miércoles, 26 de diciembre de 2012

Páginas 209-218

El narrador se había acercado a Legradin para saludarlo, pero la manera en que decidió abordarlo resultó un poco complicada:
"Bien, señor, tengo casi excusa para estar en un salón, al encontrarlo a usted en él". El Sr. Legrandin concluyó de auqellas palabras -al menos ése fue el juicio que emitió sobre mí unos días después- que yo era un personajillo congénitamente malvado, que sólo encontraba satisfacción en el mal.
"Podría usted tener la cortesía de comenzar saludándome", me respondió sin darme la mano y con voz rabiosa y vulgar, que yo no sospechaba en él y que, sin la menor relación racional con lo que solía decir, tenía otra más inmediata y sorprendente con algo que sentía (...) "Naturalmente, cuando me persiguen veinte veces seguidas para hacerme ir a algún sitio", continuó en voz baja, "aunque tengo perfecto derecho a mi libertad, no puedo comportarme como un zafio." (pp.208-209)
Sin embargo, el narrador no deja de prestar atención a la conversación de Oriane de Guermantes:
Si en el salón de la Sra. de Villeparisis, como en la iglesia de Combray, en la boda de la Srta. Percepied [páginas 186-187], me costaba volver a ver en el hermoso rostro, demasiado humano, de la Sra. de Guermantes, lo desconocido de su nombre, pensaba al menos que, cuando hablara, su charla, profunda, misteriosa, tendría una rareza de tapiz medieval, de vidriera gótica, pero para que no me hubiesen decepcionado las palabras que oiría pronunciar a una persona que se llamaba Sra. de Guermantes, aun cuando no la hubiera amado, no habría bastado con que las palabras fuesen finas, bellas y profundas, habría sido necesario que reflejaran aquel color amaranto de la última sílaba de su nombre, aquel color que me había asombrado ya el primer día no encontrar en su persona y que había yo hecho refugiarse en su pensamiento. Seguramente había oído ya a la Sra. de Villeparisis, a Saint-Loup, a personas cuya inteligencia nada tenía de extraordinario, pronunciar sin precaución aquel nombre de Guermantes, simplemente como el de una persona que iba a venir de visita o con la que iban a cenar, sin parecer sentir en él arpendes de manera amarilleante y todo un rincón misterioso de provincias, pero debía de ser una afectación por su parte, como cuando los poetas clásicos no nos avisan de las intenciones profundas que, sin embargo, han tenido, afectación que también yo me esforzaba por imitar diciendo con el tono más natural: la duqeusa de Guermantes, como un nombre que se pareciese a otros. Por lo demás, todo el mundo aseguraba que era una mujer muy inteligente, de una conversación ingeniosa, que vivía en un grupito de lo más interesante: palabras que resultaban cómplices de mi sueño, pues, cuando decían "grupo inteligente", conversación ingeniosa, en modo alguno era la inteligencia tal como yo la conocía lo que imaginaba, ni siquiera la de las mayores eminencias: no eran personas como Bergotte las que componían aquel grupo. No, por inteligencia entendía yo una facultad inefable, dorada, impregnada de un frescor silvestre. Aun sosteniendo las tesis más inteligentes -en el sentido en el que yo entendía la palabra "inteligente", cuando se trataba de un filósofo o un crítico-, la Sra. de Guermantes tal vez habría decepcionado más aún mi esperanza respecto de una facultad tan particular que si en una conversación insignificante se hubiera contentado con hablar de recetas de cocina o de mobiliario de castillo, con citar los nombres de vecinas o parientes suyas, que me hubiesen evocado su vida.  (p.215)
El tema de la inteligencia de Oriane pronto pasará a segundo plano, y el de la presencia de Legrandin subirá a la superficie, para luego revertir posiciones una vez más. Todo este pasaje construye sectores de diálogo que el narrador sobrevuela, como si se moviera por el salón escuchando todo lo que se dice a su alrededor y tuviera la capacidad de moverse también en el tiempo, retomando todos los diálogos sin las fisuras inevitables.

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