Buena parte de la primera sección de
El lado de Guermantes está dedicada a la velada en la casa de la señora de Villeparisis, de quien se nos dice, entre otras cosas, que...
...seguramente las que propugnaba sobre todo (...) eran cualidades bastante poco exultantes, como la ponderación y la mesura, pero, para hablar de la mesura de forma totalmente adecuada, la medida no basta y hacen falta ciertos méritos de escritor que suponen una exaltación poco mesurada; yo había notado en Balbec que la señora de Villeparisis seguía sin comprender el genio de ciertos grandes artistas y que sólo sabía burlarse de ellos con finura y dar a su incomprensión una forma aguda y graciosa, pero ese ingenio y esa gracia, en el grado que alzanaban en ella, llegaban a ser, a su vez -en otro plano y aunque los desplegara para quitar importancia a las obras más altas-, aunténticas cualidades artísticas. Ahora bien, semejantes cualidades ejercen en toda situación mundana una acción mórbida electiva, como dicen los médicos, y tan disgregadora, que a las más sólidamente asentadas les cuesta unos años resistirlas. Lo que los artistas llaman inteligencia parece pura presuntuosidad a la sociedad elegante, que -incapaz como es de colocarse en el único punto de vista con el que lo juzga todo y por no comprender nunca el atractivo particular al que cede al elegir una expresión o hacer una aproximación- experimenta para con ellos una fatiga, una irritación, de las que muy pronto nacie la antipatía. Sin embargo, en su conversación -y lo mismo sucede con sus Memorias, que se publicaron más adelante- la Sra. de Villeparisis sólo manifestaba como una gracia totalmente mundana. Por haber pasado junto a cosas importantes sin profundizar en ellas, a veces sin distinguirlas, apenas había retenido de los años en que había vivido, y que, por lo demás, describía sin mucha precisión y encanto, sino lo más frívolo que habían ofrecido, pero una obra, aun cuando se aplique sólo a asuntos no intelectuales, sigue siéndolo de la inteligencia y, para dar en un libro o en una charla, que poco difiere de él, la impresión consumada de la frivolidad, hace falta una dosis de seriedad de la que una persona puramente frívola sería incapaz. (pp.189-190)
Entre los invitados a la velada está Bloch, ahora un "joven autor dramático":
Entre las personas presentas cuando yo llegué, en aquel salón, ligeramente calentado a propósito, porque la marquesa se había conspitado al volver de su castillo, había un archivero con quien la Sra. de Villeparisis había clasificado por la mañana las cartas autógrafas de personajes históricos a ella dirigidas y destinadas a figurar en facsímiles como documentos justificativos en las Memorias que estaba redactando, y un historiador solemne e intimidado que, al enterarse de que poseía por herencia un retrato de la duquesa de Montmorency, había ido a pedirle permiso para reproducirlo en una lámina de su obra sobre la Fronda, visitantes a los que se sumó mi compañero Bloch, ahora joven autor dramático, con quien contaba ella para procurarle artistas que actuaran gratis en sus próximas funciones vespertinas. Cierto es que el caleidoscopio social estaba girando y el caso Dreyfus iba a precipitar a los judíos al último rango de la escala social, pero en vano arreciaba el ciclón dreyfusista: no es al comienzo de una tormenta cuando las olas alcanzan su mayor furia. Además, la Sra. de Villeparisis, dejando a toda una parte de su familia tronar contra los judíos, había permanecido hasta entonces enteramente ajena al caso y no se ocupaba de él. Por último, un joven como Bloch, a quien nadie conocía, podía pasar inadvertido, mientras que judíos importantes y representativos de su bando estaban ya amenazados. Ahora tenía la barbilla puntuada con una "barba de chivo", llevaba un binóculo, una levita larga, un guante, como un rollo de papiros en la mano. Los rumanos, los egipcios y los turcos pueden detestar a los judíos, pero en un salón francés las diferencias entre estos pueblos no son tan perceptibles y un israelita, al entrar como procedente del fondo del desierto, con el cuerpo inclinado como una hiena y la nuca oblicua y soltando grandes salams, satisface totalmente el gusto por el orientalismo. sólo que para eso es necesario que el judío no pertenezca a la "buena sociedad", porque, de lo contrario, cobra fácilmente el aspecto de un lord y sus modales están tan afrancesados, que una nariz rebelde y que sigue, como las capuchinas, direcciones imprevistas recuerda a la de Mascarille más qeu a la de Salomón, pero Bloch, al no haber sido suavizado por la gimnasia del "Faubourg" ni ennoblecido por un cruce con Inglaterra o España, seguía siendo, para un aficionado al exotismo, tan extraño y sabroso de contemplar, pese a su traje europeo, como un judío de Decamps. (pp.194-195)
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