jueves, 3 de enero de 2013

Páginas 259-268

La señora de Villeparisis se dirige a Oriane para hacerle una advertencia:
"Mira", dijo la Sra. de Villeparisis a la duquesa de Guermantes, "creo que luego va a venir a visitarme una mujer a la que tú no quieres conocer, prefiero avisarte para que no te moleste. Por lo demás, puedes estar tranquila, no volveré a recibirla nunca más en mi casa, pero va a venir hoy por única vez. Es la mujer de Swann."
La Sra. Swann, al ver las proporciones que cobraba el caso Dreyfus y temiendo que los orígenes de su marido se volvieran contra ella, le había suplicado que nunca más hablara de la inocencia del condenado. Cuando él no estaba presente, iba más lejos y hacía profesión del nacionalismo más ardiente; en eso se limitaba, por lo demás, a seguir a la Sra. Verdurin, en quien se había despertado un antisemitismo burgués y latente y había alcanzado notable exasperación. La Sra. Swann se había granjeado con aquella actitud la entrada en algunas de las ligas de mujeres del mundo antisemita que empezaban a formarse y había entablado relaciones con algunas personas de la aristocracia. Puede parecer extraño que, lejos de imitarlas, la duquesa de Guermantes, tan amiga de Swann, se hubiera resistido siempre, al contrario, al deseo, que no le había ocultado, de presentarle a su mujer, pero más adelante veremos que era un defecto del carácter particular de la duquesa, quien consideraba no "tener" que hacer tal o cual cosa se imponía con despotismo lo que había decidido su "libre arbitrio" mundano, muy arbitrario".
"Te agradezco que me avises", respondió la duquesa. "Me resultaría, en efecto, muy desagradable, pero, como la conozco de vista, me levantaré a tiempo". (p.259)
Un recuerdo de la infancia del narrador -que hace alusión a un episodio no relatado en Por el camino de Swann- aparece un poco más adelante:
El nombre del príncipe [de Fffenheim-Munsterburg-Weimingen] conservaba -en la franqueza con que se atacaban, como se dice en música, sus primeras sílabas y en la farfullante repetición que las acompañaba- el impulso, la ingenuidad amanerada, las pesadas "delicadezas" germánicas proyectadas como ramajes verdosos sobre el "Heim" de esmalte azul obscuro que desplegaba el misticismo de una vidriera renana tras las doraduras, pálidas y finalmente cinceladas, del siglo XVIII alemán. Aquel nombre contenía, entre los diversos que lo componían, el de una pequeña ciudad balnearia alemana en la que yo había estado, de muy niño, con mi abuela, al pie de una montaña honrada por los paseos de Goethe y de cuyos viñedos bebíamos en el Kurhof los ilustres crudos de denominación compuesta y resonante, como los epítetos que Homero da a su shéroes. Por eso, en cuanto oí pronunciar el nombre del príncipe, me pareció -antes de recordar la estación termal- que disminuiría, se impregnaba de humanidad, consideraba lo bastante grande para él un sitio en mi memoria, a la que se adhirió, familiar, prosaico, pintoresco, sabroso, ligero, como con autoridad, en virtud de una prescripción. (p.263)


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