Robert abandona el salón de la Sra. de Villeparisis para encaminarse hacia la casa de Rachel. En su ausencia, la relación se vuelve el tema de la conversación, y el narrador nos cuenta que...
...Robert ignoraba casi todas las infidelidades de su amante y se consumía el alma con naderías insignificantes en comparación con la verdadera vida de Rachel, que no comenzaba todos los días hasta que él acababa de dejarla. Él ignoraba casi todas sus infidelidades. Se le podría haber informado de ellas sin destruir su confianza en Rachel, pues una ley encantadora de la naturaleza que se manifiesta en las sociedades más complejas es la de que vivimos con total ignorancia de lo que amamos. Por una parte del espejo, el enamorado dice: "Es un ángel, nunca se entregará a mí, ya sólo me queda morir y, sin embargo, me quiere; me quiere tanto, que tal vez... pero, no, ¡no será posible!". Y con la exaltación de su deseo, con la angustia de su espera, ¡cuántas joyas pone a los pies de esa mujer! ¡Cómo corre a pedir prestado para evitarle una preocupación! Sin embargo, por el otro lado del tabique a través del cual esas conversaciones pasarán tan poco como las que intercambian los paseantes ante un acuario, el público dice: "¿No la conoce usted? Lo felicito, ha robado y arruinado a no sé cuánta gente, no la hay peor. Es una pura estafadora, ¡y astuta!". Y tal vez el público no vaya totalmente descaminado en lo relativo a ese último epíteto, pues hasta el hombre escéptico que no está de verdad enamorado de esa mujer y a quien solamente le gusta dice a sus amigos: "No, qué va, querido, no es una casquivana; no digo que en su vida no haya habido dos otres caprichos, pero no es una mujer a la que se pague o, si no, sería demasiado caro. En su caso, son cincuenta mil francos o nada". Ahora bien, él ha gastado cincuenta mil francos para ella, la poseyó una vez, pero ella supo persuadirlo (...) de que era de los que la habían poseído por nada (...) En parís había dos personas honradas a las que Saint-Loup ya no saludaba y de las que no hablaba sin que le temblara la voz, pues las llamaba explotadoras de mujeres: es que Rachel las había arruinado. (pp.289-290)
El narrador se ha comprometido a marcharse del salón con el Sr. de Charlus; las intenciones de éste para con él parecen claras a todos los lectores, pero al pobre narrador, parecería, le resultan un misterio:
"...por lo demás estoy esperando al Sr. de Charlus, con quien tengo que marcharme."
La Sra. de Villeparisis oyó estas últimas palabras y parecieron contrariarla. Si no hubiera sido algo que no podía interesar un sentimiento de esa naturaleza, habría pensado que lo que parecía alamardo en aquel momento en la Sra. de Villeparisis era el pudor, pero ni siquiera se me ocurrió esa hipótesis. (p.291)
Eventualmente el narrador y Charlus se encuentran.
"¿Quería usted hablarme de algo?"
"¡Ah! Eso es, en efecto, tenía algunas cosas que decirle, pero no estoy seguro de que se las diga. Cierto es que podrían ser, a mi juicio, el punto de partida de ventajas inapreciables para usted. Pero columbro también que ocasionarían a mi vida (...) muchas pérdidas de tiempo, muchas molestias de todo tipo; ahora bien, me pregunto si vale usted la pena de que me tome todas esas molestias y no tengo el placer de conocerlo lo suficiente para decidir. Tal vez no tenga, por lo demás, un gran deseo de lo que podría yo hacer por usted para que me tome tantas molestias, pues (...) para mí ha de ser por fuerza problemático."
Protesté que en ese caso no había ni que pensarlo. Aquella ruptura de las conversaciones no pareció de su agrado.
"Esa cotesía no significa nada", me dijo en tono duro. "No hay nada más agradable que tomarse molestias por una persona que merezca la pena. Para los mejores de nosotros, el estudio de las artes, el gusto del chamarileo, las colecciones, los jardines, no son sino sucedáneos, coartadas. En el fondo de nuestro tonel, como Diógenes, preguntamos por un hombre. Cultivamos las begonias, cortamos los tejos, poniéndonos en lo peor, porque los tejos y las begonias se dejan, pero preferiríamos dedicar nuestro tiempo a un arbusto humano, si estuviéramos seguro de que valía la pena hacerlo. Ahí está el quid; usted debe conocerse un poco. ¿Vale usted la pena o no?"
"No quisiera, señor mío, por nada del mundo ser para usted una causa de preocupaciones", le dije, "pero, en cuanto a mi placer, créame que todo lo que proceda de usted me lo causará muy grande. Me emociona profundamente que tenga usted a bien prestarme atención, así, a mí e intentar serme útil."
Para gran asombro mío, me agradeció aquellas palabras casi con efusión. Tras pasar su brazo bajo el mío con esa familiaridad intermitente que ya me había sorprendido en Balbec y que contrastaba con la dureza de su acento, me dijo:
"Con la desconsideración propia de su edad, podría usted a veces pronunciar palabras que abrieran un abismo infranqueable entre nosotros. Las que acaba de pronunciar son, en cambio, de las que pueden precisarmente conmoverme y animarme a hacer mucho por usted". (pp.292-293)
Pronto se dibuja más nítidamente la propuesta de Charlus (o, al menos, su superficie):
"...Con frecuencia he pensado, mire usted, que había en mí -no por mis flacos dones, sino por circunstancias que tal vez conozca usted un día- un tesoro de experiencia, como un expediente secreto e inestimable, que no me ha parecido oportuno utilizar personalmente, pero que sería inapreciable para un joven a quien entregaría en unos meses lo que he tardado treinta años en adquirir y que tal vez sea el único en poseer. No hablo de los goces intelectuales que le brindaría el conocimiento de ciertos secretos que un Michelet de nuestros días daría años de su vida por conocer y gracias a los cuales ciertos acontecimientos cobrarían, para él, un aspecto enteramente distinto y no me refiero sólo a los acontecimientos ocurridos, sino al encadenamiento de circunstancias." (p.295)
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