viernes, 7 de diciembre de 2012

Páginas 39-48

Pese a su desencanto con la Berma y el teatro, el narrador asiste a una función gracias al regalo de un amigo de su padre. Apenas se acomoda en su lugar da paso al examen del público:
Junto a mí había personas vulgares y deseosas de mostrar -por no conocer en persona a los abonados- que podían reconocerlos y los nombraban en voz muy alta. Añadían que aquellos abonados acudían allí como a su salón, con lo que querían decir que no prestaban atención a las obras representadas, pero lo que sucedía era lo contrario. Un estudiante genial que ha comprado una butaca para ver a la Berma no piensa sino en no ensuciarse los guantes, no molestar, congeniar con el vecino que el azar le ha asignado, perseguir con sonrisa intermitente la mirada fugaz, eludir con expresión descortés la mirada con la que se ha cruzado de una persona conocida a la que ha descubierto en la sala y a la que, tras mil perplejidades, decide ir a saludar en el momento en que los tres toques, al resonar antes de que haya llegado hasta ella, lo obligan a escapar como los hebreos en el mar Rojo entre las agitadas olas de los epsectadores y las espectadoras a quienes ha hecho levantarse y cuyos vestidos desgarra o cuyos botines aplasta. En cambio, sólo las personas de la alta sociedad, precisamente porque estaban en sus palcos (...) como en saloncitos suspendidos de los que hubieran eliminado uno de los tabiques o en cafetines a los que hubiesen ido a tomar una bamba sin sentirse intimidados por los espejos con marcos dorados y los asientos rojos del establecimiento de tipo napolitano, precisamente porque dejaban reposar una mano indiferente en los fustes dorados de las columnas que sostenían aquel templo del arte lírico, precisamente porque no los conmovían los excesivos honores que les rendían -precía- dos figuras esculpidas que tendían palmas y laureles hacia los palcos, habrían tenido la inteligencia libre para escuchar la obra, si no hubieran carecido de ella. (pp.40-41)
Pronto el narrador se da cuenta de que entre los presentes está la princesa de Guermantes:
La princesa, como una gran diosa que preside de lejos los juegos de las divinidades inferiores, había permanecido -voluntariamente- un poco al fondo en un canapé lateral, rojo como una roca de coral, junto a una amplia reverberación vítrea que probablemente fuera un espejo y recordaba a una sección -perpendicular, obscura y líquida- practicada por un rayo en el deslumbrado cristal de las aguas. una gran flor blanca, a la vez pluma y corola, como ciertas floraciones marinas, vellosa como un ala, descendía de la frente de la princesa a lo largo de una de sus mejillas, cuya inflexión seguía con una agilidad coqueta, amorosa y viva y parecía encerrarla a medias, como un huevo rosado en la dulzura de un nido de alción (...) La belleza que la realzaba muy por encima de las otras hijas fabulosas de la penumbra no estaba del todo inscrita, material e inclusivamente, en su nuca, en sus hombros, en sus brazos, en su talle, pero la deliciosa e inacabada línea de éste era el punto exacto de partida, el esbozo inevitable de líneas invisibles (...) en las que el ojo no podía por menos de prolongarse. (pp.42-43)

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