El final de
A la sombra de las muchachas en flor. La temporada de verano se acerca a su fin y un día Albertine ya no está.
Albertine se marchó la primera, bruscamente, sin que ninguna de sus amigas pudiese comprender -ni entonces ni más adelante- por qué había vuelto de pronto a París, adonde no la reclamaban ni tareas ni distracciones. "Se ha marchado sin decir ni pío", mascullaba Françoise, quien deseaba, por lo demás, que nosotros hiciéramos lo mismo. (p.539)
Son largas tardes en el comedor del hotel, con pocos turistas alrededor. Ya al borde de la partida, al narrador le ofrecen, para el año siguiente, una habitación mejor, pero él prefiere reservar la misma:
El director me ofreció para el año siguiente habitaciones mejores, pero ya sentía apego a la mía, en la que había dejado de sentir, al entrar, el olor del espinacardo y cuyas dimensiones había acabado adoptando tan exactamente mi pensamiento, al que al principio tanto costaba elevarse, que, cuando hube de acostarme en París en mi antigua habitación, de techo bajo, me vi obligado a someterlo a un tratamiento inverso.
En efecto, habíamos tenido que abandonar Balbec, pues, como el frío y la humedad habían llegado a ser demasiado penetrantes, no podíamos permanecer por más tiempo en aquel hotel, desprovisto de chimeneas y calorífero. Por lo demás, olvidé casi inmediatamente aquellas últimas semanas. Lo que volví a ver casi invariablemente, cuando pensé en Balbec, fueron los momentos en que (...) mi abuela, por encargo del médico, me obligaba -todas las mañanas (...)- a permanecer acostado en la obscuridad. El director daba la orden de que no hicieran ruido en mi piso y velaba personalmente por su cumplimiento. Como la luz era demasiado intensa, mantenía cerradas durante el mayor tiempo posible las grandes cortinas violáceas que la primera noche me habían manifestado tanta hostilidad. Pero, como (...) no lograba ajustarlas exactamente, la obscuridad no era completa y dejaban difundirse sobre la alfombra como un escarlata deshojamiento de anémonas entre las cuales no podía por menos de ir a posar un instante mis pies descalzos. Y en la pared de enfrente de la ventana, parcialmente iluminada, había un cilindro de oro vertical, sin sostén alguno y que se desplazaba despacio como la columna luminosa que precedía a los hebreos en el desierto (...) Daban las doce del mediodía y por fín llegaba Françoise. Y, durante meses seguidos, en aquel Balbec que tanto había deseado yo, porque sólo lo imaginaba batido por la tormenta y perdido en las brumas, el buen tiempo había sido tan esplendoroso y tan fijo, que, cuando venía a abrirme la ventana, había podido siempre esperar encontrarme sin falta el mismo lienzo de sol plegado en el ángulo de la pared exterior y de un color inmutable que era, como signo del verano, menos emocionante que sombrío, como el de un esmalte inerte y facticio. Y mientras Françoise quitaba la spinzas de los montantes, retiraba las telas y abría las cortinas, el día estival que descubría parecía tan muerto, tan inmemorial, como una suntuosa y milenaria momia que nuestra vieja sirviente hubiera desfajado con precaución de todos sus paños, antes de hacerla aparecer embalsamada en su traje de oro. (pp.541-543)
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