jueves, 6 de diciembre de 2012

Páginas 29-38

La vida cerca de los Guermantes enriquece la experiencia del narrador en relación al mundo social de París:
La vida que se llevaba -suponía yo- en [el barrio parisino de clase alta Fabourg Saint-Germain] se derivaba de un venero tan diferente de la experiencia y me parecía haber de ser tan particular, que no habría podido imginar en las veladas de la duquesa la presencia de personas a quienes yo hubiera frecuentado en tiempos, personas reales, pues, al no poder cambiar súbitamente de naturaleza, habrían dicho en ella cosas análogas a las que yo conocía; sus interlocutores tal vez se hubieran rebajado a responderles en el mismo lenguaje humano y, durante una velada en el primer salón del Fauboug Saint-Germain, habría habido instantes idénticos a otros que yo había vivido: cosa imposible. Cierto es que mi alma se sentía violenta ante ciertas dificultades y la presencia del cuerpo de Jesucristo en la hostia no me parecía un misterio más obscuro que aquel primer salón del Faubourg situado en la ribera derecha y cuyos muebles oía remover por la mañana desde mi alcoba. Pero, aun siendo sólo ideal, la línea de demarcación que me separaba del Faubourg Saint-Germain, no por ello dejaba de parecerme más real; sentía yo perfectamente que el felpudo de los Guermantes, extendido al otro lado de ese Ecuador (...) era ya el Faubourg. Por lo demás, ¿cómo no iba a parecerme que su comedor, su galería obscura, con muebles cubiertos de felpa roja, que podía vislumbrar a veces po la ventana de nuestra cocina, presentaban el misterioso encanto del Faubourg Saint-Germain, formaban parte de él de forma esencial, estaban situados geográficamente en él, ya que ser recibido en aquel comedor era haber ido al Faubourg Saint-Germain?  (p.31)
Esa cercanía le permite, además, espiar la rutina del duque de Guermantes:
...por la mañana se afeitaba en camisón la barba junto a la ventana, bajaba al patio, según hiciera más o menos calor, en mangas de camisa, en pijama, con chaquetón escocés de color raro, de pelo largo, con chaquetones claros más cortos que el chaquetón, y hacía trotar delante de él, sujeto de la brida por uno de sus palafreneros, algún caballo nuevo que había comprado (...) Después de haber visto cómo trotaba solo un nuevo caballo, mandaba engancharlo, cruzar todas las calles vecinas, con el palafrenero corriendo a lo largo del coche y sujetando las riendas, haciéndolo pasar y volver a pasar por delante del duque, parado en la acera, de pie, gigantesco, enorme, vestido de claro, con un puro en l aboca, la cabeza alta y el monóculo curioso, hasta el momento en que saltaba al pescante, guiaba al caballo él mismo para probarlo y salía con el nuevo tiro a encontrarse con su amante en los Campos Elíseos. (p.33)
A la vez, el narrador repasa sus antiguas obsesiones y se da cuenta de que el teatro y la Berma, que antaño lo apasionaban, ahora le parecen totalmente carentes de interés:
...no concedía yo la menor importancia a (...) la posibilidad de ver a la Berma, quien unos años antes me había causado tanta agitación, y no sin melancolía comprobé mi indiferencia para con lo que en tiempos había preferido a la salud, al reposo. No es que fuera menos apasionado que entonces mi deseo de contemplar de cerca las preciosas parcelas de la realidad que vislumbraba mi imaginación, pero ésta ya no las situaba en la dicción de una gran actriz; después de mis visitas a Elstir, había trasladado a ciertos tapices, a ciertos cuadros modernos, la fe interior que había tenido en tiempos de esa interpretación, en aquel trágico arte de la Berma. (p.37)

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