miércoles, 6 de febrero de 2013

Páginas 419-428

Durante la comida Robert se niega a que el príncipe de Foix se instale en una mesa cercana a la suya. Y, en un momento, recuerda algo que debe contarle al narrador:
"Por cierto, antes de que se me olvide", me dijo Robert, "mi tío Charlus tiene algo que decirte. Le he prometido que te enviaría a su casa mañana por la noche."
"Precisamente iba yo a hablarte de él, pero mañana por la noche ceno en casa de tu tía Guermantes."
"Sí, hay una comilona de muy señor mío, mañana, en casa de Oriane. A mí no me han invitado, pero mi tío Palamède preferiría que no fueras. ¿No podrías anular tu asistencia? En todo caso, ve después a su casa. Creo que tiene mucho interés en verte. A ver, puedes presentarte allí a las once: las once, no lo olvides, yo me encargo de avisarlo. En casa de Oriane siempre acaban temprano. Por lo demás, yo tendría que haber visto a Oriane, para lo de mi destino en Marruecos, que me gustaría cambiar. Es tan amable para esas cosas y consigue lo que quiere del general de Saint-Joseph, de quien eso depende, pero no se lo comentes. He hablado con la princesa de Parma, saldrá solo. ¡Ah! Marruecos, muy interesante. Habría mucho que contar. Hombres muy finos allá. Se siente la paridad de inteligencia" (pp.423-424)
La perspectiva de cenar en lo de Oriane lleva al narrador a reflexionar sobre los Guermantes:
Yo había podido tomar conciencia de la altanería vulgar que la familiaridad de un Guermantes -en lugar de la distinción que presentaba en Robert, porque el desdén hereditario era tan sólo su atuendo, que había llegado a ser gracia insonciente, de una auténtica humildad moral- habría revelado, no en el Sr. Charlus, en el cual los defectos de carácter que hasta entonces yo no acababa de entender se habían superpuesto a los hábitos aristocráticos, sino en el duque de Guermantes. Sin embargo, también él -en el conjunto común que tanto había desagradado a mi abuela, cuando en tiempos lo había conocido en casa de la Sra. de Villeparisis- ofrecía aspectos de grandeza antigua y que me resultaron apreciables cuando fui a cenar a su casa, el día siguiente al de la velada pasada con Saint-Loup. (p.427)

Páginas 409-418

El narrador sale a comer con Saint-Loup y se entera de que este ha estado contándole algunos "secretos" a Bloch:
...Una sola cosa estuvo a punto de comprometer mi placer durante nuestra azarosa excursión, por el asombro irritado al que me arrojó por un instante. "Mira, he contado a Bloch", me dijo Saint-Loup, "que no lo apreciabas demasiado, que veías en él vulgaridades. Ya ves cómo soy, me gustan las situaciones meridianamente claras", concluyó, con expresión satisfecha y en un tono que no admitía réplica.  Yo estaba estupefacto. No sólo tenía la confianza más absoluta en Saint-Loup, en la lealtad de su amistad y él la había traicionado con lo que había dicho a Bloch, sino que me parecía que, además, deberían haberle impedido hacerlo sus defectos tanto como sus cualidades, en virtud de ese extraordinario grado de educación que podía llevar la cortesía hasta el extremo de cierta falta de franqueza. ¿Sería su expresión triunfante la que adoptamos para disimular un apuro confesando algo que no deberíamos -lo sabemos- haber hecho? ¿Revelaba inconsciencia? ¿Estupidez que erigía en virtud un defecto que yo no había visto aún en él? ¿Un acceso de mal humor pasajero contra mí que lo movía a abandonarme o un acceso de mal humor pasajero contra Bloch, a quien había querido decir algo desagradable, aun comprometiéndome? Por lo demás, su rostro estaba estigmatizado mientras me decía aquellas palabras vulgares, por una sinuosidad atroz que yo sólo había visto en él una o dos veces y que, recorriendo primero casi exactamente el centro de la cara, una vez llegado a los labios, los retorcía, les daba una expresión horrible de bajeza, casi de bestialidad totalmente pasajera y seguramente ancestral. (pp.410-411)
Mientras están comiendo reparan en que el príncipe de Foix está en el restaurante.
Pero el príncipe (...) pertenecía no sólo a aquel grupo elegante de unos quince jóvenes, sino también a un grupo, más cerrado e inseparable, de cuatro, del que formaba parte Saint-Loup. Nunca invitaban a uno sin el otro, los llamaban los cuatro gigolós, se los veía siempre juntos en el paseo, en los castillos, en los que les asignaban habitaciones comunicantes, por lo que corrían rumores -tanto más cuanto que eran todos muy guapos- sobre su intimidad. Yo pude desmentirlos de lo más categoricamente en lo relativo a Saint-Loup, pero lo curioso es que más adelante, si bien se supo que dichos rumores eran ciertos respecto de los cuatro, cada uno de ellos lo había, en cambio, ignorado enteramente sobre cada uno de los otros tres y, sin embargo, cada uno de ellos había procurado sin falta informarse sobre los otros, ya fuera para saciar un deseo o, mejor dicho, un rencor, impedir una boda o tener cogido al amigo descubierto. (pp.416-417)
Evidentemente, esta "revelación" nos recuerda de inmediato a la historia de los amigos de Charlus. Una vez más la novela de Proust opera por variaciones de un núcleo de historias que proliferan en capítulos completos.

lunes, 4 de febrero de 2013

Páginas 399-408

El narrador sigue redescubriendo a Albertine:
Cierto es que mis deseos de Balbec habían madurado tan bien el cuerpo de Albertine, habían acumulado en él sabores tan frescos y dulces, que, durante nuestro recorrido por el Bois -mientras el viento, como un jardinero cuidadoso, sacudía los árboles, hacía caer los frutos, barrí alas hojas muertas- yo me decía que, si hubiera cabido la posibilidad de que Saint-Loup se hubiese equivocado o yo hubiera entendi mal su carta y la cena con la Sra. de Setrmaria no llevara a nada, habría dado cita para la misma noche, muy tarde, a Albertine a fin de olvidar durante una hora puramente voluptuosa -teniendo en mis brazos el cuerpo cuyos encantos había imaginado, sopesado, mi curiosidad en otro tiempo y ahora sobreabundantes- las emociones y tal vez las tristezas de aquel comienzo de amor por la Sra. de Stermaria y, desde luego, si hubiese podido suponer que la Sra. de Stermaria no me concedería ningún favor aquella primer anoche, no me habría imaginado mi velada con ella de forma decepcionante. (p.399)
Finalmente, la Sra. de Stermaria cancela la cita:
...abrí el sobre. En la tarjeta: Vizcondesa Alix de Stermaria. Mi invitada había escrito: "Lo siento muchísimo, pero un contratiempo me impide cenar esta noche con usted en la isla del Bois. Lo esperaba como una fiesta. Le escribiré más por extenso desde Stermaria. Lo lamento. Con toda mi amistad." Me quedé inmóvil, aturdido por el choque que había recibido. A mis pies habían caído la tarjeta y el sobre, como el taco de un arma de fuego, cuando ha salido la bala. (p.403)
El estado de estupor al que la noticia arroja al narrador es, finalmente, interrumpido por la llegada sorpresiva de Robert de Saint-Loup:
De repente oí una voz:
"¿Se puede? Françoise me ha dicho que debías de estar en el comedor. venía a ver si querías que fuéramos a cenar juntos en algún sitio" (...)
Era Robert de Saint-Loup (...) He dicho lo que pienso (..) de la amistad: a saber, que es tan poca cosa, que me cuesta comprender que hombres de cierto genio -y, por ejemplo, un Nietzsche- hayan tenido la ingenuidad de atribuirle cierto valor intelectual y, por consiguiente, rechazar amistades que no fueran acompañadas de la estima intelectual. Sí, siempre me ha asombrado ver que un hombre que llevó la sinceridad consigo mismo hasta el extremo de separarse -por escrúpulo de conciencia- de la música de Wagner se imaginara que se pueda realizar la verdad en ese modo de expresión por naturaleza confuso e inadecuado que son, en general, acciones y, en particular, amistades y que pueda tener significado alguno nuestro abandono del trabajo para ir a ver a un amigo y llorar con él (...) En Balbec había llegado yo a considerar el placer de jugar con unas muchachas menos funesto para la vida espiritual, a la que menos permanece ajeno, que la amistad cuyo esfuerzo es enteramente el de hacernos sacrificar la única parte real e incomunicable -salvo mediante el arte- de nosotros mismos a un yo superficial, que no encuentra, como el otro, gozo en sí mismo, sino que experimenta un enternecimiento confuso al sentirse sostenido sobre puntales exteriores (...) Por lo demás, quienes desprecian la amistad pueden ser -sin ilusiones y no sin remordimientos- los mejores amigos del mundo (...) Cierto es que yo no pensaba precisamente en pedir a Saint-Loup (...) que volviera a mostrarme mujeres de Rivebelle (...) pero en el momento en que ya no sentía en mi corazón motivo alguno de felicidad, la entrada de Saint-Loup fue como una llegada de bondad, alegría, vida, que estaban fuera de mí seguramente, pero se ofrecían a mí, no deseaban otra cosa que estar en mí. (pp.405-407)