En determinado momento de la velada hace su entrada Basin de Guermantes, que se pone a conversar con su esposa y la Sra. de Villeparisis sobre Rachel, la amante de Saint-Loup:
"¿Sabes de quien hablamos, Basin?", dijo la duquesa a su marido.
"Naturalmente, lo adivino", dijo el duque, "¡Ah! no es lo que se dice una actriz de primera."
"Nunca", prosiguió la Sra. de Guermatnes, dirigiéndose al Sr. de Argencourt, "podría usted imaginar algo más ridículo."
"Era incluso chistoso", interrumpió el Sr. de Guermantes, cuyo extraño vocabulario permitía a la vez a la gente de mundo decir que no era un bobo y a los letrados considerarlo el peor de los imbéciles.
"No puedo comprender", prosiguió la duquesa, "como Robert ha podido amarla jamás. ¡Oh! Sé perfectamente que no hay que hablar nunca de esas cosas", añadió con un bonito mohín de filósofa y sentimental desencantada. "Sé que cualquiera puede enamorarse de cualquiera. Y (...) eso es incluso lo hermoso del amor, porque es precisamente lo que lo vuelve misterioso".
"¡Misterioso! !Ah! Reconozco que me resulta un poco fuerte, querida prima", dijo el conde de Argencourt.
"Pues sí, es muy misterioso, el amor", prisiguió la duquesa con una dulce sonrisa de mujer de mundo amable, pero también con la intransigente convicción de una wagneriana que dice a un hombre del círculo que en La Walquiria no sólo hay ruido. "Por lo demás, en el fondo, no sabemos por qué una persona ama a otra; tal vez no sea en absoluto por lo que creemos", añadió sonriendo, con lo que de repente rechazaba con su interpretación la idea que acababa de emitir. "Y, además, es que en el fondo nunca sabemos nada", concluyó con expresión escéptica y cansada. "Por eso es verdad más inteligente: nunca hay que hablar de la elección de los amantes."
Pero, tras haber sentado aquel principio, lo trasgredió inmediatamente al criticar la elección de Saint-Loup.
"Miren, me parece, de todos modos, asombroso que se pueda encontrar seducción en una persona ridícula."
Al oir que hablábamos de Saint-Loup y comprendiendo que estaba en París, Bloch se puso a hablar tan espantosamente mal de él, que indignó a todo el mundo. Empezaba a sentir odios y se notaba que, para saciarlos, no retrocedería ante nada. (pp.232-233)
Pronto Oriane se refiere a la obra teatral que le vio representar a Rachel, y la opinión de su "inteligencia" que venía sosteniendo el narrador sufrirá un golpe:
"Es cosa de poco, verdad, y me anunció que permanecería tendida boca abajo sobre los peldaños. Por lo demás, si hubieran oído lo que decía, sólo conozco una escena, pero no creo que se pueda imaginar algo semejante: se llama Las siete princesas".
"Las siete princesas, ¡oh! ¡Sí, sí, qué esnobismo!", exclamó el Sr. de Argencourt. "¡Ah! Pero espere, conozco toda la obra. El autor se la envió al Rey, quien no comprendió nada y me pidió que se la explicara."
"¿No será por casualidad del Sâr Peladan?", preguntó el historiador de la Fronda para mostrar finura y actualidad, pero tan bajo, que su pregunta pasó inadvertida.
"¡Ah! ¿Conoce usted Las siete princesas?, respondió la duquesa al Sr. de Argencourt. "¡Lo felicito! Yo sólo conozco una, pero me quitó la curiosidad de conocer a las otras seis. ¡Como sean todas iguales a la que yo vi!"
"¡Qué imbecil!, pensé yo, irritado por la glacial acogida que me había dado. Sentí como una áspera satisfacción, al observar su completa incomprensión de Maeterlinck. "Y por una mujer semejante hago yo todas las mañanas tantos kilómetros, ¡estoy yo listo! Ahora soy yo quien no querra saber nada con ella." Esas fueron las palabras que me dije; eran lo contrario a mis pensamientos; eran puras palabras de conversación, como nos decimos en los momentos en que, por estar demasiado agitados para quedarnos a solas con nosotros mismos, experimentamos la necesidad de hablar, a falta de interlocutor, con nosotros mismos, sin sinceridad, como con un extraño. (p.235)
No hay comentarios:
Publicar un comentario