -y entonces la muerte y después una nueva vida habrían realizado, con el nombre de costumbre, su doble obra-, pero hasta su aniquiliación todas las noches sufriría -y sobre todo aquella primera noche- al presenciar un futuro ya realizado y en el que ya no había lugar para ella, se rebelaba, me torturaba con el grito de sus lamentaciones siempre que mis miradas, al no poder desviarse de lo que las hería, intentaban posarse en el techo inaccesible.
Pero, la mañana siguiente -después de que un sirviente hubiera venido a despertarme y traerme el agua caliente y, mientras me lavaba y en vano intentaba encontrar las cosas que necesitaba en mi maleta, de la que tan sólo sacaba, en desorden, las que para nada podían servirme-, ¡que alegría, al pensar ya en el placer del desayuno y del paseo, ver en la ventana y en todas las vitrinas de las librerías -como en los ojos de buey de un camarote de barco- la mar desnuda, sin opacidades... (p.256)
En esas mañanas luminosas el narrador descubre un gran interés por sus compañeros de hotel:
En Combray, como todo el mundo nos conocía, yo no prestaba atención a nadie. En la vida balnearia no conocemos a nustros vecinos. Yo no tenía aún edad suficiente y seguía siendo demasiado sensible como para haber renunciado al deseo de gustar a las personas y poseerlas. Carecía de la indiferencia, más noble, que habría experimentado un hombre de mundo para quienes almorzaban en el comedor y los jóvenes y las muchachas que pasaban por el malecón, con los cuales no podría -sufría al pensarlo- hacer excursiones, si bien menos que si mi abuela, desdeñosa de las formas mundanas y atenta sólo a mi salud, les hubiera dirigido la solicitud, para mí humillante, de aceptarme como compañero de paseo. Ya volviesen hacia algún hotelito desconocido, salieran para dirigirse con una raqueta en la mano a una pista de tenis o montaran en caballos cuyos cascos me pisoteaban el corazón, yo los contemplaba con una curiosidad apasionada en aquella iluminación cegadora de la playa en la que las proporciones sociales cambian, seguía todos sus movimientos a través de la transparencia de aquel gran vano acristalado que dejaba pasar tanta luz. Pero interceptaba el viento y era un defecto, en opinión de mi abuela, quien, al no poder soportar la idea de que me perdiera el beneficio de una hora de aire, abrió subrepticiamente un cristal e hizo que salieran volando al instante -junto con los menús- los periódicos, velos y gorras de todas las personas que estaban almorzando; sostenida por el soplo celeste, permaneció tranquila y sonriente, como Santa Blandina, en medio de las invectivas, que, al intensificar mi impresión de aislamiento y tristeza, reunían contra nosotros a los turistas despreciativos, despeinados y furiosos (p.259).
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