domingo, 25 de noviembre de 2012

Páginas 455-464

A los pocos días de la charla con Elstir, la abuela del narrador regala a Saint-Loup unas cartas de Proudhon, ya que Robert debe regresar a sus obligaciones.
Las leyó con avidez, manejando las hojas con respeto e intentando retener las frases, y después, tras levantarse, estaba ya disculpándose ante mi abuela de haber permanecido demasiado tiempo, cuando la oyó responderle:
"No, no, lléveselas, he pedido que me las enviaran para regalárselas".
Fue presa de un júblio que pudo dominar tan poco como un estado físico que se produce sin intervención de la voluntad y se puso escarlata, como a un niño a quien acaban de castigar, y mi abuela, al ver todos los esfuerzos que había hecho -sin conseguirlo- para contener el júbilo que lo embargaba, se sintió mucho más emocionada que por todos los agradecimientos que hubiera podido proferir. (p.454)
Ya solo en Balbec, el narrador se acerca a las amigas de Albertine. Elstir da una fiesta en su estudio y lo invita: es la mejor ocasión para conocerlas.
Cuando llegué a casa de Elstir, un poco más tarde, creí al principio que la Srta. Simonet no estaba en el taller. Sí que había una muchacha sentada, con vestido de seda y descubierta, pero cuyas magnífica cabellera, nariz y tez no conocía yo, y en la que no reconocía la entidad que había extraído yo de una joven ciclista que se paseaba tocada con una gorra de polo a lo largo del mar. Sin embargo, era Albertine. Pero incluso cuando lo supe, no le presté atención. (p.459)
Como era de esperarse, en tanto la expresión de ese sentimiento, en sus múltiples variaciones, es uno de los ejes más evidentes de A la sombra de las muchachas en flor, conocer en persona a Albertine y conversar con ella no logra sino desilusionar al narrador. Pero a no desesperar: conocer a la muchacha puede tener, evidentemente, sus ventajas:
Aunque me sintiera bastante decepcionado de haber visto en la Srta. Simonet a una muchacha demasiado poco diferente de todas las que conocía, me decía que -así como mi decepción ante la iglesia de Balbec no me impedía desear ir a Quimperé, a Pont-Aven y a venecia- al menos por mediación de Albertine podría -si esta resultaba no ser lo que había yo esperado- conocer a sus amigas de la pandilla. (p.464).

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