...el rostro del Sr. de Charlus era -si exceptuamos aquellos ojos- semejante al de muchos hombres apuestos. Y, cuando Saint-Loup, al hablarme de otros Guermantes, me dijera más adelante: "Qué caramba, no tienen ese aire de raza, de gran señor de la cabeza a los pies, de mi tío Palamède", y me confirmara que el aire de raza y la distinción aristocráticos no eran nada misterioso y nuevo, sino elementos que yo había reconocido sin dificultad y sin sentir una impresión particular, iba yo a notar que se disipaba una de mis ilusiones. Pero en vano cerraba herméticamente el Sr. de Charlus la expresión de aquel rostro, al que una ligera capa de polvos confería en parte el aspecto de un rostro de teatro, los ojos eran lo único que no había podido cerrar, como una resquebrajadura, como una tronera, desde la cual (...) te sentías bruscamente cruzado por el reflejo de un artefacto interior que no parecía tranquilizador precisamente, ni siquiera para quien -sin dominarlo totalmente- lo llevaba en sí mismo, en estado de equilibrio inestable y siempre a punto de estallar, y la expresión (...) de aquellos ojos -con toda la fatiga resultante, en torno a ellos, hasta unas ojeras muy bajas, para el rostro, por bien formado que estuviese- recordaba a un incógnito, aun disfraz de un hombre poderoso en peligro o simplemente de un individuo peligroso, pero trágico. Me habría gustado adivinar cuál era aquel secreto que no llevaban dentro de sí los otros hombres y que me había vuelto tan enigmática la mirada del Sr. de Swann, cuando lo había visto por la mañana cerca del casino. Pero, con lo que ahora sabía de su parentesco, ya no podía creer que fuera el de un ladrón ni -por lo que oía de su conversación- el de un loco (...) En la misma medida en que se mostraba benévolo con las mujeres (...) manifestaba de forma general para con los hombres -y, en particular, los jóvenes- un odio de una violencia que recordaba al de ciertos misóginos para con las mujeres. De dos o tres gigolos familiares o íntimos de Saint-Loup (...) el Sr. de Charlus dijo con una expresión casi veroz (...) "Son unos simples canallas". Comprendí que lo que reprochaba sobre todo a los jóvenes de hoy era ser demasiado afeminados. "Son auténticas mujeres", decía con desprecio. Pero, ¿qué vida no habría parecido afeminada en comparación con la que él quería que llevara un hombre y que nunca consideraba suficientemente enérgica y viril? (pp.348-349)Ese "misterio" de Charlus, eso que el narrador falla en ver, queda claramente sugerido un poco más adelante, cuando el barón llama a la puerta del narrador para ofrecerle un libro de Bergotte:
...tras oir que llamaban a la puerta de mi habitación y haber preguntado quién era [escuché] la voz del Sr. de Charlus, quien decía con tono seco:
"Soy Charlus. ¿Puedo entrar? Mire", prosiguió con el mismo tono, una vez que hubo vuelto a cerrar la puerta, "mi sobrino estaba contando antes que se sentía usted un poco contrariado antes de dormirse y, por otra parte, que admiraba usted los libros de Bergotte. Como llevo uno en mi maleta que probablemente no conozca usted, se lo traigo para ayudarlo a pasar esos momentos en que se siente desdichado."Es curioso que el narrador no repare en la "indirecta" de Charlus, que no sea capaz de deducir lo que, mucho después en la novela, confirmará con sus propios ojos, justamente él, que no deja de especular sobre las costumbres de la hija de Vinteuil o de Odette (además, tanto se habla de judios antisemitas -como Bloch- o de snobs que detestan a los snobs, que sorprende que al narrador no se le ocurra pensar que quizá Charlus es un homosexual homófobo). Quizá el hecho de que, por esta vez, esa sugerencia de homosexualidad lo toque a él, asi sea como objeto del deseo, es lo que lo inhibe de verbalizar al menos la intuición de qué se proponía Charlus al visitarlo esa noche.
Di las gracias, emocionado, al Sr. de Charlus y le dije que había temido, al contrario, que lo que le había dicho Saint-Loup de mi malestar al acercarse la noche me hubiera hecho parecer ante él más estúpido de lo que era.
"No, qué va", respondió con acento más dulce. "Tal vez no tenga usted mérito personal, ¡son tan pocas las personas que lo tienen! Pero, por un tiempo al menos, tiene usted la juventud y eso es siempre una seducción. Por lo demás, la mayor de las tonterías es considerar ridículos o vituperables los sentimientos que no experimentamos. A mí me gusta la noche y usted me dice que le teme; a mí me gusta oler las rosas y a un amigo mío su olor le da fiebre. ¿Cree usted que lo considero por ello inferior a mí? Procuro comprenderlo todo y me guardo de condenar nada. En una palabra, no se queje demasiado, no voy a decir que sus tristezas no sean angustiosas, sé lo que se puede sufrir por cosas que los demás no cmprenden, pero usted al menos ha dirigido bien su afecto hacia su abuela. La ve usted mucho. Y, además, se trata de un cariño permitido, quiero decir, un cariño correspondido. ¡Hay tantos otros de los que no se puede decir lo mismo!
Se paseaba de un extremo a otro de la habitación mirando un objeto, alzando otro. Yo tenía la impresión de que tenía algo que anunciarme y no encontraba los términos para hacerlo (pp.352-353).
Pasaron unos minutos así y después, tras unos instantes de vacilación y varios intentos frustrados, se dio media vuelta y con su voz, de nuevo áspera, me soltó "Adiós, buenas noches", y se marchó. Después de todos los sentimientos elevados que yo le había oído expresar aquella noche, el día siguiente, que era el de su marcha, por la mañana, en el momento en que iba a bañarme, cuando el Sr. de Charlus se me acercó, en la playa para avisarme de que mi abuela me esperaba en cuanto saliera del agua, me asombró mucho oírle deicr, al tiempo que me pellizcaba el cuello con una familiaridad y una risa vulgares:
"Pero, ¡nos trae sin cuidado nuestra vieja abuela, ¿eh?, granujilla!".
"¡Cómo! pero, ¡si la adoro!"
"Mire", me dijo, al tiempo que daba un paso para alejarse, y con expresión glacial, "usted es aún joven, por lo que debería aprovechar para aprender dos cosas: la primera es la de abstenerse de expresar sentimientos demasiado naturales como para no quedar sobreentendidos; la segunda es la de no responder con vehemencia a cosas que le digan antes de haber comprendido plenamente su significado. Si hubiera tenido usted esa precaución hace un instante, se habría evitado parecer hablar a tontas y a locas y como un sordo y sumar un segundo ridículo al de llevar anclas bordads en el bañador. Le he presetado un libro de Bergotte, que necesito. mándemelo dentro de una hora (...) Ahora caigo en la cuenta de que me precipité ayer al hablarle de las seducciones de la juventud, le habría hecho un mayor favor indicándole su atolondramiento, sus consecuencias y su incomprensión. Espero que esta duchita no le resulte menos saludable que el baño, pero no se quede así, inmóvil, que puede coger frío. ¡Adiós, buenas tardes!"
Seguramente se arrepintió de sus palabras, pues un tiempo después recibí el libro (...) que me había prestado y que yo le había devuelto... (pp.353-354)
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