lunes, 10 de diciembre de 2012

Páginas 49-58

El narrador, en el teatro, renueva -pese al desinterés con que entró a la sala- su admiración de la Berma:
...ahora, después de aquellos años de olvido, en aquel momento de indiferencia, se imponía -¡oh milagro!- con la fuerza de la evidencia a mi admiración. En otro tiempo, para intentar identificar dicho talento, descontaba yo en cierto modo de lo que oía el papel mismo, parte común a todas las actrices que interpretaban Fedra y que había estudiado previamente para poder substraerlo y recoger como residuo tan sólo el talento de la Sra. Berma, pero aquel talento que intentaba vislumbrar aparte del papel era una sola cosa con él. (p.49)
Al reflexionar sobre el tema, el narrador llega a algunas conclusiones:
..hemos llevado con nosotros las ideas de "belleza", "estilo elevado", "patetismo", que podríamos, si acaso, abrigar la ilusión de reconocer en la trivialidad de un talento, de un rostro, correctos, pero nuestra inteligencia atenta tiene ante sí la insistencia de una forma, de cuyo equivalente intelectual carece, cuya incógnita debe despejar. Oye un sonido agudo, una entonación extrañamente interrogativa. Se pregunta: "¿Es hermoso? ¿Es admiración lo que siento? ¿Es eso la riqueza del colorido, la nobleza, la fuerza?". Y lo que de nuevo le responde es una voz aguda, un tono curiosamente inquisitivo, la impresión despótica causada por una persona a la que no conocemos, totalmente material, y en la que no se deja espacio vacío alguno para la "amplitud de la interpretación". Por eso, las obras en verdad hermosas, si las escuchamos sinceramente, son las que más deben decepcionarnos, porque, en el respertorio de nuestras ideas, ninguna hay que corresponda a una impresión individual. (p.51)
Pero de pronto otra irrupción en la velada acapara la atención del narrador:
En el momento en que comenzó aquella segunda obra, miré hacia el palco de [la Princesa de Guermantes, quien] acababa de volver la cabeza (...) hacia el fondo del palco; los invitados estaban de pie, vueltos también hacia el fondo y, entre el doble seto que formaban, entró -con su seguridad y grandeza de diosa, pero con una dulzura desconocida debida a la fingida y risueña confusión de llegar tan tarde y hacer levantar a todo el mundo en plena representación- la duquesa de Guermantes, del todo envuelta en blancas muselinas. Fue derecha hacia su prima, hizo una profunda reverencia a un joven rubio sentado en primer afila y, tras volverse hacia los monstruos marinos y sagrados que flotaban en el fondo del antro, dio a aquellos semidioses del Jockey-Club (...) unos buenos días familiares de vieja amiga. (p.54)
Oriane de Guermantes, ahora, pasa a ser descrita en términos ya no sólo de "diosa" sino -como había sudecido con las chicas de Balbec- de una suerte de ave:
...En lugar de los maravillosos y suaves plumajes que de la cabeza de la princesa descendían hasta su cuello, en lugar de la redecilla de conchas y perlas, la duquesa llevaba en el pelo un simple airón, que, al dominar su nariz aguileña y sus ojos saltones, parecía las plumas de un ave. Su cuello y sus hombros salían de una ola nevosa de muselina azotada por un abanico de plumas de cisne, pero después el vestido (...) ceñía su cuerpo con precisión totalmente británica... (p.55)

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