El relato de la enfermedad y la muerte de la abuela del narrador tiene su primer gran momento en el relato de un paseo que hacen los dos por París. La abuela se demora en unos baños públicos y sale, despeinada, tratando de disimular lo que ha sucedido:
"Vamos", le dije como si tal cosa, para que no pareciera que me tomaba demasiado en serio su malestar, "puesto que estás un poco mareada; si te parece, volvamos a casa, no quiero pasear por los Campos Elíseos a una abuela con indigestión"
"No me atrevía a proponértelo por lo de tus amigos", me respondió, "¡Pobrecito!" Pero, como no te importa, es lo mejor."
Temí que se diera cuenta de la forma como pronunciaba aquellas palabras.
"Mira", le dije bruscamente, "no te fatigues, entonces, hablando, ya que estás mareada, es absurdo, espera al menos a que hayamos vuelto a casa."
Me sonrió con tristeza y me apretó la mano. Había comprendido que no debía ocultarme lo que yo había adivinado en seguida: que acababa de tener un pequeño ataque. (p.320)
Aquí termina la primera parte del libro; la segunda, dividida en dos capítulos, dedica el primero por completo a la agonía y muerte de la abuela, y comienza retomando el relato de ese "primer ataque" de la abuela. El narrador descubre entre los paseantes a un médico famoso y le pide, como favor especial, que vea a su abuela; el doctor, un poco a regañadientes, accede a hacerlo; antes de ofrecernos el relato de la visita el narrador introduce la siguiente reflexión:
Decimos -y decimos bien- que la hora de la muerte es incierta, pero, cuando lo decimos, nos la imaginamos situada en un espacio vago y lejano, no pensamos que tenga relación alguna con el día ya comenzado y pueda significar que la muerte -o su primera toma de posesión parcial de nosotros, después de la cual ya no nos soltará- puede producirse incluso esta misma tarde, tan poco incierta, en la que el empleo de todas las horas está fijado de antemano. Nos empeñamos en nuestro paseo para tener dentro de un mes el total de aire puro necesario, pero vacilamos sobre la elección del abrigo que llevar, del cochero al que llamar, vamos en un coche de punto, el día está entero ante nosotros, corto, porque queremos haber vuelto a casa a tiempo para recibir a una amiga; nos gustaría que hiciera igualmente bueno el día siguiente y no sospechamos que la muerte que caminaba en nosotros y en otro plano ha elegido precisamente ese día para entrar en escena, en unos minutos, más o menos en el instante en que el coche llegue a los Campos Elíseos. tal vez aquellos a quienes suele atormentar el espanto de la singularidad particular de la muerte vean algo tranquilizador en esa clase de muerte -en esa clase de primer contacto con la muerte-, porque reviste en él una apariencia conocida, familiar, cotidiana. La ha precedido un buen almuerzo y la misma salida que hacen personas sanas. un regreso en coche descubierto se superpone a su primer golpe... (pp.322-323)
De camino al consultorio del doctor, el narrador y la abuela se cruzan con Legrandin, que pone cara de asombro. Seguramente, la cara de la abuela se ha deformado por el "pequeño ataque":
Legrandin, que se dirigía hacia la plaza de la Concordia, nos saludó descubriéndose y deteniéndose con expresión de asombro. Yo, que aún no estaba separado de la vida, pregunté a mi abuela si le había respondido y le recordé que era susceptible. Mi abuela, considerándome seguramente muy superficial, levantó la mano como diciendo: "¿Qué importancia puede tener? Ni la menor importancia" (...) Y si Legrandin nos había mirado con aquella expresión de asombro, había sido porque, en el coche de punto en el que parecía sentada, mi abuela había dado -a él y a los que pasaban en aquel momento- la impresión de zozobrar, deslizarse al abismo, agarrándose, desesperada, a los cojines que apenas podían retener su cuerpo precipitado, con el pelo en desorden y los ojos extraviados, impotente para afrontar más el asalto de las imágenes que sus pupilas ya no lograban transmitir. Le había parecido sumida -pese a estar a mi lado- en ese mundo desconocido en el cual había recibido los golpes cuyas huellas llevaba ya, cuando la había visto yo un rato antes en los Campos Elíseos, con el sombrero, el rostro, el abrigo descompuestos por la mano del ángel invisible con el cual había luchado. (pp.322-324)
Después de examinar a la abuela, el doctor de gran prestigio (al que se llama apenas E***) da noticias terribles al narrador:
"Su abuela no tiene salvación", me dijo. "Es un ataque provocado por la uremia. En sí, la uremia no es fatalmente una enfermedad mortal, pero este caso me parece desesperado. No hace falta que le diga que espero equivocarme. Por lo demás, con Cottard están ustedes en manos excelentes" (p.326)
Poco después llegan al hotel de los Guermantes, y nos encontramos con una de las escenas más conmovedoras del libro:
...Dejé sentada a la enferma en el vestíbulo y al pie de la escalera y subí a avisar a mi madre. Le dije que mi abuela volvía un poco indispuesta, porque había tenido un mareo. Al oir mis primeras palabras, el rostro de mi madre alcanzó el paroxismo de una desesperación ya tan resignada, sin embargo, que desde hacía muchos años la tenía -comprendí- totalmente dispuesta para un día incierto y final. No me preguntó nada; parecía (...) que el cariño le impidiera reconocer la extrema gravedad de su madre, sobre todo con una enfermedad que puede afectar a la inteligencia (...) Mi abuela estaba esperando abajo, en el canapé del vestíbulo, pero, al oírnos, se irguió, se puso en pie, hizo señas alegres a mi madre con la mano. Yo le había rodeado a medias la caebza con una mantilla de encaje blanco para que no cogiese frío -le dije- en la escalera. No quería que mi madre advirtiese demasiado la alteración del rostro, la desviación de la boca; mi precaución fue inútil; mi madre se acercó a mi abuela, le besó la mano como si fuera la de Dios, la sostuvo, la alzó hasta el ascensor, con precauciones infinitas, que entrañaban -junto con el miedo a cometer torpezas y hacerle daño- la humildad de quien se siente indigno de tocar lo más precioso que conoce, pero ni una vez alzó los ojos ni miró el rostro de la enferma. Tal vez fuese para que ésta no se entristeciese al pensar que su vista había podido inquietar a su hija. Tal vez por miedo a un dolor demasiado fuerte que no se atrevía a afrontar. Tal vez por respeto, porque no creía que le estuviese permitido sin impiedad observar la huella de algún debilitamiento intelectual en el rostro venerado. Tal vez para mejor conservar más adelante la imagen del rostro verdadero de su madre, radiante de talento y bondad. Así subieron una junto a la otra, mi abuela medio oculta en su mantilla, mi madre apartando la vista. (p.327)
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