jueves, 22 de noviembre de 2012

Páginas 425-434

Seguimos con la descripción del cuadro de Elstir. El narrador insiste en la exposición del "truco" del pintor, que confunde elementos marinos con elementos terrestres y trastoca el sistema de preconceptos que hace a la percepción visual:
Si bien todo el cuadro daba esa impresión de los puertos en los que el mar entra en la tierra, en los que ésta ya es marina y la población anfibia, la fuerza del elemento marino estallaba por doquier y cerca de las rocas, a la entrada de la escollera, donde el mar estaba agitado, se sentía -por los esfuerzos de los marineros y la oblicuidad de los barcos inclinados en ángulo ante la serena verticalidad del depósito, de la iglesia, de las casas de la ciudad, donde unos volvían y otros partían a pescar- que trotaban bruscamente sobre el agua como sobre un animal fogoso y rápido cuyos sobresaltos, sin su destreza, los habrían arrojado a tierra (...) E incluso se sentían aún las potentes acciones que debía neutralizar el bello equilibrio de las barcas inmóviles, gozando del sol y del frescor, en las partes -superpuestas unas sobre otras por la perspectiva- en que los reflejos del mar -de tan apacible como estaba- tenían casi más solidez y realidad que los cascos vaporizados por un efecto de sol. O, mejor dicho, no parecían otras partes del mar. (p.425)
A partir de aquí el narrador se lanza a una especulación sobre estética, con el cuadro de Elstir como punto de partida:
Desde los comienzos de Elstir, conocimos las fotografías de paisajes y ciudades, calificadas de "admirables". Si intentamos precisar lo que en este caso designan los aficionados con ese epíteto, veremos que suele aplicarse a alguna imagen singular de algo conocido, imagen diferente de las que estamos habituados a ver, singular y, sin embargo, verdadera y que, por esa razón, nos resulta doblemente pasmosa, porque nos asombra, nos hace salir de nuestros hábitos y al tiempo entrar en nosotros mismos al recordarnos una impresión. Por ejemplo, una de esas fotografías "magníficas" ilustrará una ley de la perspectiva, nos mostrará cierta catedral que estamos habituados a ver en medio de la ciudad, tomada, en cambio, desde un punto elegido desde el que parecerá treinta  veces más alta que las casas y formando un espolón al borde del río del que está, en realidad, distante. Ahora bien, el esfuerzo de Elstir para no exponer las cosas tal como sabía que eran, sino según esas ilusiones ópticas de las que se compone nuestra visión primordial, lo había incitado precisamente a poner de manifiesto algunas de esas leyes de perspectiva, más sorprendentes aún, pues el arte fue el primero en revelarlas. (pp.426-427)
Pronto encontramos que ya no se habla únicamente de Puerto de Carquethuit sino que otros trabajos de Elstir parecen incorporarse a la descripción (de un modo muy poco específico, que permite dudar si en realidad se trata de otros cuadros): el resultado es la creación de una suerte de macro-cuadro, que se vuelve signo de las ideas del pintor y su estética:
En un cuadro que representaba Balbec un tórrido día de verano, un entrante del mar parecía -encerrado entre murallas de granito rosado- no ser el mar, que comenzaba más allá. Sólo las gaviotas (...) sugerían la continuidad del océano. Otras leyes se desprendían de aquella misma tela como -al pie de los inmensos acantilados- la gracia liliputiense de las velas blancas sobre el espejo azul, en el que parecían mariposas dormidas, y ciertos contrastes entre la profundidad de las sombras y la palidez de la luz (...) Asimismo, tras una fila de bosque, allende el mar, comenzaba otro mar -rosado con el ocaso- que era el cielo. La luz, inventando como nuevos sólidos, empujaba el caso del barco sobre el que caía, más atrás del que estaba a la sombra, y disponía como los peldaños de una escalera de cristal sobre la superficie materialmente plana, pero quebrada por la iluminación matutina del mar. (p.427).
Llegamos así a una primera conclusión:
El esfuerzo que Elstir hacía para despojarse ante la realidad de todas las nociones de su inteligencia resultaba tanto más admirable cuando que aquel hombre, quien antes de pintar se volvía ignorante y lo olvidaba todo por probidad -pues lo que sabemos no nos pertenece-, tenía precisamente una inteligencia excepcionalmente cultivada. (p.428)
Elstir se olvida de su saber, se desprende de su inteligencia, en tanto operan como prejuicios, y pinta lo que ve. El resultado parece alejarse del realismo e introducirse en el "ensueño", como dice varias veces el narrador, pero, en rigor, su reconstrucción de la realidad sensible es más "realista" que cualquier cuadro pintado con convenciones de la historia del arte que regulan las pautas de la mimesis. Elstir, en ese sentido, se aparte de la tradición, de la historia; su pintura, volcada a los objetos, a la percepción visual de los objetos, sueña la utopía ahistórica.
El narrador, entonces, le comenta que la iglesia de Balbec lo desilusionó, para horror del pintor, que se lanza a una extensísima descripción del portal de la iglesia, en el que es contada mediante imágenes la historia del mundo. Se trata, entonces, de otra obra-total incorporada a la novela, y se cuenta una vez más la historia del narrador desilusionado que luego "entiende mejor" lo que en su momento se perdió gracias a la intervención de otra persona (en particular, en el momento de la desilusión ante la Berma, de otro artista: Bergotte -páginas 137-146):
"¡Como! ¿Que le decepcionó ese pórtico? Pero si es la más bella Biblia historiada que el pueblo haya podido leer jamás. Esa Virgen y todos los bajorrelieves que cuentan su vida son la expresión más tierna, más inspirada, de ese largo poema de adoración y alabanzas que la Edad Media desplegaría a la gloria de la Madona (...) Pues lo que tiene usted ahí es todos los círculos del Cielo, todo un gigantesco poema teológico y simbólico. Es una locura, es divino, es mil veces superior a todo lo que pueda usted ver en Italia, donde, por lo demás, el tímpano fue copiado, literalmente, por escultores mucho menos geniales..."
Aquella inmensa visión celeste de la que me hablaba, aquel gigantesco poema teológico que se había escrito -comprendía yo- allí no eran lo que yo había visto, cuando mis ojos, henchidos de deseos, se habían abierto ante la fachada. Le hablé de esas grandes estatuas de santos, montados sobre zancos, que forman como una avenida.
"Parte del fondo de los tiempos para llegar a Jesucristo", me dijo. "Son, por una parte, sus antepasados, según el espíritu y, por otra, los reyes de Judea, sus antepasados por la carne. Todos los siglos están ahí. Y si hubiera contemplado usted mejor lo que le parecieron zancos, habría podido nombrar a los encaramados. Pues a los pies de MOisés habría recnocido el becerro de oro; bajo los pies de Abraham, el carnero; bajo los de José, el demonio aconsejado a la mujer de Putifar.
También le dije que esperaba encontrar un monumento casi persa y que seguramente ésa había sido una de las causas de mi error. "No, no", me respondió, "había mucho de cierto. Algunas partes son totalmente orientales; un capitel reproduce tan exactamente un motivo persa, que la persistencia de las tradiciones orientales no basta para explicarlo. El escultor debió de copiar algún cofre traído por navegantes". Y, en efecto, más adelante iba a enseñarme la fotografía de un capitel en el que vi dragones casi chinos que se devoraban... (pp.429-430)
Dragones chinos, motivos persas, los antepasados de Jesucristo: el pórtico de la iglesia de Balbec comienza a asemejarse a un posible aleph enclavado en En busca del tiempo perdido.
Pero algo interrumpe la conversación sobre arte. Una chica pasa en bicicleta y saluda al pintor. El narrador queda boquiabierto:
"¿Conoce usted a esta mujer, señor Elstir?", le dije, al comprender que podía presentármela, invitarla a su casa. Y aquel taller apacible con su horizonte rural se había llenado de un colmo delicioso, como ocurre con una casa en la que un niño estaba ya a gusto y se entera de que, además, por la generosidad con que las cosas bellas y las personas nobles aumentan indefinidamente sus dones, le están preparando una magnífica merienda. Elstir me dijo qu ese llamaba Albertine Simonet y me nombró también a sus otras amigas, a las que yo describí con bastante exactitud como para que cupiera la menor duda. (p.432)



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