"...¡Balbec! La más antigua osamente geológica de nustro suelo, en verdad Ar-Mor, el Mar, el fin de la tierra, la región maldita que Anatole France -un encantador al que debería leer nuestro amiguito- tan bien describió, bajo sus eternas brumas, como el verdadero país de los Cimerios en la Odisea..."
"¡Ah! ¿Cónoce usted a alguien en Balbec?", dijo mi padre. "Precisamente este muchacho va a ir a pasar dos meses allí con su abuela y tal vez con mi esposa."
Legrandin, sorprendido de improviso por aquella pregunta en un momento en que tenía fijos los ojos en mi padre, no pudo apartarlos (...) Pero mi padre, curioso, irritado y cruel, repitió:
"¿Tiene usted amigos por allí, ya que conoce tan bien Balbec?".
Con un último esfuerzo desesperado, la risueña mirada de Legrandin adquirió su máxima ternura, vaguedad, fanqueza y distracción, pero, pensando seguramente que no podía por menos de responder, nos dijo:
"Tengo amigos dondequiera que haya legiones de árboles heridos, pero no vencidos, que se han agrupado para implorar juntos con patética obstinación a un cielo con ellos inclemente".
"No me refería a eso", interrumpió mi padre, tan terco como los árboles y tan despiadado como el cielo. "Le preguntaba -para el caso de que ocurriera cualquier cosa a mi suegra (...)- si conocía usted a alguien.
"Allí, como en todas partes, conozco a todo el mundo y a nadie", respondió Legrandin, que no se rendía tan fácilmente (...) "Los climas de confianza amorosa y de pesar inútil pueden convenir a un viejo desengañado como yo, pero son siempre malsanos para un temperamento aún no formado. Créanme", repitió con insistencia, (...) "antes de los cincuenta años, ni hablar de Balbec" (...) Mi padre volvió a la carga en nuestros encuentros poteriores, lo torturó con preguntas, pero fue en vano: como aquel estafador erudito que para fabricar palimpsestos falsos empleaba un trabajo y una ciencia cuya centésima parte habría bastado para garantizarle una situación más lucrativa, pero honorable, el Sr.Legrandin, si hubiéramos vuelto a insistir, habría acabado edificando toda una ética del paisaje y una geografía celeste de la Baja Normandia antes que confesarnos que su propia hermana vivía a dos quilómetros de Balbec y verse obligado a ofrecernos una carta de presentación... (pp.141-143).
Tras este pasaje -de los más divertidos del libro- comienza la historia del narrador con Gilberte, la hija de Swann.
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