miércoles, 12 de diciembre de 2012

Páginas 89-98

El narrador continua su estadía en el cuartel de Saint-Loup, y seguimos leyendo su interesante reflexión sobre los sueños, que ahora considera los "paraísos artificiales":
No lejos de ahí está el jardín reservado en el que se cruzan -como flores deconocidas- los sueños tan diferentes unos de otros: sueño de dautra, de cáñamo indio, de los múltiples extractos del éter, sueño de la belladona, del opio, de la valeriana, flores que permanecen cerradas hasta el día en que el desconocido predestinado vaya a tocarlas, abrirlas, y exhalar durante largas horas el aroma de sus sueños particulares en un ser maravillado y sorprendido. En el fondo del jardín está el convento de ventanas abiertas donde se oyen repetir las leccionas aprendidas antes de conciliar el sueño y que no sabremos hasta despertar, mientras hace resonar su tictac ese despertador interior, presagio de aquél, tan bien regulado por nuestra preocupación, que, cuando nuestra ama venga a decirnos: "Son las siete", nos encontrará ya listos (...) Cerca de la verja, está la cantera a la que los sueños profundos van a buscar substancias que impregnan la cabeza con baños tan duros, que, para despertar al durmiente, su propia voluntad se ve obligada (...) a asestar grandes hachazos, como un joven Siegfried. Más allá aún se encuentran las pesadillas que, según la estúpida opinión de los médicos, fatigan más que el insomnio, cuando, en realidad, permiten al pensador evadirse de la atención, las pesadillas con sus álbumes caprichosos, en las que nuestros parientes muertos acaban de sufrir un grave accidente que no excluye una próxima curación. (pp.89-90)
Más adelante el centro de la atención del narrador se fija en Saint-Loup, especialmente en relación a la opinión de él que tienen los soldados del cuartel -y que el hiperatento narrador no deja de escuchar:
Uno decía que el capitán había comprado un nuevo caballo. "Puede comprar todos los caballos que quiera. El domingo por la mañana me encontré a Saint-Loup en el paseo de las Acacias: ¡monta con una elegancia muy distinta!", respondía el otro y con conocimiento de causa, pues asquellos jóvenes pertenecían a una clase que, si bien no frecuenta al mismo personal mundano, no difiere -gracias al dinero y al ocio- de la nobleza en la experiencia de todas las elegancias que se pueden comprar. Si acaso, en la suya había -por ejemplo, en lo relativo a la ropa- algo más aplicado, más impecable, que aquella libre y descuidada elegancia de Saint-Loup, quien tanto le gustaba a mi abuela (...) "Sí, mi hermano lo vio en La Paix", decía otro, que había pasado el día en casa de su amante; "al parecer, llevaba incluso un frac demasiado amplio y que no le sentaba bien." "¿Cómo era el chaleco?" "No llevaba chaleco blanco, sino malva, con unas como palmeras: ¡estupefaciente!" (pp.95-96)

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