jueves, 10 de enero de 2013

Páginas 349-358

El primer capítulo de la segunda parte de la novela termina con la impresionante escena de la muerte de la abuela:
Al pie de la cama, convulsionada por todos los hálitos de aquella agonía, sin llorar, pero a veces empapada en lágrimas, mi madre tenía la aflicción sin pensamiento de un follaje azotado por la lluvia y agitado por el viento. Me hicieron secarme los ojos antes de ir a besar a mi abuela (...) Cuando mis labios la tocaron, las manos de mi abuela se agitaron, un largo estremecimiento recorrió todo su cuerpo, ya fuera un reflejo o que ciertas ternuras tengan su hiperestesia, que a través del velo de la inconsciencia reconoce lo que apenas si necesitan los sentidos para amar. De repente mi abuela se irguió a medias, hizo un esfuerzo violento, como quien defiende su vida. Françoise no pudo resistir aquella vista y estalló en sollozos. Al recordar lo que había dicho el médico, quise hacerla salir de la alcoba. En aquel momento, mi abuela abrió los ojos. Me precipité sobre Françoise para ocultar su llanto, mientras mis padres hablaran a la enferma. El ruido del oxígeno se había apagado, el médico se alejó de la cama. Mi abuela había muerto.
Unas horas después, Françoise pudo por última vez peinar -y sin hacerlo sufrir- aquel hermoso pelo apenas grisáceo y que hasta entonces había parecido de menos edad que ella, pero ahora, era el único que imponía, al contrario, la corona de la vejez en aquel rostro de nuevo joven, del que habían desaparecido las arrugas, las contracciones, las hinchazones, las tensiones, los repliegues, que desde hacía tantos años le había añadido el sufrimiento. Como en los lejanos tiempos en que sus padres le habían elegido un esposo, tenía las facciones delicadamente trazadas por la pureza y la sumisión, las mejillas que brillaban con casta esperanza, un sueño de felicidad, de alegría inocente incluso, que los años habían destruido poco a poco. Al retirarse, la vida acababa de llevarse las desilusiones de la vida. Una sonrisa parecía posada en los labios de mi abuela. En aquel lecho fúnebre, la muerte, como el escultor de la Edad Media, la había acostado bajo la apariencia de una muchacha. (pp.333-334)
La intensidad de este pasaje no deja de asombrarme a cada relectura. Cuando leemos "como en los lejanos tiempos en que sus padres..." es imposible no sentir un escalofrío: la vida completa de la abuela parece asomarse allí, como en una recapitulación que apenas llega, o que llega sólo lo necesario, que se asoma y nada más, para que la adivinemos. "Al retirarse, la vida acababa de llevarse las desilusiones de la vida" es magistral, y el final ("en aquel lecho fúnebre..." vuela los límites de todas las escalas.
Aquí aparece también otra pista cronológica. La enfermedad de la abuela duró "años"; probablemente, entonces, entre el retorno del narrador del cuartel de Robert de Saint-Loup y esta escena final medien como mínimo un par de años.

El capítulo segundo (que en esta edición incluye un resumen argumental) comienza no mucho tiempo después de la muerte y el funeral de la abuela; el luto ya ha sido abandonado, pero la madre del narrador espera de este (sin obligarlo) que mantenga cierto perfil bajo a la hora de salir a vivir la vida nocturna parisina. En este pasaje se dice, al pasar, que el mundo de los clubes nocturnos de Doncières -a los que el narrador asistía con Saint-Loup- está "unos años" atrás, lo cual confirma la sospecha de la duración de la enfermedad de la abuela. Es fascinante, entonces, que, cerca de su mitad, El lado de Guermantes, que dedica 100 páginas a las pocas horas que dura la velada en casa de la Sra. de Villeparisis, comprima por lo menos 2 años en 20 páginas.
Sin querer contrariar del todo a su madre, el narrador se prepara para recibir una vista: la Sra. de Stermaria; y pronto descubriremos quién se esconde bajo ese nombre.

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