El narrador sigue ornitológicamente fascinado con Oriane de Guermantes:
La Sra. de Cambremer intentaba distinguir qué clase de atuendos llevaban las dos primas [la duquesa y la princesa de Guermantes]. Por mi parte, yo no dudaba que eran particulares de ellas, no sólo en el sentido en que la librea de cuello rojo o de solapa azul pertenecía en tiempos exclusivamente a los Guermantes y a los Condé, sino también como en el caso de un ave el plumaje, adorno de su belleza, pero también extensión de su cuerpo. El atuendo de aquellas dos señoras me parecía como una materialización nevosa o estmaltada de su actividad interior y las plumas que descendían de la frente de la princesa y el corsé deslumbrante y bordado de lentejuelas de su prima parecían tener, como los gestos que había yo visto hacer a la princesa de Guermantes y que correspondían -no me cabía duda- a una idea oculta, un significado que me habría gustado conocer, ser en cada una de ellas atributo suyo exclusivo: el ave del Paraíso me parecía tan inseparable de una como el pavo real de Juno; no me parecía que mujer alguna pudiera usurpar el corsé bordado de lentejuelas de la otra, como tampoco la égida, centelleante y a franjas, de Minerva. Y, cuando dirigía mis ojos a aquel palco de platea, mucho más que al techo del teatro, en el que había pintado frías alegorías, era como si hubiese visto, gracias al milagroso desgarramiento de los nubarrones habituales, la asamblea de los dioses contemplando el espectáculo de los hombre sbajo un toldo rojo, en un claro luminoso y entre dos pilares del cielo. (p.59)
Y, de repente...
...cuando (...) vi que una claridad los iluminaba: la duquesa, convertida de diosa en mujer y mil veces más hermosa -me pareció- de repente, alzó hacia mí la mano enguantada de blanco que tenía apoyada en el borde del palco, la agitó en señal de amistad y mis miradas se sintieron cruzadas por la incandescencia involuntaria y los fuegos de los ojos de la princesa, quien los había hecho entrar, sin que lo supiera, en conflagración con sólo moverlos para intentar ver a quién acababa de saludar su prima, y ésta, que me había reconocido, hizo llover sobre mí el resplandeciente chaparrón de su sonrisa. (p.60)
Un par de líneas en blanco señala la primera subsección del capítulo primero de
El camino de Guermantes: la sección que sigue se nos propone centrada en Oriane.
Durante las horas en que -de flotar en mí por la misma razón que las imágenes de otras mujeres hermosas- pasó [el recuerdo del saludo y la sonrisa de Oriane ] poco a poco a una asociación única y definitiva -exclusiva de cualquier otra imagen femenina- con mis ideas novelescas tan anteriores a él, durante esas horas en las que lo recordaba mejor, debería haber reflexionado para saber exactamente en qué consistía, pero no conocía yo entonces la importancia que iba a cobrar para mí; era dulce sólo como una primera cita de la Sra. de Guermantes; durante las horas en que tuve el gozo de abrigarlo sin saber prestarle atención, dicho recuerdo iba a ser, sin embargo, muy encantador, pues a él volvían siempre -libremente, sin prisa, sin fatiga, sin la menor necesidad ni ansiedad- mis ideas de amor. (p.62)
Otro día, acababa de pasearme para arriba y para abajo por la calle durante horas sin ver a la Sra. de Guermantes, cuando de repente, en el fondo de una mantequería oculta entre dos palacetes en aquel barrio aristocrático y popular, se destacó el rostro confuso y nuevo de una mujer elegante a la que estaban enseñando unos quesitos blancos y, antes de qu ehubiese yo tenido tiempo de distinguirla, me alcanzó (...) la mirada de la duquesa; otra vez, al no haberla visto y oír las odce del mediodía, comprendí que no valía la pena seguir esperando y me dirigí tristemente de vuelta a casa y, absorto en mi decepción, advertí de pronto, al mirar sin ver un coche que se alejaba, que la seña con la cabeza hecha por aquella señora, cuyas facciones relajadas y pálidas o, al contrario, tensas y vivas componían, bajo un sombrero redondo debajo de un alto airón, el rostro de un extraño que me habían parecido no reconocer, era la Sra. de Guermantes, a cuyo saludo ni siquiera había contestado. Y a veces me la encontraba al volver a casa, en el rincón de la portería, donde el abominable portero, cuyas miradas investigadoras detestaba yo, estaba haciéndole grandes saludos y seguramente dándole también "informes". (p.64)
Y, como cabía esperarse...
Si no hubiese notado yo mismo que la Sra. de Guermantes estaba harta de encontrarme todos los días, lo habría notado indirectamente por el rostro rebosante de frialdad, reprobación o piedad de Françoise, cuando me ayudaba a prepararme para aquellas salidas matinales (...) Tal vez los sirvientes de la Sra. de Guermantes hubieran oído a su señora expresar su fastidio de encontrarme inevitablemente en su camino y hubiesen repetido sus palabras a Françoise... (p.65)
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