Durante una de sus caminatas, Albertine y el narrador se encuentran con Bloch:
Nos cruzamos con Bloch, que me dirigió una sonrisa fina e insinuante y -violento ante la presencia de Albertine, a quien no conocía o al menos conocía "sin conocer"-, embutió la cabeza en el cuello de su camisa con un movimiento envarado y repelente. "¿Cómo se llama ese tipo?", me preguntó Albertine. "o sé por qué me saluda, si no me conoce. Por eso no le he devuelto el saludo." No tuve tiempo de responder a Albertine, pues, viniendo derecho hacia nosotros, dijo: "Disculpa que te interrumpa, pero quería avisarte de que mañana voy a Doncières. Sería una descortesía esperar más y me pregunto qué pensará de mí Saint-Loup-en-Bray. Que sepas que tomaré el tren de las dos. A tus disposición". Pero yo sólo pensaba en volver a ver a Albertine e intentar conocer a sus amigas y Doncières -como ellas no iban a ir y yo volvería después de la hora en que bajaban a la playa- me parecía el fin del mundo. Dije a Bloch que me resultaba imposible. "Pues bien, iré solo" (...)Más adelante se cruzan con unas conocidas del narrador.
"Reconozco que es un muchacho bastante guapo", me dijo Albertine, "pero, ¡cómo me desagrada!"
Yo nunca había pensado que Bloch pudiese ser guapo; lo era, en efecto. Con la cabeza un poco prominente, una nariz muy curvada, un aire de extraordinaria finura y de estar ocnvencido de ella, tenía un rostro agradable. Pero no podía gustar a Albertine (...) Cuando le dije aquel primer día que se llamaba Bloch, exclamó: "Habría apostado a que era un judaca. Es muy propio de esa gente ser tan chicnches" (pp.468-469).
...pasaron unas jóvenes -las señoritas d'Ambresac-, a quienes saludé y a las que Albertine saludó también.
Pensaba que con ello mi relación con Albertine mejoraría. eran las hijas de una pariente de la Sra. de Villeparisis y que conocía también a la Sra. de Luxembourg (...) Las hijas, muy guapas, vestían con elegancia, pero de ciudad, no de playa. Con sus vestidos largos, bajo sus grandes sombreros, parecían pertenecer a una humanidad distinta a la de Albertine. Ésta sabía muy bien quiénes eran. "¡Ah! ¿Conoces a las niñas d'Ambresac? Pues conoces a gente muy distinguida. Por lo demás, son muy sencillos", añadió, como si fuera contradictorio. "Son muy amables, pero tan bien educadas, que no les dejan ir al Casino, sobre todo por nosotras, porque tenemos muy malos modales. ¿Te gustan? Hombre, eso depende. Son lo que se dice unas pavitas. Tal vez tenga su encanto. Si te gustan las pavitas, vas bien servido." (p.472)
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