martes, 4 de diciembre de 2012

Páginas 9-18

La parte de Guermantes (un título que prefiero a El mundo de Guermantes, la opción del traductor de Alianza Editorial) comienza con la mudanza del narrador y su familia al hotel de los Guermantes. No está claro exactamente cuánto tiempo pasó desde el final de A la sombra de las muchachas en flor, y el libro comienza con los problemas de Françoise para adaptarse a la nueva morada. Pronto encontramos una reflexión sobre los nombres, que repasa buena parte de la relación del narrador con los Guermantes, con la idea de los Guermantes, con el nombre de los Guermantes:
A la edad en que los nombres, al ofrecernos la imagen de lo incognoscible que hemos vertido en ellos, nos obligan -en la medida misma en que designan también para nosotros un lugar real- a identificar uno con el otro, hasta el punto de que vamos a buscar en una ciudad un alma que no puede albergar, pero que ya no podemos expulsar de su nombre, y no sólo confieren -como las pinturas alegóricas- una individualidad a las ciduades y los ríos, no sólo esmaltan el universo físico con diferencias y lo pueblan de maravilla, sino también el social: entonces todo castillo, todo palacete o palacio famoso tiene su dama o su hada, como los bosques sus genios y sus divinidades las aguas (...) Sin embargo, si nos aproximamos a la persona real a la que corresponde su nombre, el hgada perece, pues el nombre comienza entonces a reflejar a aquélla, que nada alberga de ésta; si nos alejamos de la persona, el hada puede renacer, pero, si permanecemos junto a ella, muere definitivamente y con ella su nombre (...) Entonces el nombre (...) no es ya la tarjeta fotográfica de identidad a la que recurrimos para saber si conocemos, si debemos o no saludar, a una persona que pasa, pero, si una sensación de un año del pasado permite a nuestra memoria (...) hacernos oir ese nombre con el timbre particular que tenía para nuestro oído y en apariencia inalterado, sentimos la distancia que separa uno de otro los sueños que significaron sucesivamente para nosotros sus idénticas sílabas (...) Ahora bien, cada uno de los momentos que lo compusieron empleaba, al contrario (...) los colores de entonces que ya no conocemos y que de pronto me dejan arrobado otra vez, si, al haber recuperado -gracias a ese azar- el nombre de Guermantes por un instante, después de tantos años, el sonido -tan diferente del de hoy- que tenía para mí en el día de la boda de la Srta. Percepied, me restituye por ejemplo, aquel malva tan dulce, demasiado brillante, demasiado nuevo, que aterciopelaba la ahuecada chalina de la joven duquesa y (...) sus ojos iluminados con una sonrisa azul (...) Desde luego, qué forma se recortaría ante mis ojos en ese nombre de Guermantes, cuando mi nodriza -que seguramente ignoraba, tanto como yo hoy, en honor de quién había sido compuesta- me arrullaba con esa antigua canción -Gloria a la marquesa de Guermantes- o cuando -unos años después- el anciano mariscal de Guermantes se detenía en los Campos Elíseos y henchía a mi niñera de orgullo, al decir: "¡Qué niño más hermoso!" (...), es algo que no sé. Aquellos años de mi primera infancia ya no son parte de mí, sino exteriores a mí, sólo puedo conocerlos (...) por los relatos de otros. (pp.11-13)
Aquí parecería que el narrador nos presenta una hipótesis que distingue del nombre su "espíritu", su "hada", que podríamos pensarlo también como la idea y/o la emotividad que le va asociada; es la memoria involuntaria -como en el episodio de la magdalena- la que puede rescatar esa idea perdida en el pasado, cuando el nombre ya ha mudado de "espíritu" o se ha vaciado. La cosa lleva un nombre, por un lado, y luego desde el nombre se genera la idea o el "hada", que es nuestra manera de conocer a la cosa. Después, la historia comienza desde la más temprana infancia del narrador: el primer momento que ya conocemos mencionado, de todas formas, es el de la boda en que el narrador ve por primera vez a Oriane de Guermantes (Por el camino de Swann, páginas 186-187).

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