...de repente (...) nos hacía detenernos y preguntaba a mi madre "¿Dónde estamos?". Agotada por la caminata, pero orgullosa de él, le confesaba con ternura que no tenía ni idea. Él se encogía de hombros y se reía. Entonces, como si se la hubiera sacado del bolsillo de la chaqueta junto con la llave, nos mostraba, en pie delante de nosotros, la puertecita trasera de nuestro jardín (...) Y, a partir de ese instante, yo no tenía que dar ni un solo paso, el suelo caminaba por mí en aquel jardín en el que desde hacía tanto tiempo mis actos habían dejado de ir acompañados de atención voluntaria: la Costumbre acababa de tomarme en mis brazos y me llevaba hasta mi cama como aun niño pequeño (p.125).
Después de un par de líneas en blanco el narrador retoma el retrato de su tía Léonie, y nos muestra lo que podríamos pensar como una fase más avanzada de su "enfermedad mental"; la anciana pasa ahora los días especulando que Françoise le roba dinero y joyas, e imagina -pensando en voz alta- las múltiples escenas en que la humilla, tras haberla atrapado in fraganti. La comparación entre los últimos años del narrador (como se ve muy bien en El tiempo recobrado, la película de Raoul Ruiz) y la vejez de la tía Léonie, con sus manías, sus paranoias, su realidad inventada y superpuesta a la de la cotidianidad, aparece en estas escenas con cierta claridad: la tía como creadora de ficciones, de escenas novelísticas. Al igual que el narrador, además, la tía vive pendiente de detalles, de signos de la personalidad de las personas: va escribiendo, de alguna manera, el libro de la vida de Combray.
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