lunes, 3 de diciembre de 2012

Páginas 515-524

Después de unos días en que intenta no frecuentarla, el narrador acepta la invitación de Albertine de ir a pasar un rato con ella en su habitación. Esperando lo que cualquiera esperaría, nuestro querido protagonista intenta besarla:
...Me miraba sonriente. Junto a ella, en la ventana, el valle estaba aclarado por la luz de la luna. La vista del cuello desnudo de Albertine, de aquellas mejillas demasiado rosáceas, me había infundido tal embriaguez (...) que había roto el equilibrio entre la vida inmensa, indestructible, que circulaba por mi ser y la vida del universo, tan endeble en comparación (...) Me incliné hacia Albertine para besarla. Aunque me hubiera llegado la muerte en aquel momento, me habría parecido indiferente o, mejor dicho, imposible, pues la vida no estaba fuera, sino dentro, de mí; si un filósofo hubiese fomrulado la idea de que un día, aun lejano, yo moriría, de que las fuerzas eternas de la naturaleza (...) me sobrevivirían (...) ¡habría sonreído! ¿Cómo habría sido posible? ¿Cómo habría podido durar el mundo más que yo, puesto que yo no estaba perdido en él, sino que era él el que estaba encerrado en mí, a quien distaba de llenar, en mí, en quien, al notar espacio para acumular tantos otros tesoros, arrojaba yo, desdeñoso, cielo, mar y acantilados en un rincón? "Suéltame o llamo al timbre", exclamó Albertine, al ver que me arrojaba sobre ella (...) Pero yo me decía que, si una muchacha deja a un joven acudir a su habitación a hurtadillas, arreglándolas para que la tía no se entere, ha de ser para algo (...) Iba a conocer el olor, el sabor, que tenía aquel desconocido fruto rosáceo. Oí un sonido precipitado, continuo y estridente. Albertine había tocado el timbre con todas sus fuerzas. (pp.521-522)
La sorpresa es tremenda. La imagen de Albertine del narrador ahora cambiará para siempre:
...después de no haber dudado el primer día, en la playa, que Albertine era una desvergonzada y luego haber pasado por suposiciones intermedias (...) quedaba confirmada de forma definitiva su absoluta virtud (...) Al regreso de la casa de su tía, ocho días después, me dijo con frialdad: "Te perdono, lamento incluso haberte apenado, pero no vuelvas a hacerlo nunca". Poco a poco -al contrario de lo que había sucedido cuando Bloch me había dicho que se podía poseer a todas las mujeres y como si, en lugar de una muchacha real, hubiese conocido a una muñeca de cera- llegó a desprenderse de ella mi deseo de penetrar en su vida, seguirla a los países en los que había pasado su infancia, ser iniciado por ella a una vida deportiva; mi curiosidad intelectual por lo que pensaba sobre tal o cual asunto no sobrevivió a la creencia de que podría besarla. (pp.322-323)

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