miércoles, 28 de noviembre de 2012

Páginas 485-494

El narrador empieza a ver Balbec con otros ojos, gracias al tiempo que pasa con las chicas de la "pandilla":
...Despues, encontrada la chaqueta y listos los sandwiches, iba a buscar a Albertine, Andrée, Rosemonde, a veces a otras, y -a pie o en bicicleta- partíamos.
En otro tiempo, habría preferido hacer aquel paseo con mal tiempo. Entonces intentaba encontrar en Balbec "el país de los cimerios" y los días hermosos eran algo que no debía existir allí, una intrusión del vulgar verano de los bañistas en aquella antigua región velada por las brumas. Pero ahora todo lo que había desdeñado, apartado de mi vista (...) lo habría buscado por pasión por la misma razón que en otro tiempo no habría deseado sino mares tempestuosos: la de que estaban vinculados -unos y otras- a una idea estética. Es que mis amigas y yo habíamos ido a ver a Elstir y los días en que estaban presentes las muchachas lo que había mostrado preferentemente era algunos bosquejos de hermosas yatchwomen o un esbozo tomado en un hipódromo cercano a Balbec. (pp.485-486)
Después Elstir describe esos cuadros en términos muy similares a los que emplea el narrador para elaborar sobre el mecanismo de confusión de la tierra, el mar y el cielo. El narrador compara la idea de pintar regatas y carreras de caballos con las fiestas venecianas de Veronese y Carpaccio.
"Su comparación es tanto más exacta", me dijo Elstir, "cuanto que, por tratarse de la ciudad en que pintaban las fiestas, éstas eran en parte náuticas. Sólo que la belleza de las embarcaciones de aquella época estribaba en la mayoría de los casos en su pesadez, en su complicación. Había justas en el agua, como aquí, celebradas generalmente en honor de alguna embajada semejante a la que Carpaccio respresentó en La leyenda de Santa Úrsula. Los navíos eran macizos, construidos como arquitecturas, y parecían casi anfibios, como pequeñas Venecias en medio de la otra, cuando, amarrados con ayuda de puentes volantes, cubiertos de raso carmesí y tapices persas, llevaban mujeres con brocado color de cereza o con damasco verde, muy cerca de los blancones incrustados con mármoles multicolores (...) Ya no se sabía dónde acababa la tierra y dónde comenzaba el agua, qué era palacio y qué navío, carabela, galeaza, Bucentauro". (pp.486-487)
Más adelante el narrador nos cuenta su rutina con las chicas:
...a veces, en lugar de ir a una granja, subíamos hasta lo alto del acantilado y, una vez arribados y sentados en la hierba, abríamos nustro paquete de sandwiches y pasteles. Mis amigas preferías los sandwiches y les extrañaba verme comer sólo un pastel de chocolate góticamente historiado con azúcar o una tarta de albaricoque. Es que los sandwiches de queso de Chester y lechuga, alimento ignorante y nuevo, nada me decían. Pero los pasteles eran instruidos; las tartas, parlanchinas. En los primeros había insipideces de nata y en las segundas frescores de frutas que sabían lo suyo sobre Combray, sobre Gilberte; no sólo la Gilberte de Combray, sino también la de París en cuytas meriendas había vuelto a sentirlos (...) Agotadas nuestras provisiones, jugábamos a juegos que hasta entonces me habían parecido aburridos, a veces tan infantiles como "La torre alerta esté" o "A quien ría primero", pero a los que no habría renunciado ni por un imperio; la aurora de juventud con la que se encendía aún el rostro de aquellas muchachas y fuera de la cual me encontraba yo ya, a mi edad, lo iluminaba todo delante de ellas y (...) hacía destacar los detalles más insignificantes de su vida sobre un fondo de oro. (pp.492-493)

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