Me sentía afligido por no haberme despedido de Saint-Loup, pero me marché, de todos modos, pues mi única preocupación era regresar junto a mi abuela: hasta aquel día, en aquella ciudad pequeña, cuando pensaba en lo que haría mi abuela sola, me la imaginaba tal como era conmigo, pero suprimiéndome y sin tener en cuenta los defectos en ella de esa supresión; ahora, tenía que librarme lo antes posible, en sus brazos, del fantasma -insospechado hasta entonces y de repente evocado por su voz- de una abuela realmente separada de mí, resignada, que tenía -cosa que yo nunca había visto aún en ella- una edad y que acababa de recibir una carta mía en el piso vacío en el que ya había yo imaginado a mi madre, cuando me había marchado a Balbec.
Ese fantasma fue -¡ay!- el que yo vi cuando, tras entrar en el salón sin que mi abuela hubiera sido avisada de mi regreso, la encontré leyendo. Yo estaba ahí -o, mejor dicho, no estaba aún ahí, puesto que ella no lo sabía- y, como una mujer a la que sorprenden haciendo una labor que esconderá, si entra alguien, estaba entregada a pensamientos que nunca había mostrado delante de mí. De mí sólo estaba allí (...) el testigo, el observador, con sombrero y abrigo de viaje, el extraño que no es de la casa, el fotógrafo que viene a tomar una instantánea del lugar que no volveremos a ver. Lo que se produjo -maquinalmente- en mis ojos en aquel momento, cuando vi a mi abuela, fue, en efecto, una fotografía. Nunca vemos a los seres queridos sino en el sistema animado, el movimiento perpetuo de nuestro incesante cariño, que, antes de dejar que las imágenes que nos presenta su rostro lleguen hasta nosotros, las toma en su torbellino, las lanza sobre la idea que tenemos de ellos desde siempre, las hace adherirse a ella, coincidir con ella. Puesto que la frente y las mejillas de mi abuela significaban para mí lo más delicado y permanente en su espíritu, puesto que toda mirada habitual es una necromancia y cada rostro que amamos es el espejo del pasado, ¿cómo no habría omitido yo lo que en ella podía haberse recargado y cambiado, cuando, incluso en los espectáculos más indiferentes de la vida, nuestros ojos, henchidos de pensamiento, pasan por alto, como lo haría una tragedia clásica, todas las imágenes que no concurren en la acción y sólo retienen las que pueden volver inteligible el objetivo? Pero, si en lugar de nuestros ojos, ha sido un objetivo puramente material -una placa fotográfica- el que ha mirado, lo que veremos -por ejemplo, en el patio del Instituto-, en lugar de la salida de un académico que quiere llamar a un coche de punto, será su titubeo, sus precauciones para no caerse hacia atrás, la parábola de su caída, como si estuviera bebido o el suelo estuviese cubierto de hielo. Lo mismo ocurre cuando alguna artimaña cruel del azar impide a nuestro inteligente y pío cariño correr a tiempo para ocultar a nuestras miradas lo que nunca deben contemplar, cuando es adelantado por ellas, que, al llegar las primeras al lugar y abandonadas a sí mismas, funcionan maquinalmente como las películas y nos muestran -en lugar del ser amado que ya no existe desde hace mucho, pero cuya muerte nunca quiso que se nos revelara- la persona nueva que cien veces al día cubría con una cara y mendaz semejanza. Y, como un enfermo que (...) retrocede al ver en un espejo, en medio de una cara árida y desierta, la elevación oblicua y rosada de una nariz gigantesca como una pirámide de Egipto, yo, para quien mi abuela era aún yo mismo, yo, que nunca la había visto sino en mi alma, siempre en el mismo lugar del pasado, a través de la transparencia de los recuerdos contiguos y superpuestos, de repente vi (...) a una anciana abrumada -roja, pesada y vulgar, enferma, soñando despierta, pasando por encima de un libro unos ojos un poco dementes- a la que no conocía. (pp.143-145)
lunes, 17 de diciembre de 2012
Páginas 139-148
A punto de regresar a París, el narrador se encuentra con su abuela en Doncières:
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