El narrador comienza a discernir patrones en la multitud de gestos, voces y sentimientos de las chicas de la pandilla, lo cual le permite reflexionar sobre los individuos, las personalidades y el conocimiento:
...nuestro asombro se debe sobre todo a que la persona nos presenta también una misma faz. Necesitamos tan gran esfuerzo para recrear todo lo que nos ha aportado lo ajeno a nosotros (...) que, nada más recibir la impresión, descendemos insensiblemente la pendiente del recuerdo y en muy poco tiempo estamos, sin advertirlo, muy lejos de lo que hemos sentido. De modo que cada nueva entrevista es como una rectificación que nos devuelve lo que en efecto vimos. Ya no lo recordábamos, pues lo que llamamos "recordar" a una persona es, en realidad, olvidarla. Pero, mientras sepamos aún ver, en el momento en que se nos aparece el rasgo olvidado, lo reconocemos y nos vemos obligados a rectificar la línea desviada y así la perpetua y fecunda sorpresa que hacía tan saludables y suavizantes para mí aquellas citas cotidianas con las hermosas muchachas al borde del mar se componía tanto de reminisencia como de descubrimientos. (p.505)
En uno de tantos juegos, el narrador mete la pata y Albertine se enfada con él:
...y tuve que volver a colocarme en el centro, ddesesperado, mirando el corro que continuaba, vertiginoso, a mi alrededor, interpelado por las burlas de todas las jugadoras, obligado, para responderles, a reír, cuando tan pocas ganas tenía, mientras que Albertine no cesaba de decir: "Cuando no se quiere prestar atención al juego, es mejor no jugar, para no hacer perder a los demás. Los días que juguemos, no lo invitamos más o, si no, yo no vengo". (p.509-510)
La posibilidad de recibir el rechazo de Albertine tiene efectos muy notorios:
Fuimos a reunirnos con las otras muchachas para emprender el regreso. Ahora yo sabía que amaba a Albertine, pero no procuraba -¡ay!- hacérselo saber. Es que desde la época de los Campos Elíseos mi concepción del amor había variado, si bien las personas en las que se centraba sucesivamente seguían siendo casi idénticas. Por una parte, la confesión, la declaración, de mi cariño a aquella a quien amaba ya no me parecía una de las escenas capitales y necesarias del amor ni éste una realidad exterior, sino sólo un placer subjetivo. Y tenía la sensación de que Albertine haría tanto más lo necesario para alimentarlo cuanto más ignorara que yo lo sentía. (p.513)
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