Como parte del tratamiento de la abuela, la familia del narrador contrata a un médico especializado en enfermedades "nerviosas".
Como a regañadientes, le preguntó un poco por su vida, con ojos melancólicos y fijos. Después, con un gesto previo qu eparecía indicar una dificultad para sacudirse, apartándolas de la ola, las últimas vacilaciones que podía abrigar y de todas las objeciones que habíamos podido oponer, mirando a mi abuela con ojos lúcidos, libremente y como por fin en tierra firme, puntuando las palabras con tono afable, cuya inteligencia matizaba todas las inflexiones -pues durante toda su visita su voz fue, por lo demás, como era de forma natural, cariñosa y, bajo sus enmarañadas cejas, sus irónicos ojos estaban llenos de bondad-, dijo de repente, como por haber advertido la verdad y haber decidido alcanzarla a toda costa:
"Va a estar usted bien, señora, el día, lejano o próximo y de usted depende que sea hoy mismo, en que comprenda que no tiene nada y reanude la vida normal. Me ha dicho usted que no comía y no salía, ¿verdad?".
"Pero es que tengo un poco de fiebre."
Le tocó la mano.
"En todo caso, no en este momento. Y, además, ¡vaya una excusa! ¿No sabe usted que dejamos al aire libre y sobrealimentamos a tuberculosos que tienen hasta 39ºC?"
"Pero también tengo un poco de albúmina."
"No debería usted saberlo. Tiene usted lo que yo he llamado "albúmina mental". Todos hemos tenido, durante una indisposición, nuestra pequeña crisis de albúmina, que nuestro médico se ha apresurado a volver duradaera al señalárnosla. Para una afección que los médicos curan con medicamentos -al menos aseguran que así ha sido a veces-, producen diez en sujetos sanos al inocularles ese agente patógeno, mil veces más virulento que todos los microbios: la idea de que están enfermos." (p.312)
En rigor -como sabremos pocas páginas más adelante-, la enfermedad de la abuela no tiene nada de "mental", pero las ideas del doctor Du Boulbon -que había sido recomendado por Bergotte- son, lamentablemente, tenidas en cuenta. Y pronto nos encontramos con su credo:
"Todo lo grande que conocemos se lo debemos a nerviosos [dijo el doctor Du Boulbon]. Ellos -y no otros- son los que han fundado religiones y han compuesto obras maestras. El mundo jamás sabrá todo lo que les debe y sobre todo lo que ellos han sufrido para dárselo. Apreciamos las músicas finas, los cuadros hermosos, mil delicadezas, pero no sabemos lo que han costado a quienes las inventaron, en insomnios, llantos, risas espasmódicas, urticarias, asmas, epilepsias, una angustia por miedo a morir que es peor que todo eso y que tal vez conozca usted, señora", añadió sonriendo a mi abuela, "pues, cuando yo he llegado, no estaba usted -confiéselo- demasiado segura. Se creía usted enferma, peligrosamente enferma tal vez. Dios sabe de qué afección creía usted descubrir en usted los síntomas y no se equivocaba usted: la tenía. El nerviosismo es un remedador genial. No hay enfermedad que no simule de maravilla." (p.313)
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