La enfermedad de la abuela avanza:
Hubo un momento en que los trastornos de la uremia afectaron a los ojos de mi abuela. Durante unos días, no pudo ver nada. Sus ojos no eran en modo alguno los de un ciego y seguían siendo los mismos. Y sólo por la extrañeza de cierta sonrisa de acogida que ponía en cuanto se abría la puerta y hasta que la cogíamos de la mano para saludarla (...) comprendí que no veía. Después volvió la vist acompletamente, de los ojos la dolencia nómada pasó a los oídos. Durante unos días, mi abuela estuvo sorda y, como tenía miedo de verse sorprendida por la entrada súbita de alguien a quien no hubiera oído llegar, a cada momento (...) desviaba bruscamente la cabeza hacia la puerta, pero el movimiento de su cuello era torpe, pues no se logra en unos días esa tranposición (...) al menos de escuchar con los ojos. Por último, los dolores disminuyeron, pero aumentó la dificultad del habla. Teníamos que hacer repetir a mi abuela casi todo lo que decía.
Ahora mi abuela, al notar que ya no le entendíamos nada, renunciaba a pronunciar una sola palabra y permanecía inmóvil (...) Después empezó a tener una agitación permanente. Deseaba constantemente levantarse, pero se lo impedíamos, en la medida de lo posible, por miedo a que se diera cuenta de su parálisis. Un día en que la habíamos dejado por un instante sola, me la encontré de pie, en camisón, intentando abrir la ventana. En Balbec, un día en que habíamos salvado, a pesar suyo, a una viuda que se había arrojado al agua, me había dicho (...) que no conocía crueldad semejante a la de arrancar a una desesperada de la muerte que deseaba y devolverla a su martirio.
Tuvimos el tiempo justo para atrapar a mi abuela, sostuvo con mi madre una lucha casi brutal y después (...) dejó de querer, de lamentar, su rostro se volvió de nuevo impasible y se puso a quitar cuidadosamente los pelos dejados en su camisón por un abrigo de piel que le habían echado encima. (pp.341-432)
El tratamiento, eventualmente, incluye sanguijuelas:
Cuando, unas horas después, entré en la alcoba de mi abuela, las culebrillas negras, pegadas a su nuca, a sus sienes, a sus orejas, se retorcían en su cabellera ensangrentada, como en la de Medusa, pero en su pálido y pacificado rostro, enteramente inmóvil, vi -muy abiertos, luminosos y calmos- sus hermosos ojos de otro tiempo (....) sus ojos, dulces y líquidos, como aceite, en los cuales el fuego reavivado que ardía iluminaba delante de la enferma el universo reconquistado. Su calma no era ya la docilidad de la desesperación, sino de la esperanza. Comprendía que mejoraba, quería ser prudente, no moverse, y me hizo sólo el don de una hermosa sonrisa para que supiera que se sentía mejor y me apretó ligeramente la mano.
Yo sabía el asco que sentía mi abuela a ciertos animales y, con mayor razón, que la tocaran. Sabía que por consideración de una utilidad superior soportaba a las sanguijuelas. Por eso, Françoisie me exasperaba al repetirle con esas risitas que se lanzan con un niño con el que se quiere jugar: "¡Oh! ¡Qué bichitos corren sobre la señora!". Además, era tratar a nuestra enferma sin respeto, como si hubiese caido en la infancia, pero mi abuela, cuya cara había adquirido el tranquilo valor de un estoico, no parecía siquiera oírla.
En cuando retiraron las sanguijuelas, volvió la congestión -¡ay!- cada vez más grave. (p.343)
No sabemos exactamente cuánto dura la agonía de la abuela; una noche, finalmente, la encuentra la muerte, y el relato comienza de la siguiente manera:
Unos días después, mientras yo dormía, mi madre vino a llamarme en plena noche. Con las gratas atenciones que, en las circunstancias importantes, demuestran las personas agobiadas por un dolor profundo (...) me dijo: "Perdóname que venga a turbar tu sueño".
"No dormía", respondí, al despertarme (...) Con voz tan dulce, que parecía temer hacerme daño, mi madre me preguntó si me fatigaría demasiado levnatarme y, al tiempo que me acariciaba las manos, añadió:
"Pobrecito mío, ahora ya sólo vas a poder contar con tu papá y tu mamá".
Entramos en la alcoba. Curvada en semicírculo en la cama, otra persona distinta de mi abuela, como un animal que se hubiera cubierto con su pelo y se hubiese acostado en sus sábanas, jadeaba, gemía, sacudía las mantas con sus convulsiones. Los párpados estaban cerrados y, más por cerrar mal que por abrirse, dejaban ver un trocito de pupila, velado, legañoso, reflejo de la obscuridad de una visión orgánica y un sufrimiento interno.Toda aquella agitaci'on no se dirigíia a nosotros, a quienes ella no veía ni conocía, pero, si no era sino un animal que se movía ahí, ¿dónde estaba mi abuela? (pp.344-345)
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