jueves, 20 de diciembre de 2012

Páginas 169-178

De regreso en París, el narrador, Robert y Rachel van a comer a un restaurante:
Aunque no estábamos aún en el teatro, al que íbamos a ir después de almorzar, parecía que nos encontráramos en un "saloncillo" de teatro ilustrado por los retratos antiguos de la compañía, dados los rostros de los jefes de comedor, que parecían perdidos junto con toda una generación de artistas sobresalientes, del Palais-Royal (...) Eran caras célebres entre los asiduos. Sin embargo, señalaban a uno nuevo, de nariz arrugada y labio santurrón, que parecía eclesiástico y entraba en funciones por primera vez y todo el mundo miraba con interés al nuevo elegido, pero Rachel no tardó -tal vez para hacer marcharse a Robert (...)- en ponerse a guiñar un ojo a un joven agente de Bolsa que almorzaba con un amigo en una mesa contigua.
"Zezette, te ruego que no mires así a ese joven", dijo Saint-Loup, en cuyo rostro los vacilantes rubores de antes se habían concentrado en una nube sangrante que dilataba y obscurecía las facciones distendidas de mi amigo: "Si vas a darnos un espectáculo, prefiero almorzar por mi cuenta e ir a esperarte al teatro" (...) Saint Loup, siempre inquieto y temeroso (...) miró por la ventana y vio (...) al Sr. de Charlus.
"Mira", me dijo en voz baja, "mi familia me acosa hasta aquí. Yo no puedo, pero, puesto que tú conoces bien al jefe de comedor, que seguramente va a denunciarnos, pídele que no vaya hasta el coche: al menos que sea un camarero que no me conozca. Si dicen a mi tío que no me conocen, no vendrá, lo sé seguro, a ver aquí adentro, detesta estos lugares. ¡Hay que ver! La verdad es que es repugnante que un viejo mujeriego como él, quien no ha abandonado, me dé perpetuamente lecciones y venga a espiarme. (pp.172-173)
Rachel y Saint-Loup se reconcilian de inmediato, y el almuerzo sigue adelante.
A fuerza de beber champán con ellos, empecé a sentir un poco de la embriaguez que experimentaba en Rivebelle, probablemente no del todo la misma. No sólo cada clase de embriaguez -de la que da el sol o el viaje o la que da la fatiga o el vino-, sino también cada uno de los grados de embriaguez, que debería corresponder a una "cota" como los fondos en el mar, revelan en nosotros exactamente la profundidad en la que se encuentra un hombre especial. El reservado en el que se encontraba Saint-Loup era pequeño, pero el único espejo que lo decoraba era de tal clase, que parecía reflejar otros treinta, a lo largo de una perspectiva infinita, y la bombilla eléctrica colocada en la cima del marco debía dar -por la noche, cuando estuviera encendida, seguida por la procesión de treinta reflejos semejantes a ella- al bebedor, aun solitario, la idea de que el espacio en torno a él se multiplicaba al mismo tiempo que sus sensaciones exaltadas por la embriaguez y de que, encerrado a solas en aquel pequeño recinto, reinaba, sin embargo, sobre algo mucho más amplio, en su curva indefinida y luminosa, que una avenida del "Parque de París". Ahora bien, al ser yo en aquel momento dicho bebedor, de repente, tras buscarlo en el espejo, lo vi, horrible, desconocido y mirándome. La alegría de la embriaguez era más fuerte que el asco; por alegría o bravata, le sonreí y al mismo tiempo me sonrió. Y me sentía hasta tal punto bajo la efímera y potente influencia del minuto en que las sensaciones son tan fuertes, que no sé si mi único motivo de tristeza era el de pensar que el horrible yo que acababa de ver estaba tal vez en su último día de vida y que en el resto de mi vida no volvería a ver nunca más a aquel extraño. (pp.175-176)
Ya en el teatro, el narrador tiene la oportunidad de comenzar una descripción del rostro de Rachel:
Rachel desempeñaba un papel casi de simple figurante en la obrita, pero, vista así, era otra mujer. Rachel tenía uno de esos rostros que la lejanía -y no necesariamente la de la sala al escenario, pues el mundo es para eso simplemente un gran teatro- dibuja y que, vistos de cerca, recaen en polvo. Junto a ella, sólo se veía una nebulosa, una vía láctea de pecas, de granos diminutos, nada más. A una distancia conveniente, dejaba de verse todo aquello y de las mejillas desdibujadas, reasorbidas, se alzaba -como un cuarto creciente de luna- una nariz tan fina, tan pura, que deseabas ser el objeto de atención de Rachel, volver a verla cuando quisieras, poseerla junto a ti, si nunca la habías visto de otro modo y de cerca. (p.178)

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