martes, 11 de septiembre de 2012

Páginas 150-159

La secuencia del primer encuentro del narrador con Gilberte comienza con la descripción de los dos caminos entre los que la familia elegía en Combray a la hora de salir de paseo; el lado de Swann, o de Méséglise-la-Vineuse, y el lado de Guermantes, que el narrador percibe como opuestos esenciales, como si la cosa más imposible del universo fuese salir por el lado de Swann y regresar por el de Guermantes. En uno de los paseos "por el camino de Swann" (el título del libro, literalmente, sería algo así como "por el lado de la casa de Swann") el narrador encuentra una serie de espinos ("majuelos", en la traducción de Carlos Manzano) y, entre ellos, uno especialmente notorio por su color rosado. De inmediato esto llama la atención del narrador, y sigue una larga descripción de los espinos; pero pronto sucede algo más, algo inesperado: aparece una niña pelirroja con una flor, que mira al narrador y le hace un gesto obsceno con sus dedos. Una voz de mujer la llama:
"Vamos, Gilberte, ven. ¿Qué haces?", gritó con voz aguda y autoritaria una señora vestida de blanco a la que yo no había visto y a cierta distancia de la cual un señor con traje de dril a quien yo no conocía clavaba en mí unos ojos que se le salían de las órbitas (...). Así pasó cerca de mí aquel nombre de Gilberte, ofrecido como un talismán que tal vez me permitiera volver a encontrar un día a aquella a la que acababa de convertir en una perona y que, un instante antes, no era sino una imagen incierta (p.152).

Después descubrimos que la mujer de blanco es Odette, esposa de Swann, y que el hombre con el que paseaba es el Barón de Charlus; ambos personajes tendrán un papel importantísimo a lo largo de la novela, al igual que Gilberte.
Más adelante vuelve a aparecer el señor Vinteuil, ahora tema recurrente en el chusmerío de Combray debido a la relación aparentemente lésbica de su hija con una muchacha:

Para quienes como nosotros vieron en aquella época al Sr.Vinteuil evitar a las personas que conocía, desviarse cuando las divisaba, envejecer en unos meses, consumirse en su pena, quedar incapacitado para cualquier esfuerzo que no tuviera como objetivo directo la felicidad de su hija, pasar días enteros ante la tumba de su mujer, habría resultado difícil no comprender que estaba muriéndose de pena y suponer que no se daba cuenta de las cosas que se decían . Las conocía, quizá les diera crédito incluso. Tal vez no haya persona, por grande que sea su virtud, a la que la complejidad de las circunstancias no pueda hacer vivir un día familiarizada con el vicio que condena categóricamente, sin que, por lo demás, lo reconozca del todo bajo el disfraz de hechos particulares que aquél revista para entrar en contacto con ella y hacerla sufrir: palabras extrañas, una actitud inexplicable, cierta noche, de determinada persona  a la que, por lo demás, tantos motivos tiene para querer (p.159).

No hay comentarios:

Publicar un comentario