jueves, 1 de noviembre de 2012

Páginas 217-224

Aquí está el final de la primera parte de A la sombra de las muchachas en flor. La atención del narrador, ya resignado al final de su amor por Gilberte, vira a Odette, y de pronto empezamos a unir los puntos y a sentir que toda esta sección fue dedicada a Odette, que aquí y allá, a veces de modo oculto o subterráneo, a veces más en la superficie, era la madre de Gilberte el verdadero centro de este capítulo. ¿O es Gilberte? Desde el punto de vista narrativo, por supuesto, es la chica la que mueve al interés del narrador por contarnos las idas y venidas de su amor por ella; pero en las grietas lo que asoma es un vasto retrato de Odette, que nos habla de la fascinación del narrador por la mujer. Por ejemplo:
...Como sabía que la Sra. Swann salía durante una hora, antes del almuerzo, e iba a caminar un poco por la avenida del Bois, cerca de la Étoile y del lugar llamado entonces -en referencia a la gente que acudía a contemplar ricos a quienes no conocían de nombre- el "club de los boqueras", conseguí de mis padres que el domingo (...) me dejaran almorzar después que ellos (...) para poder ir a dar una vuelta antes. Durante aquel mes de mayo nunca falté, pues Gilberte había ido al campo con unas amigas. Llegaba al Arco del Triunfo hacia el mediodía. Me situaba al acecho a la entrada de la avenida, sin perder de vista la esquina de la callecita por la que la Sra. Swann, que sólo debía dar unos pasos, venía de su casa. Como era ya la hora en que muchos paseantes volvían a casa a almorzar, los que quedaban eran poco numerosos y la mayoría personas elegantes. De repente, sobre la arena de la alameda aparecía -retrasada, lenta y lujuriante como la flor más hermosa y que no se abriría hasta el mediodía- la Sra. Swann desplegando en derredor un atavío siempre diferente, pero que recuerdo sobre todo malva, después alzaba y extendía sobre un largo pedúnculo -en el momento de su más completa irradiación- el estandarte de seda de una amplia sombrilla del mismo color que el deshoje de los pétalos de su vestido. Toda una comitiva (...) la rodeaba y su negra o gris aglomeración ejecutaba, obediente, los movimientos casi mecánicos de un marco inerte en torno a Odette, hacía parecer a aquella mujer -la única que tenía intensidad en los ojos- como mirando hacia delante, por entre todos aquellos hombres, como desde una ventana a la que se hubiera acercado, y la hacía surgir -débil, sin miedo, en la desnudez de sus tiernos colores- como la aparición de un ser de una especie diferente, de una raza desconocida y una fuerza casi guerrera, gracias a la cual compensaba por sí sola su múltiple escolta. (pp.218-219)
Esa irrupción mitológica, esa supernova que es Odette, nos da un buen argumento para pensar que el narrador fue construyendo minuciosamente el retrato de la madre de Gilberte para hacerlo estallar al final; o, quizá, los dos temas fundamentales del capítulo (Odette y Gilberte) se unen al final en un estallido de maravilla:
Por lo demás, en todo momento la Sra. Swann (...) era saludada por los últimos jinetes rezagados, como cinematografiados al galope sobre la blanca insolación de la avenida, hombres en un círculo, cuyos nombres, célebres para el público (...) eran, para la Sra. Swann familiares, de amigos. y, como la duración media de la vida -la longevidad relativa- es mucho mayor para los recuerdos de las sensaciones poéticas que para los de los sufrimientos del corazón, pese a que hace tanto tiempo que se esfumaron las penas que sentía yo por Gilberte, les ha sobrevivido el placer que experimento, siempre que quiero leer, como en una esfera solar, los minutos comprendidos entre las doce y cuarto del mediodía y la una, en el mes de mayo, al volver a verme charlando así con la Sra. Swann, bajo su sombrilla, como bajo el reflejo de un cenador de glicinas. (pp.223-224)


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