Hace muchos años de aquello. Hace mucho que no existe la muralla de la escalera, por la que vi subir el reflejo de su vela [de la madre]. También en mí se han destruido muchas cosas que, según creía, habían de durar siempre y se han erigido otras nuevas y han engrado penas y alegrías nuevas que no habría yo podido prever entonces, así como las antiguas se me han vuelto difíciles de comprender. Hace mucho tiempo también que mi padre ha cesado de poder decir a mamá "vete con el niño". La posibilidad de tales momentos jamás renacerá para mí. Pero desde hace poco empiezo de nuevo a percibir muy bien -si presto oídos- los sollozos que tuve fuerzas para contener delante de mi padre y que no estallaron hasta encontrarme sólo con mamá. En realidad, nunca han cesado y sólo porque ahora la vida se calla más a mi alrededor los oigo de nuevo, como esas campanas de conventos, tan bien cubiertas por los ruidos de la ciudad durante el día, que parecen haber callado, pero vuelven a tañer en el silencio de la noche. (p.44)
La imagen es insuperable. Los llantos cubiertos por el mundo. Todo lo que contará el libro, entonces, cubrirá esas lágrimas incesantes. Pero el pasaje sigue. Se nos cuenta que la madre también lloró, ligeramente, y que al descubrir que su hijo se daba cuenta optó por romper la tensión abriendo unos libros que iban a serle regalados al narrador el día de su santo. Entre ellos, François le champi, cuyo protagonista termina casándose con su madre adoptiva. El tema edípico, central a esta sección del libro, aparece aludido con gran claridad. En cualquier caso, el narrador debería estar feliz: no sólo logró que su madre le diera un beso de las buenas noches dado por perdido sino que, además, pasarán la noche juntos. Sin embargo...
Debería haberme sentido feliz, pero no lo estaba. Me parecía que mi madre acababa de hacerme una primera concesión que debía resultarle dolorosa, que se trataba de una primera renuncia por su pate al ideal que había concebido para mí y que por primera vez se confesaba -ella, tan valiente- vencida. Me parecía que, si acababa yo de conseguir una victoria, había sido contra ella, que había conseguido -como podrían haberlo hecho la enfermedad, ciertas penas o los años- debilitar su voluntad y doblegar su ánimo y que aquella noche comenzba una nueva era y quedaría como una fecha triste (...) Cierto es que el hermoso rostro de mi madre brillaba aún con la juventud aquella noche (...) pero (...) me parecía que con una mano impía y secreta acababa yo de trazar en su alma una primera arruga y hacer aparecer en ella un primer cabello blanco. (p.46)
Esa culpa secreta se propagará por la vida del narrador, unida a las lágrimas que serán el fondo casi inaudible de su vida. Un arco se abre aquí en En busca del tiempo perdido, con el otro extremo en La fugitiva y El tiempo recobrado: esta escena con la madre marca el contorno más amplio de la novela.