Seguimos en la órbita de Oriane:
Yo amaba de verdad a la Sra. de Guermantes. El mayor honor que podría haberle pedido a Dios habría sido el de que hiciera caer sobre ella todas las calamidades y que acudiese -arruinada, desacreditada, desprovista de todos los privilegios que me separaban de ella, sin casa ya en la que morar ni personas que consintieran en saludarla- a pedirme asilo. La imaginaba haciéndolo. (pp.69-70)
A la vez, en esos días el narrador visita a su amigo Saint-Loup en su cuartel:
Hacía mucho que Saint-Loup no podía venir a París, ya fuera -como él decía- por las exigencias de su profesión o, más bien, por los pesares que le causaba su amante, con quien había estado ya dos veces a punto de romper. Con frecuencia me había dicho lo mucho que le agradaría que fuera a verlo en aquel cuartel cuyo nombre me había causado (...) tanta alegría, cuando lo había leído en el sobre de la primera carta que recibí de mi amigo. Quedaba menos lejos de Balbec de lo que el paisaje enteramente rural podía hacer pensar, en una de esas pequeñas ciudades aristocráticas y militares, rodeadas de extensos campos (...) No quedaba tan lejos de París para que no pudiera yo, tras apearme del rápido, volver a casa, reunirme con mi madre y mi abuela y acostarme en mi cama. En cuanto lo comprendí, turbado por un deseo doloroso, tuve demasiada poca voluntad para decidir no volver a París y quedarme en la ciudad, pero demasiado poca también para impedir a un empleado llevar mi maleta hasta un coche de punto y no encarnar -el caminar tras él- el alma desamparada de un viajero que vigila sus efectos personales y al que ninguna abuela espera (...) Pensaba yo que Saint-Loup vendría a dormir aquella noche en el hotel en el que me alojaría para volverme menos angustioso el primer momento con aquella ciudad desconocida. Un soldado de guardía fue a buscarlo y yo lo esperé en la puerta del cuartel... (pp.72-73)
Pronto aparece Saint-Loup y retomamos el viejo tema de la enfermedad del narrador:
...preocupado por la idea de verme pasar solo aquella primera noche, pues conocía mejor que nadie mis angustias vespertinas, que con frecuencia había observado y aliviado en Balbec, interrumpía sus quejas para volverse hacia mí y dirigirme sonrisitas, tiernas miradas desiguales, unas procedentes directamente de sus ojos y otras tamizadas por su monóculo, y que aludían -todas- a su emoción por volver a verme, alusiones también a algo que yo seguía sin comprender, pero qu eahora me importaba: nuestra amistad.
"¡Dios mío! ¿Y dónde vas a dormir? La verdad es que no te aconsejo el hotel en el que nos alojamos, junto a la Exposición, donde van a comenzar unas fiestas: ibas a tener todo un gentío. No, vale más que vayas al Hotel de Flandes, es un palacete del siglo XVII con tapices antiguos (...) Por lo demás (...), está bastante adaptado a tu hiperestesia auditiva (...) ¡Hay que ver! Tú aquí, en este cuartel en el que tanto me he acordado de ti, no puedo dar crédito a mis ojos, me parece estar soñando. Bueno, ¿qué? ¿Qué tal la salud? ¿Va mejor? Luego me cuentas todo eso (...) ¿Y el trabajo? ¿Has empezado? ¿No? ¡Qué raro eres! Si yo tuviera tus aptitudes, creo que escribiría de la mañana a la noche. Te divierte más no hacer nada. ¡Que desgracia es que sean siempre los mediocres como yo los dispuestos a trabajar y que los que podrían no quieran hacerlo!" (pp.73-75)
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