martes, 30 de octubre de 2012

Páginas 197-206

El narrador nos cuenta de algunos cambios en la fisonomía de Odette desde los años en que Swann la conoció en la casa de los Verdurin:
Swann tenía en su alcoba (...) un pequeño daguerrotipo antiguo muy sencillo, anterior... [al nuevo rostro de Odette] y del que la juventud y la belleza de Odette, aún no descubiertas por ella, parecían ausentes. Pero seguramente Swann (...) apreciaba en la joven delgada de ojos pensativos, facciones cansadas y actitud sorprendida entre la marcha y la inmovilidad una gracia más botticelliana. En efecto, aún le gustaba ver en su mujer a un Botticcelli. Odette (...) no quería ni oír hablar de ese pintor. Swann tenía un maravilloso chal oriental, azul y rosa, que había comprado porque era exactamente igual al de la Virgen del Magnificat, pero la Sra. Swann no quería ponérselo. Sólo una vez dejó que su marido le encargara un vestido (...) inspirado en el de la Primavera. (pp.199-200)
La tendencia de Swann a comparar a las personas que conoce con obras de arte encuentra aquí un momento especialmente brillante; podemos imaginarlo comprando la ropa que convertirá a Odette en una figura de Botticelli, podemos pensarlo construyendo con su esposa esos cuadros.
También se nos cuenta más del plan del narrador para olvidar a Gilberte.
Cuando Gilberte, quien solía ofrecer sus meriendas los días en que su madre recibía, iba a estar, en cambio, ausente y, gracias a ello, podía yo ir a la reunión de la Sra. Swann, la encontraba ataviada con algún vestido hermoso (...) En el barullo del salón, al volver de acompañar a una visita o tomar una fuente de pasteles para ofrecérselos a otra, la Sra. Swann, cuando pasaba junto a mí, me llevaba un segundo aparte: "Gilberte me ha encargado especialmente que te invite a almorzar pasado mañana..." (...) Yo seguía resistiendo. Y aquella resistencia me costaba cada vez menos, porque, por mucho que nos guste el veneno que nos hace daño, cuando llevamos ya cierto tiempo privados de él por una necesidad, no podemos por menos de apreciar en parte el descanso que ya no conocíamos, la ausencia de emociones y sufrimientos. Si bien no somos del todo sinceros al decirnos que no queremos volver a ver jamás a la que amamos, tampoco lo seríamos diciendo que queremos volver a verla. Pues seguramente sólo podemos soportar su ausencia prometiéndola breve, pensando en el día en que volveremos a verla, pero, por otra parte, sentimos hasta qué punto son esos sueños cotidianos de una próxima reunión y sin cesar aplazada menos dolorosos que una entrevista a la que podrían seguir los celos (...) Lo que ahora diferimos día tras día no es ya el fin de la intolerable ansiedad causada por la separación, es el temido retorno de emociones sin salida (...) Por lo demás, la posible dureza de semejante cura de alejamiento físico y aislamiento se va mitigando poco a poco por otra razón: la de que debilita -en espera de curarla- la idea fija que es un amor. (pp.202-204)
Un día el narrador decide que por cada día que no vea a Gilberte le enviará un ramo de flores. Vende un jarrón que había heredado -como el mueble que regaló a la "regenta" de un prostíbulo (pp.157-166)- en una "tienda de artículos chinos" y hace la primera compra de flores, que decide llevar a casa de los Swann personalmente. Pero una sorpresa lo aguarda en el camino:
Cuando volví a montar en el coche, tras salir de la tienda, el cochero, en lugar de seguir el camino habitual, descendió, como es natural -pues los Swann vivían cerca del Bois-, por la avenida de los Campos Elíseos. Ya habíamos pasado la esquina de la Rue de Berri, cuando a la luz del crepúsculo me pareció reconocer -muy cerca de la casa de los Swann, pero en dirección inversa y alejándose de ella- a Gilberte, quien caminaba despacio, aunque con paso deliberado, junto a un joven con quien iba hablando y cuyo rostro no pude distinguir (...) Volví a casa sujetando, desesperado, los diez mil francos que debían haberme permitido hacer tantos regalitos a aquella Gilberte a quien ahora estaba decidido a no volver a ver. Seguramente aquel alto en la tienda de artículos chinos me había alegrado al hacerme concebir la esperanza de que no volvería a ver jamás a mi amiga sino contenta conmigo y agradecida. Pero, si no hubiera hecho aquel alto, si el coche no se hubiese internado por la avenida de los Campos Elíseos, no habría visto a Gilberte y a aquel joven. Así, un mismo hecho entrama ramales opuestos y la desgracia que engendra anula la felicidad qu ehabía causado. (pp.205-206)

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