miércoles, 7 de noviembre de 2012

Páginas 275-284

En estas páginas el narrador se queja de que no ha logrado hacer amistades entre sus compañeros de hotel, en parte por la reticencia de su abuela a dejarse ver con la señora de Villeparisis:
Mi vida en el hotel resultaba no sólo triste, porque no tenía relaciones en él, sino también incómoda, porque Françoise había trabado muchas. Podría parecer que estas deberían habernos facilitado muchas cosas, pero era al contrario. Los proletarios, si bien les costaba un poco ser tratados como personas conocidas de Françoise y sólo lo conseguían con ciertas condiciones de mucha educación para con ella, una vez que lo habían obtenido, eran, en cambio, las únicas que contaban para ella. Según su código, no tenía obligación alguna para con los amigos de sus señores y, si tenía prisa, podía enviar a paseo a una señora que había venido a ver a mi abuela. Pero para con sus relaciones, es decir, las escasas personas del pueblo dignas de su difícil amistad, el protocolo más sutil y absoluto regulaba sus acciones. Así, Françoise, tras haber conocido al cafetero y a una joven doncella que hacía vestidos para una señora belga, ya no volvía a subir enseguida a atender a mi abuela después de almorzar, sino una hora después, porque el cafetero quería hacerle café o una tisana en la cafetería y la doncella le pedía que fuera a verla coser y habría sido imposible negárselo, una de esas cosas que no se hacen. (p.277)
Finalmente, la abuela y la señora de Villeparisis se encuentran y ya no pueden ignorarse mutuamente, así que...

se vieron obligadas a bordarse no sin antes intercambiar gestos de sorpresa, de vacilación (...) y por fin expresar protestas de cortesía y júbilo, como en ciertas escenas de Molière en las que dos actores que llevan un buen rato pronunciando monólogos cada uno por su lado y a unos pasos uno del otro no se han advertido -se supone- aún y de pronto se ven, no pueden dar crédito a sus ojos, interrumpen lo que están diciendo y por fin se hablan... (p.278)
Comienza entonces una rutina de almuerzos y cenas con la señora de Villeparisis. Al referirse a esta nueva costumbre el narrador deja caer una de las perlitas de este episodio, y uno de mis pasajes favoritos de la novela:
Por mi parte, a fin de conservar -para poder apreciar Balbec- la idea de que estaba en la punta extrema de la Tierra, me esforzaba por mirar más lejos, no ver sino el mar, buscar en él efectos descritos por Baudelaire y no dejar que mis miradas se posaran en nuestra mesa, salvo los días en que servían en ella un gran pescado, monstruo marino que -al contrario de los cuchillos y tenedores- era contemporáneo de las épocas primitivas en que la vida comenzaba a afluir en el Océano, en tiempo de los cimerios, y cuyo cuerpo, de innumerables vértebras y nervios azules y rosados, había sido construido por la naturaleza, pero según un plan arquitectónico, como una polícroma catedral del mar. (p.279)
Me interesa en este fragmento, por un lado, la referencia a las palabras de Legrandin:
...¡Balbec! La más antigua osamente geológica de nustro suelo, en verdad Ar-Mor, el Mar, el fin de la tierra, la región maldita que Anatole France -un encantador al que debería leer nuestro amiguito- tan bien describió, bajo sus eternas brumas, como el verdadero país de los Cimerios en la Odisea... (Por el camino de Swann, p.141).
Aquí el narrador parece haberse apoderado del entusiasmo de Legrandin y adoptado la mención a los cimerios y la idea del "fin de la tierra". Por otro lado, me resulta inevitable leer en "construido por la naturaleza, pero según un plan arquitectónico, como una polícroma catedral del mar" un comentario metanarrativo que reproduce el plan general de la obra: Proust, en varias ocasiones (lo cita Pietro Citati en su ensayo La paloma apuñalada), contó a su secretaria Céleste su intención de crear una novela que tuviese las pautas de una gran catedral gótica. El pescado de Balbec, magnificado por la vocación proliferante del narrador, puede parecerse a la novela que estamos leyendo. En cualquier caso, ese proceso de proliferación al que hacía referencia está claro: el pescado servido en el hotel de Balbec se vuelve prácticamente un dinosaurio y el balneario una región mítica de la tierra; esa proliferación, esa multiplicación de significados, sigue, a su vez, una pauta "arquitectónica": la de una catedral. Del mismo modo que la novela.


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